Libro de notas

Edición LdN

En Opinión & Divulgación se publican artículos de colaboradores esporádicos y de temática variada.

Educación, autoridad y diálogo

Por Ricardo Moreno Castillo
“De la buena y la mala educación”, Los Libros del Lince, colección El rojo y el negro.
Fragmento publicado en LdN por cortesía de la editorial.

Eso de que 25 o 30 chicos de 12, 13, 14 o 15 años pensemos que pueden seguir estando una hora seguida quietos y callados en una aula, escuchando lo que les explica un señor que dice que lo sabe todo, ha pasado a la historia. Más bien tendríamos que ir aceptando que las cosas no son así, no tendrían que ser así. […]En algunas ocasiones —por ejemplo, en ‘tecnologías de la información’— no es tan extraño que los chicos que hay en un aula (de estas edades) sepan más que su profesor. Pues yo creo que una parte de la pérdida de respeto y de la autoridad proviene de esto. De este tipo de desequilibrios.

Ernest Maragall, consejero de Educación de la Generalitat (declaraciones en el programa de radio Minoría absoluta. La cita procede del artículo de Empar Moliner publicado en El País del 11 del 6 del 2007)

Se diversificó y multiplicó de manera tal que ningún académico puede abarcar todas las materias. Muchos maestros siguen convencidos de que deben saber de todo más que sus alumnos o incluso que los padres. Entonces, la enseñanza se identifica como una práctica autoritaria y verticalista si no adopta un modelo de diálogo y colaboración.

Mónica Pini (entrevistada por Juan Pablo Casas, en Clarín.com)

Marchesi es concienzudo con todo. Tiene un hijo, que vive en Brasil con su madre. Va a verlo cada dos meses, pero le llama por teléfono para tomarle la lección tres veces por semana. En su casa de Boadilla del Monte tiene un ejemplar en portugués de cada uno de los libros de texto que estudia el niño. “Papá, eres un pesado”, le dice a menudo, como repite el padre sin ocultar el orgullo.

Susana Pérez de Pablos (El País, 15-V-2008)



La desafortunadísima cita de Maragall habla del maestro que dice saberlo todo, y en la de Pini, del maestro convencido de que debe saberlo todo, ambas cosas como pertenecientes a un pasado que se ha de superar. Pero es un pasado que nunca ha tenido lugar, y si queremos mejorar la educación vale más no perder tiempo ni energías en dar lanzadas a moro muerto ni a luchar contra prejuicios que nunca han existido. El primer día que entré, a los veinticinco años, en un aula de primero de bachillerato, sabía perfectamente que el nivel de inglés de los alumnos, por bajo que fuera, era considerablemente más alto que el mío. A los quince días de curso, que los de segundo me sobrepasaban con creces en latín (y espero también, por pura conciencia profesional, sobrepasarían con creces en matemáticas al profesor de latín), y al cabo de un mes, que los de tercero me daban cien vueltas en física y química. Por no hablar de los que procedían de aldeas del interior, que mucho me podrían enseñar sobre labranza, o los hijos de marineros, de quienes también podría haber aprendido muchas cosas sobre artes de pesca. A todos ellos los escuchaba con gusto cuando hablaban de las labores de sus padres. Y por muy culto que sea un profesor, siempre habrá libros que alguno de sus alumnos haya leído y él no. No me he topado todavía con ningún docente, ni entre quienes me han dado clase ni entre mis actuales colegas, por chiflado que esté (y en este gremio hay tantos chiflados como pueda haber en cualquier otro), que diga saberlo todo o que crea que su deber es saber de todo más que sus alumnos. Ignoro a qué profesores se refieren el señor Maragall o la señora Pini. Los alumnos siempre han sabido de muchas cosas más que sus profesores. Esto no es una novedad introducida por las tecnologías de la información, como dice el primero, ni mucho menos es debido, como sostiene la segunda, a la multiplicación y diversificación de las materias, que es algo que viene ya de bastante lejos. Lo único que se debe exigir a quien tiene que enseñar es que de su materia sepa más, y bastante más, que aquellos a quienes tiene que enseñar. Por supuesto, siempre es deseable que sepa de más cosas, para así poder relacionar su materia con las otras, y porque es mejor ser una persona culta que no serlo, pero no por un afán de saber de todo más que sus discípulos. Sería una meta inalcanzable y además estúpida: quien ama de veras el estudio, estudia para saber más, no para saber más que otros.

