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Democracia y confesión

Marcos Taracido

En su diario del año 2001 Hilario Barrero describe desde el dolor y el espanto la marea de ausencia, miedo y quiebra que siguió a la caída de la Torres Gemelas: «En el aparcamiento de la estación de Princeton varios coches aparcados en la madrugada del 11 de septiembre están esperando que sus dueños regresen, pero no lo hacen. En varias escuelas de Princeton algunos alumnos esperaron a que sus padres volvieran a recogerlos después del trabajo, pero no volvieron. En los cristales de las ventanas de nuestro apartamento, en las varillas de las persianas, en el suelo de la terraza y sobre la plantas se ha acumulado un polvo negro espeso. Una sombra ceniza de hueso molido.» Esa misma sombra se extiende ahora por todo el país como una tormenta de arena en el desierto que impide moverse y respirar. Una muerte es una tragedia individual; doscientas es una tragedia nacional. Contrariamente a lo que se pudiera pensar, en la muerte juegan las matemáticas igual que entre los vivos. Si una manifestación impacta y es efectiva gracias a la suma de cada uno de los individuos que la componen, una masacre es tanto más impactante cuanto mayor es el número de muertos y de heridos. Sobrecoge cada uno de los cuerpos desmembrados, cada llanto aislado, cada cara de angustia, cada mancha de sangre en el suelo, cada hierro retorcido, cada testimonio... pero todos juntos, toda la sangre agrupada, todas las angustias en un grito son un horror difícil de asumir. Las hecatombes, además también duelen más cuando son cercanas: el pueblo, la región, la nación... la distancia afecta doblemente: la información es más nítida, más exhaustiva y permite conocer cada detalle del drama de las víctimas; y, sobre todo, se instala en el cerebro una certeza: pude ser yo, puedo ser yo. El dolor, el miedo, no es inocente. Los testigos relatan cómo sonaban los móviles entre los cadáveres apilados. Creo que no hay metáfora más certera e inquietante de la soledad más aterradora: ese sonido trazaba una línea invisible entre quién marcó el número de teléfono —una madre, un amante, un hermano—, la muerte y el testigo, y las tres partes están unidas por un silencio inabarcable. En ese triángulo vive toda la crueldad, el horror y la angustia de la que somos capaces. Con todo, hoy hay elecciones y debemos votar. La democracia exige que no nos abandonemos a la desgana y el pesimismo. Debemos acudir a las cabinas electorales y salir de ellas con un voto en la mano para las urnas. Una cabina electoral es sumamente parecida a un confesionario. Durante siglos, el sacramento de la confesión fue la excusa perfecta para hablar, para desahogarse, para contarle a una rejilla muda lo más íntimo, lo más secreto, las inquietudes y dudas, las incertidumbres que no se podían contar a nadie más. Entremos en esas cabinas con el mismo espíritu: confesémonos, hablemos de nuestras angustias, de los problemas más profundos y leves, de los odios ocultos y de los miedos, del miedo al futuro, del miedo a cómo vivirán nuestros hijos, del miedo a cómo vivimos y a cómo morimos; cojamos una papeleta, del signo que sea, e introduzcámosla en la urna —electoral, funeraria— con la única promesa de luchar por que los que nos gobiernen lo hagan en democracia, en verdadera y auténtica democracia: prometernos que seremos nosotros los que defenderemos nuestro voto para que se convierta sólo en el primer paso de la nueva democracia, que como con los muertos del atroz atentado se sumen cada uno de los votos de cada uno de nosotros para empezar a construir un país en el que todos, absolutamente todos, estemos implicados.
Marcos Taracido | 14 de marzo de 2004

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