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Luna y Almacén. Cien años del nacimiento de Homero Manzi

por

(Conferencia en la Biblioteca Nacional del Uruguay con motivo del Homenaje a Homero Manzi: A cien años de su nacimiento, Montevideo, 1º de noviembre de 2007).

El año de la muerte de Homero Manzi es también el año de la muerte de Enrique Santos Discépolo. A pocos meses uno del otro, casi dentro de la misma muerte, Manzi escribe este poema, luego musicalizado por Aníbal Troilo, internado, agonizando. Vale como homenaje al otro poeta —Discépolo— el autor del tango Cambalache, poeta de preocupación social, por momentos pequeño burgués, escéptico, amargo, de parte del lírico Homero Manzi, por contemplativo, por evocador, por poeta de baldíos románticos y de ciudades en expansión indiferente, por poeta social también, con la consigna del pueblo como fuente y destino. Homenaje al fin, guarda el tono del homenajeado más que el propio.

Sobre el mármol helado migas de desayuno
y una mujer absurda que come en un rincón
tu musa está llorando y ella se desayuna
el alba no perdona no tiene corazón.
Al fin ¿quién es culpable de la vida grotesca
y del alma manchada con sangre de carmín?
Mejor es que salgamos antes de que amanezca
antes de que lloremos viejo Discepolín.
Conozco de tu largo aburrimiento
y comprendo lo que cuesta ser feliz
y al son de cada tango te presiento
con tu talento enorme y tu nariz.
La gente se te arrima con su montón de penas
y tú las acaricias casi con un temblor
te duele como propia la cicatriz ajena
aquél no tuvo suerte y ésta no tuvo amor.
La pista se ha poblado al ruido de la orquesta
se abrazan bajo el foco muñecos de aserrín
¿No ves que están bailando no ves que están de fiesta
Vamos que todo duele, viejo Discepolín.

Alejandrinos y endecasílabos del arrabal para imaginar otra cultura desde otra cultura.
Imaginemos una noche de domingo por los años 40. Tiene que ser temprano porque al otro día se trabaja y la mayoría de los que van a bailar son trabajadores de clase baja y media baja; lo que se podría denominar gente de barrio. Imaginemos un club, una milonga como dicen en Buenos Aires, imaginemos su escenografía bajo techo o al aire libre.

Banderines de papel de colores, bombitas colgadas de un cable muy precario, tratan de resaltar un palco más precario todavía para nuestros ojos acostumbrados a los premios internacionales de música, a los recitales gigantes, al desenfreno tecnológico amplificado.

Podemos imaginar un micrófono de esos que ahora se emplean para dar un toque romántico —falocentrista— a los bailes exóticos de las bellas rubias de MTV.

Los ojos que observan el espectáculo también pueden ser imaginados. Los ojos de mi padre y los de mi madre seguramente estaban allí. Ojos asombrados que custodiaban con admiración a uno de los cantores de la orquesta, el guerrero o el romántico, y a la orquesta, más o menos integrada como sexteto ampliado. A veces una orquesta grande, con toda la barba, 4 bandoneones, 4 violines, un chelo, un contrabajo y el piano. Si el cantor era afamado o estaba de vuelta, ambas posibilidades se daban como ecuaciones equivalentes, podía estar acompañado de guitarras.
Carlos Roldán cantando en el club Dryco de la avenida San Martín y Bella Vista, en el barrio del Reducto, luego de su pasaje por las orquestas de Canaro y Racciatti.
Y el tango.

Y en el tango las letras. Y en las letras los personajes y los escenarios. Todo se fraguaba allí, en ese club de barrio un domingo de noche. Ese todo —escenario, música, cantor, letras— discurría desde un pasado gauchesco; la vieja narrativa en verso en donde doctores cantaban y contaban las penurias del gaucho extinto como forma de protesta por un país perdido; tenía una voz inmigrante, nostálgica, a la sordina y a media lengua, que añora la patria perdida y que se ha establecido con su manualidad en las orillas de las ciudades del nuevo mundo; llevaba a los negros que le dan ritmo y danza y nombre al género y la suma sublimada de estas tres partes mezcladas en las patrias de la segunda mitad del siglo XIX con los criollos, carreteros, hombres de siete oficios, compadres, chinas cuarteleras, agregados a las orillas como futuros votantes, parias del campo, evocadores eternos.

Cuando esta forma social y musical se mezcle con los primeros bardos semicultos y semianalfabetos de la prensa popular de la época, nacerá un nombre: el proto-poeta del tango, el que incorpora el lunfardo a las futuras letras sin saberlo, Evaristo Carriego, y desde allí la fragua poética desarrollará un movimiento cultural y popular que, unido a la danza y a la bella música, dará poetas ilustres, Pascual Contursi, Celedonio Esteban Fliores, José González Castillo y un largo etcétera. Los temas están: el abandono, sea de mujer o de patria; el conventillo y el barrio; el mundo del hampa re significado por medio del lunfardo; ciertos valores esenciales; coraje, recuerdo orgulloso de los orígenes, lealtad.

