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El cura, el maestro y la Constitución

Marcos Taracido

Ignoro si ha cambiado en los últimos años, pero cuando yo era un niño las clases de religión eran una sencilla mezcla entre pasarse unos a otros el bote del Domund y memorizar sacramentos. Nada de inculcar valores ni de explicar doctrinas. En esa época ya se podía optar por no asistir a clases de religión, pero las infraestructuras no daban alternativa alguna —como todavía pasa en muchos colegios del rural—, de modo que yo estaba en clase, pero no estaba, como un espítitu. Esta cualidad etérea en mi relación con la docencia católica, quizás, me ha permitido mantenerme al margen, pero en contacto y creo que es este desapego inconcluso el que me hace no entender cómo veinte años después todo sigue igual. Resulta difícilmente explicable —sin recurrir a la fe o a las presiones políticas— que un estado democrático que se declara aconfesional dedique una parte importante de su programa docente a enseñar una religión. No se trata aquí de cuestionar los valores religiosos o el valor que para la sociedad tenga la religión: probablemente, y por lo que sabemos, una de las únicas cosas que nos separan del resto de las especies. Se trata simplemente de preguntarse cómo se justifica que en España la religión católica mantenga los acuerdos de 1979 con el Vaticano según los cuales el Estado incluye entre sus enseñanzas escolares la religión. Un Estado laico debe establecer las bases para que todos sus ciudadanos tengan acceso a la doctrina religiosa que deseen y, sobre todo, debe respetar profundamente esa elección e, incluso e igual que con cualquier otra asociación mayoritaria de gente en torno a una comunidad, facilitar mediante apoyo económico o de infraestructuras su desarrollo y crecimiento. Pero jamás en la escuela, jamás dentro de los planes de estudio, porque adoctrinarse en una determinada religión es una decisión personal y en la que el Estado no debe inmiscuírse para nada. Si alguien quiere participar de una religión, la católica en el caso que nos ocupa, puede acudir a las iglesias y los lugares y actos que para eso dispone su Iglesia. Diría bastante en favor del Vaticano que no trataran de infiltrarse tanto como pueden en los sistemas educativos: un niño no elige y por lo tanto será un creyente por inercia, no por decisión propia. Su familia sí puede elegir por él, claro, pero para ello ya tienen medios más que suficientes fuera de las aulas. Que a un alumno le cuente del mismo modo en su expediente académico sus conocimientos sobre la historia o la física o la literatura que sus creencias sobrenaturales es ya irrisorio. Recuerdo que todos los años el día del Santo local debíamos bajar los alumnos a la Iglesia del lugar y asistir a una misa. Lejos del regocijo general por saltarse algunas clases, para mí suponía una pesadilla: no sólo por lo tétrico y angosto del sitio y de la representación, sino porque no sabía seguir la ceremonia: debía mover los labios fingiendo que conocía la canción o el rezo y miraba angustiado a ambos lados para poder arrodillarme o sentarme o levantarme lo menos desacompasadamente posible respecto de los demás. Hoy en día esto es impensable en un colegio público y de hacerse con toda probabilidad la situación sería la inversa: la mayoría de los niños no sabrían seguir la ceremonia. Así pues, la sociedad está perfectamente preparada y madura para la separación. De hecho, las familias de creyentes practicantes mantienen la verdadera relación con su Iglesia fuera de los centros educativos. Para conseguir que el Estado aconfesional definido en la Constitución se plasme en una educación laica no hay que llegar a los excesos franceses —donde tras la prohibición de lucir simbolosos religiosos como el velo o la cruz ahora ya se plantea la posibilidad de prohibir también las barbas: y cada día surgirá uno nuevo—: se trata simplemente de eliminar del currículo la religión en todas sus manifestaciones y centrarse en ofrecer una enseñanza científica y humanística; se trata, en definitiva, de atreverse por fin a cortar el cada vez más débil hilo que une la sociedad pública con el poder eclesiástico. Ya lo cortó la Constitución de 1931 (art. 26), y lo ha vuelto a cortar, aunque más tímidamente, la del 78. Sólo queda que los Gobiernos cumplan lo escrito en la Carta Magna.
Marcos Taracido | 26 de enero de 2004

Comentarios

  1. Nemo
    2004-01-26 14:50 Bravo, no deberíamos jugar con la educación de nuestros hijos sólo para que la iglesia pueda financiarse encubiertamente con presupuestos públicos. La religión y el resto de las drogas deberían mantenerse alejadas de los colegios.
  2. Sapena
    2004-01-26 23:55 ¿Tú te has leido la constitución?. Lejos de cortar los hilos con las religiones, de establecer un estado laico (como es el francés) lo que hace es estabñecer un estado de libertad religiosa, en el que todas las religiones son apoyadas (existen acuerdos casi calcados del del Vaticano con España con las 4 mayoritarias)como cualquier otra asociación cultural o folklórica considerada de interés público. Leete el artículo 16.
  3. Marcos
    2004-01-27 01:29 Un Estado ACONFESIONAL, que (y yo lo contemplo en el artículo) colaborará con las religiones del país. Yo no encuentro ningún artículo que diga que la educación debe ofrecer clases de religión. Saludos.
  4. Sapena
    2004-01-27 22:28 ¿27.3 quizá? Si está en el artículo que consagra la educación pública no será casual, ¿no? ¿Relacionándolo con el 16.3 “in fine” para acabar de insinuarlo? ¿Y su interpretación por el TC? Saludos.
  5. Junjan
    2004-01-28 12:19 Al hilo del tema, además de quejarnos de la conexión religiosa de nuestro estado, creo que deberíamos pasar a ejercer algún tipo de acción militante en la materia. Y se me ha ocurrido que una manera clara de decirle al estado que la iglesia católica ya no tiene el poder que tenía antaño, es reducirle drásticamente su “supuesto” número de adeptos. Apostasía!! Debemos hacer acto de apostasía. No se vosotros, pero yo tengo 35 años, y me bautizaron, comulgaron y confirmaron sin que tuviera una clara conciencia religiosa de ningún tipo. Al poco tiempo empezé a ejercer mi razonamiento crítico y llegué a la obvia conclusión de que Dios no existe. Pero ya era tarde, para el estado español yo cuento como un católico más y por supuesto la iglesia recibe a mi costa un dinerin todos los años. Pues bién, ha llegado el momento de contraatacar, hagamos apostasía. Navegando por la red he encontrado varios modelos de carta de apostasía para exigir al obispo de vuestras respectivas diócesis que os la conceda. Para ver los enlaces, he publicado un artículo en mi weblog.
  6. ancap
    2004-01-28 12:52 La culpa de todo la tienen tus padres opresores, obligales a que te desapunten. Yo quiero escindirme del estado directamente. ¿algún modelo?
  7. Nemo
    2004-01-28 21:09 Creo que en Méjico no hace falta tanto papeleo, hay unas píldoras con las que te desapuntan automáticamente de la iglesia. Lo malo es que las autoridades eclesiasticas advirtieron que sólo sirven para las mujeres, ya sabemos lo que les gusta a las autoridades eclesiasticas hacer normas con desigualdades de género.

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