Manuel Haj-Saleh
Un buen final es capaz de levantar el espíritu de casi todo: puede arreglar una mala película, ennoblecer un libro mediocre, poner la guinda a una cita a ciegas… no es por casualidad que el postre se tome al final de las comidas y que todos lo esperemos anhelantes. Por el contrario, un mal final tiene la inevitable cualidad de estropear absolutamente todo lo que toca: si la película, el libro o la cita acaban mal, ya pueden haber sido prodigiosos hasta ese momento, que no habrá nadie en esta vida que nos quite el mal sabor de boca que se nos queda.
Los finales se parecen a los medicamentos en que tienen efectos secundarios que no se han descrito, y se diferencian de aquéllos en que dichos efectos son mucho más duraderos y de nada sirve consultar al farmacéutico. Imaginemos que leemos por primera vez a un autor afamado. Dependiendo de cómo acabe la obra que tenemos entre manos, puede conseguir que queramos profundizar en el resto de sus trabajos, o por el contrario que abominemos de ellos completamente.
Paradójicamente, elaborar un buen final es mucho más sencillo si las premisas han sido desastrosas que si el material ha conseguido engancharnos; es más, casi podríamos afirmar que la sencillez en la creación del final es proporcionalmente inversa a las excelencias del conjunto que le precede. Y esto no es sólo aplicable a elementos “materiales”, como los ya mencionados de libros, películas o cenas, sino prácticamente a cualquier aspecto de la vida que incluya un final. Y si no les convence esta audaz afirmación, ahí van algunos ejemplos:
- Un paquete de pipas en el que la última esté amarga. Aunque sean del piponazo, ya te arruinan la tarde.
- Un incómodo viaje en avión en el que aterrizas con la ciudad soleada en pleno invierno. Se añade el placer del final a la ilusión del principio de la estancia. Doble o nada.
- Un pésimo partido de fútbol en el que se marcan cuatro goles en los quince últimos minutos. Es lo que saldrá en la prensa, de hecho.
- En terrenos más serios: una relación sentimental que va mal, produce una ruptura menos dolorosa (por pactada) que otra que va bien (donde la decisión es de uno sólo, generalmente).
- En terrenos mucho más serios, es decir, sexuales, no les voy a descubrir a ustedes el amplio abanico de maneras en las que un buen polvo puede acabar desastrosamente, borrando con lija todo el placer previo.
- Llevado al terreno puramente físico, hasta el ser humano más desagradable (en cualquier sentido, y espero que se me entienda) puede hacernos levantar una ceja si posee un buen culo.
- Y son numerosos los ejemplos que da la Historia acerca de seres absolutamente despreciables que después han sido venerados sólo por tener una muerte heroica, aunque ésta haya sido el único punto a su favor.
Aunque es complicado buscar la definición de un buen final (del final malo, por su excesiva frecuencia, preferimos no ocuparnos), creo que no está de más preguntarnos cómo sería, o debería ser, un final perfecto. Quizás habría de reunir una serie de condiciones, necesarias aunque no suficientes, para poder al menos perfilarlo; pero la fundamental sería, casi al cien por cien, su (atención: palabro) “indelebilidad”, esto es, su permanencia viva en nuestra memoria por encima de todo lo demás. Si ello ocurre, no es arriesgado decir que la perfección está cerca, dado que el ser humano, salvo que sea insufriblemente optimista, tiende a diluir los momentos buenos y a magnificar los malos, cuando de recordarlos se trata. Y, si se da esa condición fundamental, todas las demás serán solamente necesarias para completar esa definición de “perfecto”. Y dependerán de cada situación y sus circunstancias, porque, por fortuna, nunca hay dos culos iguales. Llevando esta audacia más allá, afirmaría sin reparos que, en muchos casos, el mejor final es aquél que incluye la palabra mágica: “Continuará”.
2005-04-27 13:01 yo creo, como tú, que, referidos a las obras que nos gustan, los finales que no se olvidan y los que no existen son los mejores, pero añadiría, respecto a las malas obras, dos tipos más de buenos theendes:
– la finalitio interrupta, que es el que se produce, por ejemplo, si cuando las diez primeras pipas que nos salen de la bolsa son amargas, uno la tira sin llegar a terminarla, y
– el finis próximus, que es ese final que aparece bien prontito, con suerte, en una lectura peñazo.
y es que hay algunos libros que lo último que deberían llevar escrito en sus páginas es en lugar de ‘fin’, ‘por fin’, o ‘menos mal’, o ‘ya era hora’, que son todos ellos finales muy, pero que muy, justos y agradecidos.
2005-04-27 23:43 Sé lo que dices, me pasó con el final de cierta trilogía anillada (o anillosa :-)
También están los finales que no parecen finales, y que quedan como en el aire (aunque no da la impresión de que sea intencionado), pero sin un “continuará”, por supuesto.
2005-04-28 00:54 ¿y los finales chicle? coñes, los detesto. empiezan en la página veinte y ¡hala! a estirarse hasta la imprenta y la efeméride del santo.
los puntos y aparte son muy importantes.
¿ves? parece que pasó algo, pero los punto y final lo son más: entonces lo que pasa deja de pasar. deberían vender teclados con lazarillo para atinarlos. si inventamos el punto y final con mira telescópica 100 por 100 diana nos forramos, con lo difícil que es acertarlos…
2005-04-28 04:10 Alguien dijo alguna vez que “un principio no termina nunca, ni siquiera con un final”, lo que a veces tiene su gracia y a veces es una jodienda.
2005-05-06 23:05 Yo creo que lo que fue duro de vivir es dulce de recordar.
Una vez superadas las dificultades, el recuerdo de la lucha, las imágenes y los colores en tu memoria tienen la belleza de la vida misma.