En Opinión & Divulgación se publican artículos de colaboradores esporádicos y de temática variada.
Álvaro Ojeda
A 70 años del libro «Las nubes»
Entre el 11 y el 13 de mayo de 1937 el poeta sevillano Luis Cernuda, nacido el 21 de setiembre de 1902, escribe un poema que es el inicio de un libro y el fin de una esperanza.
El poema será bautizado como Elegía a la luna de España pero no se lo conocerá con ese título. Inauguraba sin saberlo, un volumen de poemas que le debía, al menos en su denominación final, mucho a Baudelaire, mucho a la vida trashumante del poeta (emancipado de edad a la muerte de su padre en 1920, se había graduado en derecho en Sevilla, había vivido y trabajado en Madrid y en Toulouse) y casi todo a la guerra civil española.
Cernuda, que el año anterior había publicado la primera edición de La realidad y el deseo, reuniendo su poesía desde el primigenio a la vez que purista y surrealista Perfil del aire de 1927 hasta el becqueriano Donde habite el olvido, escribe mirando al cielo. Escribe mientras lee a Leopardi, prestando servicio en las milicias voluntarias republicanas en las sierras del Guadarrama. Escribe luego del largo invierno del Madrid sitiado. Escribe mirando al cielo, un cielo que se aleja de lo que creyó posible cuando se embarcó, durante 1934, en las Misiones Pedagógicas con que la República, recién estrenada, pretendió roer el hueso de la ignorancia de la España de sacristía y cerril gravedad militar.
El señorito pequeño burgués que usaba monóculo, que lucía en 1928 al decir de Vicente Aleixandre: “silencioso, enlutado, frío” pasa en ese año terrible de1937, por el último sendero que la esperanza le deja. Pasa mientras mira las nubes de España como fuga de Dios.
El brindis del asesinado
«No vengo yo en este momento a esta mesa como amigo de Luis Cernuda, ni amigo vuestro ni a ofrecer este banquete para cumplir un rito gastado ya en tantas farsas con discursos decorados con envidias cubiertas de veneno y lágrimas de cocodrilo. Yo vengo para saludar con respeto y entusiasmo a mi ‘capillita’ de poetas, quizás la mejor capilla de poetas de Europa, y lanzar un vítor de fe en honor del gran poeta del misterio, delicadísimo poeta Luis Cernuda, para quien hay que hacer otra vez desde el siglo XVII, la palabra divino, y a quien hay que entregar otra vez agua, junco y penumbra, para su increíble cisne renovado.»
Palabras de Federico García Lorca en abril de 1936 saludando la publicación de La realidad y el deseo. Sería la última vez que Cernuda lo vería con vida. El poeta respondió gravemente a su amigo, escribiendo entre el 19 y el 23 de abril de 1937 el texto A un poeta muerto (F.G.L.) segundo poema del libro Las nubes.
La forma utilizada es la de la elegía clásica, con estrofas que agrupan de 7 a 11 versos, de diferente métrica, como quien entrecorta el llanto y compone un algo diferente al dolor que es motivo, nunca fin en sí mismo. Ese dolor por el amigo desaparecido se transformará en Cernuda en alegoría del destierro de la belleza, de la verdad, de la bondad en un mundo enajenado a la muerte.
«Así como en la rama nunca vemos
la clara flor abrirse
entre un pueblo hosco y duro
no brilla hermosamente
el fresco y alto ornato de la vida
por eso te mataron porque eras
verdor en nuestra tierra árida
y azul en nuestro oscuro aire.»
La mención al asesinato no requería detalles, la causa es abordada con sobria fineza y cierta serenidad escéptica que no disminuye la culpa colectiva y el dolor individual. El tono del poema oscila entre la resignación y un cierta didáctica de la función del poeta, las palabras iniciales, así como, son nexos de un símil desesperado, la ferocidad crece allí, como una larva cruel. Han asesinado a Federico, asesinarán a España y en España a los poetas y en ellos a la poesía y en ella su tarea de altura. No hay salida. Cernuda suena más profético en este aquí y ahora uruguayo.