Según la primera de las dos citas, parte de la pérdida de respeto y de la autoridad proviene de este tipo de desequilibrios. La falsedad es doble, y resulta alarmante que un responsable de política educativa como el señor Maragall no lo entienda. En primer lugar, porque el derecho a ser respetado alcanza a todos, independientemente de sus cualidades o capacitaciones personales, y el estar muy preparado en tecnologías de la información no es razón para decir groserías a quien no lo está. En segundo lugar, porque quien tiene una cierta autoridad la tiene por el lugar que ocupa, no porque en cuanto persona sea superior a sus semejantes, ni porque sepa de todo más que aquellos que deben acatarla. Cuando conducimos un coche, debemos respetar y obedecer a los policías de tráfico, lo primero porque son seres humanos, lo segundo porque en la carretera son la autoridad. Un agente de tráfico sabe menos de derecho que un ilustre juez al volante, y si además, el juez es muy leído, el policía será posiblemente más inculto que el jurista, pero aún así, en la carretera el policía es la autoridad, y el juez, por muy ilustre que sea, debe obedecer. A lo mejor da la casualidad de que el juez conoce al agente, porque en alguna ocasión ha comparecido delante de él en el tribunal, y tiene fundadas razones para pensar que es un impresentable, pero eso no cambia en absoluto la situación. El juez ha de acatar sus indicaciones, y si le parece muy frustrante tener que obedecer a quien considera más ignorante y peor persona que él, que se aguante, no hay otra solución. Ahora bien, si el juez está en su tribunal y comparece ante él un médico, ambos se han de respetar mutuamente en cuanto personas, pero la autoridad ¡qué le vamos a hacer! corresponde exclusivamente al juez. ¿Justificaríamos que el médico faltase al respeto al juez porque sabe menos medicina que él? Así fuese un juez joven y con poca experiencia, de un juzgado de primera instancia, y el médico un premio Nóbel de medicina, la cosa no cambia en absoluto, y a quien le toca examinar las pruebas y tomar las primeras disposiciones es al juez, no al médico. Todo esto es de sentido común, cualquiera lo suscribiría, pero cuando lo trasladamos al mundo académico, donde a mi juicio la cosa está tan clara como en otros ámbitos, empiezan las dudas, los titubeos y la preocupación por la corrección política.

La segunda cita termina sosteniendo que la enseñanza se identifica como una práctica autoritaria y verticalista si no adopta un modelo de diálogo y colaboración. No entiendo cómo se puede educar sin autoridad, y confieso que no veo clara la posición de la profesora Pini a lo largo de la entrevista de la cual procede el extracto. El tema del diálogo es muy interesante, porque uno de los objetivos de una buena educación ha de ser enseñar a dialogar. Pero dialogar no sólo consiste en no aferrarse fanáticamente a lo propia opinión, consiste también en unos modales, en escuchar cuando te hablan y argumentar sosegadamente cuando te escuchan. Una persona dialogante es, ante todo, una persona bien educada, y la meta de la educación no puede estar al principio. Aunque es importante aprender a dialogar, el diálogo en sí mismo no puede formar parte de la educación sino muy tangencialmente. Intentaremos argumentarlo a continuación.