Desde ese fondo proteico la joven poética se encaminó ineluctablemente hacia un estado de sublimación utilizando un bagaje cultural preciso que le permitió dar un paso más sin perder la raíz, la fuente, el origen. Se necesitaba de un nuevo mestizaje. La ciudad había crecido, esas masas se convertían en electores, la enseñanza se volvía, lentamente, masiva.

Un nuevo mestizaje que permitiera que los ojos asombrados del público en ese club imaginario un domingo por la noche, se reconocieran en una letra de aparente e imposible captación, plagada de recursos técnicos pertenecientes a la gran literatura, una letra culta, en definitiva poética, que sin embargo dijera de ellos lo esencial, lo perdurable, lo humano. Esa empatía de alta cultura y gente humilde es, ciertamente, un fenómeno revolucionario. Reconocerse en la alta cultura es un fenómeno revolucionario. Integrarse a la gran literatura lírica manteniendo la raíz popular de donde proviene toda cultura, es un fenómeno revolucionario y corajudo. Evitar la demagogia de la falsa tolerancia, del facilismo de darle rango cultural a casi todo, es un acto revolucionario.
El hombre que realizó la segunda fundación de ese mestizaje poético que permitió una conexión entre pueblo y alta cultura, desde el llano, sin pedanterías ni esnobismos, con rigor y talento y sensibilidad, se llamó Homero Manzi.

Quizá su condición de provinciano, había nacido un 1º de noviembre de 1907 en Añatuya, Santiago del Estero, como Homero Nicolás Manzione Prestera, le permitió ser un hombre de dos mundos.
Quizá sus lecturas de otro provinciano, Carriego, le dieron un criterio de inserción y de necesidad de superación poética de ese mundo olvidado pero esencial y latente.

Quizá su temprana inserción en el barrio de Boedo a los 10 u 11 años, su casual vecindad con Ovidio Catulo González Castillo, devenido con el tiempo en Cátulo Castillo poeta de excelencia él también, y su relación con el padre anarquista de éste, José González Castillo, le hicieron reconocer la necesidad de la participación política que redundará en el año 1935 con la fundación del grupo FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) para renovar al radicalsimo y con la cárcel antes, cuando el golpe de Uriburu contra Hipólito Irigoyen en el 30.

Quizás el descubrimiento de la figura del caudillo radical le hizo reconocer sus propias raíces de vecino afincado sin participación en el gobierno de un país que le pertenecía, a él y a otros millones, sólo en los papeles.

Quizá por eso su adhesión al peronismo, su necesidad de hacer guiones de películas que retrataran a ese país y a esa historia fuera de las páginas de la revista Billiken.

Quizá por eso mismo la literatura y en especial la poesía, con sus enumeraciones precisas en su imprecisión, con sus preguntas retóricas a un paisaje desvaído y muerto, con su poder evocativo y elegíaco, quizá por todo eso, la poesía fue su medio.
Dentro de la vastísima actividad de Manzi en sus casi 44 años de vida, muere el 3 de mayo de 1951, se pueden enunciar a modo de inventario frágil y torpe y poco frecuentado por estos tiempos, a las glosas, subgénero inventado por Enrique González Tuñón, en su libro Tangos de 1926, que desafiaba al lector comentando, glosando, un texto que previamente el lector conocía. Manzi escribió glosas pero las superó haciendo de ellas un arte poética del suburbio, su arte poética personal.

En la contratapa de la edición de su poema Barrio de Tango, de 1942, escribe que el colegio Luppi al que había concurrido entre 1914 y 1917: “se alzaba, materialmente, entre pantanos, baldíos bajos, terraplenes y montones de basura o desperdicio industrial. Ese paisaje de montones de hojalata, cercos de cinacina, casuchas de madera, lagunas oscuras, veredones desparejos, terraplenes cercanos, trenes cruzando las tardes, faroles rojos y señales verdes, tenía su poesía.”

Desde ese fondo industrial y ciudadano, nacerán todas sus poesías. Del descarte social, de lo que nadie quiere, el poeta hará brotar poesía y la devolverá a la gente más humilde como entraña y pertenencia.

Dicen que fue durante una conversación con Arturo Jauretche, poeta, ensayista y político, donde Manzi planteó su famosa disyuntiva: ser un hombre de letras o escribir letras para los hombres. De la primera opción existen ejemplos sobrados aunque algo desconocidos. De la segunda opción es necesario elegir, teniendo en cuenta que hablamos de una actitud deliberada de comunicar y comunicarse con el prójimo y de una multitud de textos poéticos hechos letra y canción o canción de texto, una entidad que soporta la lectura sin necesidad de la música y que unida a ésta, se multiplica hasta el infinito con el simple transcurso del tiempo.

La elección es ardua, pero creemos que Sur del año 1948 con música de Aníbal Troilo, estrenado por Nelly Omar y con versiones inolvidables de Edmundo Rivero y de Julio Sosa; así como “El Último Organito”:http://www.todotango.com/spanish/biblioteca/letras/letra.asp?idletra=276 de 1949, con música de su hijo Acho, con una versión casi taxativa de Edmundo Rivero, son ejemplo suficiente.