«Leve es la parte de la vida
que como dioses rescatan los poetas
el odio y destrucción perduran siempre
sordamente en la entraña
toda hiel sempiterna del español terrible
que acecha lo cimero
con su piedra en la mano.»
¿Ha cambiado este sino del hombre español, del hombre a secas, cuando se pide eficiencia de mercadeo a la literatura en general y a la poesía en particular?
Deja el sevillano otro hito en la elegía, afirma el amor homosexual que Lorca y Cernuda profesaron, el uranismo lo llamará más tarde con gallardía astronómica, derivando de la Musa Urania el desalojo del afecto que sufrió en aquellos mundos y en aquellos tiempos. La elegía se cierra con una advertencia de desdicha, como una plomada que cae en el fondo barroso que el hombre como instrumento de Dios destina al poeta: “Con su propia grandeza nos advierte/ de alguna mente creadora inmensa/ que concibe al poeta cual lengua de su gloria/ y luego le consuela a través de la muerte.” ¿Lo que a Cernuda esperaba o lo que Dios permite?
El sevillano gravemente acusa desde su oscura identidad de poeta. Nunca fue un hombre popular. No era posible.
Dios, los niños muertos, Sansueña
A medida que el texto y su vida avanzan, Cernuda despliega una poesía más densa, más sombría, más alegórica. Cernuda, que siempre fue un poeta autobiográfico, se rodea de su propia desilusión soñando un poco todavía.
El sufrimiento de los niños durante la guerra civil, la comprensión cariñosa del poeta según atestigua Concha Méndez, la esposa del escritor Manuel Altolaguirre, en el trato amoroso que mantenía con las hijas del matrimonio, tan extraño en el siempre distante sevillano, se hace sutileza dolorosa y culpa colectiva en el poema Niños muertos. Es que en Las nubes reaparecen las obsesiones de Cernuda por los muros (límite a la vez que resguardo) la visita del poeta al mundo de ultratumba suavizada por un tratamiento amoroso, casi paternal, que enfatiza el cobijo que ofrece la palabra, una palabra confidente.
«Volviste la cabeza contra el muro
con el gesto de un niño que temiese
mostrar fragilidad en su deseo
Y te cubrió la eterna sombra larga
Profundamente duermes. Más escucha: Yo quiero estar contigo, no estás solo.»
A partir de este texto sólo queda Dios como refugio, posibilidad o pasaje. A ese aroma que deja el recreo de Dios entre los hombres alude el monumental poema La visita de Dios, que junto a Lázaro, anuncian a un Cernuda descriptivo, casi prosaico, de encabalgamientos rupturistas, reflejos de una protesta airada, muda, triste. Es el mismo Cernuda español tocado por la poesía inglesa, por Keats, por T.S.Eliot.
«No golpees airado mi cuerpo con tu rayo:
si el amor no eres tú, ¿quién lo será en el mundo?»
Pregunta el poeta con un dejo de salmo bíblico, para rendirse ante la evidencia de la necesidad de un Dios, más como deseo que como realidad:
«La hermosura, la verdad, la justicia
cuyo afán imposible
tú sólo eras capaz de infundir en nosotros
si ellas murieran hoy, de la memoria tú te borrarías
como un sueño remoto de los hombres que fueron.»
En ese país de resacas que inventó Luis Cernuda, y que llamó Sansueña, nacido de una guerra atroz que España y occidente no merecían o tal vez sí, por indolencia, indiferencia o asco hacia su prójimo, nace el gran profeta de la sombría humanidad que acecha en el futuro. El poeta que viajó desde un dandismo exótico hacia la insularidad del hombre libre frente al fascismo siempre alerta, siempre disfrazado, siempre disforme. El poeta que advierte aferrándose a las nubes que pasan y que pasando animan, fugándose en los ojos.
«Por el cielo, dejando sobre vivos y muertos
fluir la paz oscura de algún edén remoto
Aquí acaba el poema. Podéis reír, marcharos
su fábula fue escrita como la flor se abre.»
La fineza, la simplicidad sombría de la fineza, la poesía intacta, la compasión sin límites frente al dolor humano palpita desde hace 70 años.
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Publicado en el Semanario Brecha, Montevideo, 4 de mayo de 2007.