Se dialoga con alguien cuando se pretende que haga algo que no tiene obligación de hacer. Dialogo con alguien si aspiro a que invierta dinero en un cierto negocio, o si quiero convencerle para que vote una determinada opción política. Pero cuando voy al médico, le explico mis síntomas y las razones por las cuales acudí a él, pero no dialogo para convencerle de que tiene la obligación de curarme. Si no quiere atenderme, le denuncio sin pérdida de tiempo. Y si tengo una gotera en casa, aviso amablemente a mi vecino de arriba para que arregle su tubería. Y si no lo hace, pues también le denuncio. ¿O voy a tener que dialogar con él explicándole lo molesto que es tener una gotera en casa? ¿Tendré que soportar la gotera hasta que a él le parezcan convincentes mis argumentos? También dialogan dos partidos que quieran llegar un acuerdo, y este diálogo desembocará, probablemente, en ciertas concesiones mutuas. Pero cuando se educa a un niño, se le imponen cosas que tiene obligación de hacer, por lo tanto sin ninguna concesión por parte del educador. Eso de decir si haces esto te doy un caramelo, es una manera de actuar deplorable, porque es entrar en un intercambio de concesiones en algo que no es una negociación. Si un niño se obstina en no aprender la tabla de multiplicar ¿sería razonable llegar a una situación consensuada entre el profesor y el alumno, y que sólo aprenda la tabla de multiplicar de los números pares, y así los dos han cedido un poco? No, es el niño quien ha de capitular, sin concesiones ni contrapartidas de ninguna clase, y aprenderse toda la tabla de multiplicar. Y si hace falta tomarle la lección tres veces por la semana, como muy bien hace don Álvaro Marchesi con su hijo, pues se le toma la lección tres veces por semana, por mucho que esto pueda ser una actitud autoritaria por parte del padre que le parece una pesadez al hijo. Hay que ver lo pragmáticos, realistas, y partidarios de los métodos tradicionales que se vuelven algunos cuando lo que está en juego es la educación de los propios hijos.

Es cierto que se debe explicar al niño que la necesidad de seguir un horario de comidas, de no abusar de los dulces, de hacer las tareas escolares y de aprenderse las lecciones no es un capricho del educador, sino algo bueno para él. Pero, lo entienda o no lo entienda, no hay más remedio que imponer un horario de comidas, prohibirle abusar de los dulces, obligarle a hacer las tareas escolares y tomarle las lecciones. Del mismo modo que explicamos al médico nuestras molestias, para que nos pueda atender y sepa que no hemos ido a la consulta porque sí, igual que le explico a mi vecino lo de mi gotera, para que sepa que mi pretensión de que cambie su tubería no es un capricho mío, pero una cosa es informar y explicar y otra dialogar. A unos conocidos míos les sucedió que no podían vivir tranquilos porque el niño del piso de arriba se dedicaba a jugar al balón en el pasillo. Avisaron a los padres, y éstos le dijeron que no había manera de convencer al niño para que dejara de hacerlo. ¿Cómo puede haber padres tan inconscientes? Al niño se le ha de hacer ver lo molesto que es su actuación para sus vecinos de abajo, pero después, lo entienda o no, se le ha de exigir que deje de jugar al balón en la casa. ¿O van a tener que soportar los vecinos esas molestias mientras el niño no encuentra concluyentes las razones del padre? Y si el niño sigue en su actitud, el padre le ha de quitar el balón de las manos, así, sin más contemplaciones. Hace un par de años unos jóvenes mataron a una indigente en un cajero. Seguro que antes hicieron gamberradas en el ámbito doméstico, porque nadie se estrena de gamberro con un asesinato. Si a tiempo les hubieran parado los pies, sin diálogos ni monsergas, ahora no estarían en manos de la justicia. Por no poner límites a tiempo, el primer límite con el que tropezaron fue la policía ¿Y van los policías a dialogar con ellos? Les dirán acaso: “¿Es que no sabéis que está muy feo eso de asesinar ancianitas? ¿No sois ya mayorcitos para ir matando indigentes?” No, educar a un niño no es llegar a un acuerdo de mutuas concesiones, es imponer unas normas y rutinas que el niño no siempre puede entender, pero que siempre debe acatar.