Ambos poemas poseen elementos comunes: son poemas de la enfermedad terminal del poeta y de alguna manera dulces elegías de despedida y por ese motivo, además de mostrar una madurez poética indiscutible, se erigen como poemas de liberación de obsesiones, de cifras, de guiñadas, de códigos y de lecturas omnipresentes, son poemas de consumación. Poemas que permiten que un público común gozara de los avatares de su propia vida vuelta poema. También son poemas de la participación.

Sur es un poema de enumeraciones. San Juan y Boedo antiguo, que aluden a Nueva Pompeya aunque el cruce mencionado se encuentre en el barrio de Boedo, misterio poético que resuelve la evocación misma. Se evoca desde ese lugar otro lugar, que es un cielo perdido o casi lo mismo, todo el cielo, hipérbole que sume en la desmesura, desmesura que las enumeraciones aumentan con su argucia de decir mucho sin decir nada en especial, salvo un episodio de amor anónimo, encuadrado en un espacio escenográfico común: mi amor, tu ventana. Y antes, Sur paredón y después, la luz de almacén, veredas, zanjones, la esquina del herrero barro y pampa, herrería que existió y que pertenecía a un tal Musladino y que quedaba en otra esquina que Manzi inmortalizó, Centenera y Tabaré, en otro tango, Manoblanca, en el temprano 1926. Todo un ciclo que se cierra ante la muerte. Un tango que obliga a cantar los puntos suspensivos que en el poema significan la perduración de un mundo que sólo vive en la poesía. Y eso también es Homero, y en este caso me refiero al homónimo, al aeda griego. Sur es un poema de puntos suspensivos y de enumeraciones, está dicho, pero es también un poema de despedida mortecina, una letra que asume el dolor de la pérdida convocando y nombrando. Y al nombrar crea, genera, deifica.
El Último Organito, es de alguna manera lo contrario. En lo que dura el pasaje del organito y del organillero moliendo tangos, en ese lapso, en tiempo real, se produce la despedida, total, definitiva de un mundo. Y con ese mundo los personajes, que sin embargo y paradójicamente siendo evocados como formas extintas de un mundo, del mundo de un pueblo, viven, reviven, como carnadura del duermevela en que el poeta recuerda. Las novias encerradas, que saludarán la ausencia, la empatía en el dolor. Poema de homenajes a sus maestros, Carriego y González Castillo: un caballo flaco, un rengo y un monito, un coro de muchachas vestidas de percal, casi una formación trágica griega. El elemento evocador es el organito, de ruedas embarradas, símil del tango nacido en el suburbio, el desclasado con vocación de altura, casi una imagen de la poesía que pudo deberse a Baudelaire. Y la vecina muerta que se cansó de amar, el valor brutal de lo implícito, la vieja reticencia que connota más de lo que dice y que si se describiera con precisión sería de una torpeza poética indigna del poeta que Manzi fue. Y nuevamente la utilización de recursos literarios como esa anáfora del ciego que fuma persistentemente en el umbral. Ciego que proviene de Carriego, pero que se ha mutado. Mientras en el poema de Carriego el ciego al paso del organito llora, en el poema de Manzi, fuma y espera. Ha dejado de llorar, está solo, espera, pero ve con los ojos del alma un porvenir que no lo ha vencido.

Homero Manzi supo esperar su muerte y la hizo texto. La poesía en la vida, hecha vida y arte, y vuelta poesía y arte y vida.

Puedo cerrar los ojos
lejos de las pequeñas sonrisas que conozco
escuchando estos ruidos recién llegados
viendo estas caras nuevas
como si de pronto
los mil lentes de la locura
me trasladaran a un planeta ignorado
Estoy lleno de voces y de colores
que juraron acompañarme hasta la muerte
como amantes resignadas al breve paso de mi eternidad
Sé que hay recuerdos que querrán
abandonarme solo cuando mi cuerpo
hinche un hormiguero sobre la tierra
sé que hay lágrimas
largamente preparadas para mi ausencia
sé que mi nombre resonará en oídos queridos
con la perfección de una imagen
y también sé que a veces dejará de ser un nombre
y será sólo un par de palabras sin sentido
Estoy lleno de voces y de colores
unas veces recogidos en el sonambulismo de la noche
otras inventados tras mi propia soledad
Con ellos se integrará un cortejo final de despedida
se cambiarán en lágrimas y palabras piadosas

Pero, en medio de lo que todavía no he podido amar
evoco a los marinos encerrados en las paredes altas de la tormenta
A los soldados caídos sobre yerbas lejanas
A los peregrinos que duermen bajo la sombra de árboles innominados
A los niños que yacen contemplando el yeso de los hospitales
Y a los desesperados
que entregan el último gesto
frente al paisaje final e instantáneo
de la demencia.

Álvaro Ojeda | 06 de noviembre de 2007

Comentarios

  1. Ana Lorenzo
    2007-11-06 11:51

    Gracias por el texto, por las referencias y por esas maravillosas poesías.
    Un beso.


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