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Democracia y engaño

Marcos Taracido

La mentira ya no es un arte. Antes había límites infranqueables y fronteras precisas. Para mentir había que acudir a una taxonomía residente en el subconsciente colectivo y escoger allí el modo y la forma, y lanzarse al vacío: si se hacia bien se abría el paracaídas y si no te estrellabas. La mentira diaria y constante se dejaba para la literatura. Después llegó la publicidad y lo cambió todo poco a poco hasta hoy, en que la mentira ha perdido absolutamente todo el morbo y la gracia de que gozó en su tiempo. La mentira, ahora, es un perfume barato. Esto viene a cuento de nuestra democracia, que lleva años asentada en una valla publicitaria en la que pegan carteles todos los meses, y siempre distintos. El ciudadano vive por completo ajeno al país, y el ejercicio de Gobierno y de oposición, la política, se ha convertido en una teletienda de 24 horas diarias y 365 días al año de emisión. La mentira es perenne y carece de importancia: no pasa nada. Hay circo, sí, pero los trapecistas llevan las manos untadas de pegamento. El público lo sabe, pero les da igual. Así las cosas, el anuncio de elecciones es recibido con resignación: a aguantar dos meses de mentiras sin castigo ni consecuencias, a saber que las cosas cambiarán nada, o muy poco. Ni uno sólo de los partidos en liza —y en liza están los visibles— son políticos, en el sentido etimológico de la palabra; ni uno sólo argumenta y discute. La ficción, la representación, ha suplantado a la realidad. Cada mitin, cada entrevista, cada perorata electoral, son pequeños entremeses y performance: votamos al mejor actor o a la más ingeniosa puesta en escena. Propongo una política de tabula rasa: que se prohiba la propaganda electoral en los medios de comunicación, salvo aquella que permita la confrontación argumental —los debates—: que los políticos difundan sus programas entre la gente, que estén tan cercanos a nosotros que no necesitemos panfletos ni monsergas y que se haga día a día, sin precampañas ni campañas ni días de reflexión. ¿Es que hay alguien que decide votar a un partido u otro por una valla publicitaria? ¿Por el eslogan? ¿Porque le suban 10 euros al mes la pensión y encima le traten como a un subnormal anunciándoselo con un spot televisivo? Propongo también que el sistema de voto sea justo, igualitario y libre: democrático; que yo tenga la seguridad de que mi voto a un partido se sumará a todos los demás votos a ese partido, para no tener que votar a quien no quiero o simplemente para no tener que no votar. Mientras tanto, no queda más que aguantar. Y aprovechar la habilidad que hemos adquirido de leer todo —periódicos, telediarios...— como quien come una cebolla: quitando capas y más capas hasta llegar al centro; y sí, también llorando. Ah, y como era de esperar, en la literatura ahora se miente muy poco.
Marcos Taracido | 17 de enero de 2004

Comentarios

  1. miguel
    2004-01-17 13:50 No se si está relacionado (creo que sí), pero tu comentario me ha recordado la evolución del ministerio de cultura. En la universidad nos contaban cómo en la dictadura había un ministerio de propaganda. Se dieron cuenta de que era demasiado explícito, y lo rebautizaron como Ministerio de Información. Para terminar de modernizarlo, lo llamaron Ministerio de Cultura. Curioso, ¿no?A mí me sugiere muchas cosas sobre cómo se interpreta la cultura desde el poder político.
  2. Marcos
    2004-01-17 14:57 Pues yo lo veo perfectamente relacionado teniendo en cuenta que hoy estamos en un sistema que hereda directamente de aquel. La prueba de lo que dices está en TVE, que según quien gobierne informa de un modo u otro. Y sí, hoy en día informar significa hacer propaganda. Saludos y gracias por tu aportación.

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