Enseñar a dialogar no tiene nada que ver con prescindir de la autoridad, ni con dejar que el educando se dedique a torear al educador poniendo permanentemente en cuestión sus indicaciones. No, es otra cosa muy distinta que intentaré aclarar con algunos ejemplos. En cierta ocasión, siendo director de un instituto, encontré a dos alumnos peleando en el pasillo. Los llevé a la dirección, no para dialogar con ellos, sino para obligarles a dialogar entre ellos delante de mí. La diferencia, me parece, es esencial. No me molesté en explicarles que está muy feo eso de pelearse (di por sentado que ya lo sabían, porque retrasados mentales no eran), les dije claramente que si no hacían las paces tomaría severas medidas. Afortunadamente, la cosa terminó con un apretón de manos y sin necesidad de ulteriores sanciones. Y eso es educar para el diálogo, enseñarles a solventar las diferencias civilizadamente, no montar un foro de discusión cada vez que se les manda estudiar algo o resolver unos ejercicios para convencerles de que deben hacer lo que se les ordena. Eso lo han de hacer sencillamente porque es su obligación, así de fácil, de simple y de sencillo. Y, por supuesto, no hace falta llegar a situaciones de violencia para enseñar a dialogar a los estudiantes. Si un alumno está en la pizarra haciendo un problema y otro interviene para decir que lo esta haciendo mal o que hay un camino más fácil, lo mejor que puede hacer el profesor es callarse, y dejar que la cuestión la discutan los dos estudiantes. Aunque vea claramente quién tiene razón, vale más que deje que lo averigüen hablando entre ellos. Ahora bien, si la polémica se prolonga tanto que los demás alumnos pierden el interés por ella, o se hace tarde y suena ya el timbre, entonces el profesor ha de intervenir para explicar quien de los dos está en lo cierto, o cual de los caminos propuestos para resolver el problema es el más idóneo. Mucha atención: el profesor interviene, no para dialogar, sino para todo lo contrario, para poner punto final a un diálogo porque ve que éste ya no puede dar más de sí. Lo mismo sucede cuando se comenta un texto en la clase de literatura o de filosofía. Si la discusión entre los estudiantes se anima y se hace de un modo correcto y civilizado, es mejor que el profesor participe lo menos posible (si acaso para enderezarla discretamente cuando alguien hace una intervención demasiado delirante), facilitando de este modo el diálogo entre los alumnos. Y esos ejercicios de diálogo son los que enseñan a dialogar, igual que los ejercicios de matemáticas enseñan matemáticas. Pero que el diálogo sea una de tantas cosas que se ha de aprender en la escuela no significa que sea la base del aprendizaje ni que el profesor tenga que hacer dejación de su autoridad.

Al educador que tenga reparos en ser autoritario hay que recordarle que hay chicos desnortados, educados sin pautas ni reglas, que acaban integrándose en las tribus urbanas buscando, precisamente, alguien a quien obedecer, unas normas que seguir. Hay un dicho muy repetido, en mi opinión rigurosamente falso, que afirma que al niño lo educa toda la tribu. Es falso porque nuestra sociedad es familiar, no tribal, y al niño lo han de educar en primer lugar los padres, en segundo los profesores, y si unos y otros tienen escrúpulos en ejercer la autoridad, entonces es cuando el niño busca, inevitablemente, el apoyo de una tribu.

Ricardo Moreno Castillo | 27 de enero de 2009

Comentarios

  1. Ana Lorenzo
    2009-01-27 10:51

    Siempre me ha gustado leer, desde que lo descubrí, el Panfleto Antipedagógico de Ricardo Moreno Castillo; creo que diagnostica muy bien las carencias del sistema educativo y que expone con claridad meridiana los argumentos en que se sustenta su teoría (y práctica) educativa.
    Me haré con el libro. Gracias por la reseña y el fragmento (especialmente bueno y claro, este fragmento; me sonaba parte de él y tenía entre mis bookmarks Responsabilidad del actual sistema educativo en la violencia en las aulas). Mi enhorabuena al autor, y al editor.
    Espero que su edición anime a los responsables de la educación en este país a leerlo.
    Un beso.


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