El 11 de cada mes es la cita con la historia, o mejor, con sus máscaras. Tal como Jorge III observa al pequeño Napoleón en la ilustración de la cabecera, Julio Tovar —cuya única religión es el culto a Clío— , cogerá su microscopio para radiografiar el pasado, capa por capa, y diagnosticar los cambios en esos bichillos tan entrañables llamados hombres.
“La restauración me recuerda a esa frase de un escritor francés sobre el II Imperio: “Falsa política, falso imperio y falsas mujeres””
Pío Baroja
Si existe una imagen que represente de manera fidedigna la ideología de la transición, la cual tuvo una rapidísima hagiografía, no es otra que la estatua de Leopoldo Panero –poeta del régimen- cubierto con una lona en las imágenes iniciales de El Desencanto (1976).
El pacto transicional, tal como describió André-Bazzana, fue interpretado por las distintas facciones con distintos significados porque ninguno quería enfrentarse la realidad: la damnatio memoriae de su propia ideología.
Esto fue, en principio, el motor del mitificado consenso, y que llega a los textos actuales con párrafos como este: “El éxito inequívoco, sorprendente, y relativamente rápido de la transición…”. (Revista Ayer, 1994) ¿El autor? José Casanova, en un artículo retrospectivo que dice absolutamente todo con los tres adjetivos de la primera frase sobre lo que viene. Otro texto, más interesante como prueba de este desplazamiento al mito, está escrito por Javier Tusell: “…inauguró nuestra actualidad y lo hizo de un modo ejemplar para buena parte del mundo” (Historia 16 –Transición-, 1997)
Dos democristianos colaboracionistas con el proceso como fuentes “autorizadas”: comienza la sospecha para el historiador crítico. Ésta se confirma de manera clara cuando se conoce la militancia de Tusell de UCD en los años 70: la imparcialidad de Cánovas, volviendo a Baroja, hablando de la restauración.
Este artículo no pretende, en principio, establecer una tesis precisa sobre la transición como derrota democrática o falso juego de máscaras; más bien, pretende desarrollar la cita inicial de Baroja en lo que podría considerarse “una segunda restauración” explicitando tres simples mentiras en tres ámbitos: el político, el internacional, y el social.
Falsa política
García-Trevijano, eterno resistente al mito transicional, nos volvía a recordar hace poco en La Fiera literaria las faltas evidentes en la legislación del periodo (la no convocatoria de Cortes Constituyentes, la exclusión de los partidos radicales en las primeras elecciones…, etc.), pero lo esencial es cómo las acciones de los protagonistas del tiempo pasan a ser juzgadas por sus fines, más que con sus actos… cuando los fines no eran precisamente los que sucedieron.
El caso más paradigmático en cuanto a las mentiras, ya enormes en su tiempo y disfrazadas siempre por el descomunal aparato propagandístico de Rafael Ansón en TVE (Cabús, 2001, pág. 144), es el del Rey de España, Juan Carlos I.
El llamado, en cientos de “santorales” de la transición, “rey de todos los españoles”, suele comenzar su mito democrático con el discurso del 22 de noviembre de 1975. Considerado como “progresista” por Paul Preston, que en otras obras condena discursos parecidos de Alfonso XIII como dictatoriales, no ve en este texto un juego de equilibrio que dista mucho de la mitología posterior:
“Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional (…) deseo ser capaz de actuar como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia. […]”
(VVAA, [La dictadura franquista], 1997, pp. 393 – 396)
Su poder “moderador” como reactualización del concepto de “la España real” que solía invocar Alfonso XIII. Pero el texto fundamental que establece la actuación del Rey en el tiempo, casi el único documento oficial que nos queda de la “política de cafés” —ese estilo característico de Suárez—, es una carta al Shah de Persia para el 4 de julio de 1977:
“Desde aquel momento prometí solemnemente seguir el camino de la democracia, esforzándome siempre en ir un paso por delante de los acontecimientos a fin de prevenir una situación como la de Portugal que podría resultar aún más nefasta en este país mío. La legalización de diversos partidos políticos les permitió participar libremente en la campaña (electoral), elaborar su estrategia y emplear los medios de comunicación para su propaganda y la presentación de la imagen de sus líderes (…)”
El pánico a la “revolución de los claveles”, prácticamente imposible en un país con un ejército hermético a los movimientos progresistas hasta bien entrados los 80, y su invocación a la democracia recogen toda la ideología de la historia transicional, y serviría de manera precisa para cualquier recopilación anual de estos textos instigada por Victoria Prego.
Ahora bien, la realidad devastadora viene avanzando la carta:
“Entretanto, el presidente Suárez, a quién yo confié firmemente la responsabilidad del gobierno, pudo participar en la campaña electoral sólo en los últimos ocho días, privado de las ventajas y oportunidades que expliqué ya anteriormente, y de las que se pudieron beneficiar los otros partidos políticos. (…) Al mismo tiempo, sin embargo, el partido socialista obtuvo un porcentaje de votos más alto de lo esperado, lo que supone una seria amenaza para la seguridad del país y para la estabilidad de la monarquía, ya que fuentes fidedignas me han informado que su partido es marxista.”
(Adasollah, 1991, pp. 552 – 554)
Estos párrafos son la constatación evidente de la parcialidad del Rey con el poder constituido, que basó en limitar de manera implícita cualquier elemento de, primero, disolución política —marxismo— y, lo que es más grave, casi la política de los gobiernos isabelinos en España, hacer de un partido el principal apoyo de su forma de estado.
Por supuesto, y esto no lo han visto todos los comentaristas de esta carta, el Rey exagera: con la televisión fuertemente controlada y la prensa jugando al posibilismo (apenas una variación de 10 a 11 diarios de 1943 a 1970 en Madrid…), los resultados de las Cortes que hicieron la Constitución no fueron excesivos para su proyecto político: 34.44% frente a un 29.32% del PSOE. Estas elecciones, además, derrumbaron por completo el falso mito del partido comunista —que se descubrió minoría de intelectuales; algo que sabían ya todos los altos funcionarios del postfranquismo— y cualquier esperanza a la derecha bunkeriana —igualada, no por casualidad, al comunismo—.
La confirmación está, claro, al final de la carta donde el Rey actúa como intermediario pidiendo una donación de 10.000.000 de dólares al Shah de Persia para la recién constituida UCD. La razón: “…que Adolfo Suárez reestructure y consolide la coalición política centrista, creando un partido político para él mismo que sirva de soporte a la monarquía y a la estabilidad de España”.
Fue un ejemplo paradigmático de “falsa política”, que invocaba de cara a la opinión pública el carácter moderador del Rey, pero ponía simplemente las limitaciones básicas de transformación: no ha lugar a la República —“soporte a la monarquía…”— ni al marxismo. De ahí que el Rey fuera, literalmente, un intermediario de UCD, el partido “juancarlista”.
La nota final, irónica, es el párrafo donde el Rey recomienda a su “amigo personal Alexis Mardas*” al Sha de Persia. El personaje a todos aquellos que conocemos el pop británico de los 60 nos es familiar: es el “gurú tecnológico” de *John Lennon de 1967 hasta entrados de los 70. Después de estafar a los propios Beatles con un curioso estudio de grabación en Apple, Mardas, a través del depuesto Rey Griego Constantino II, contactó con el Rey de España y otros jefes de estado para vender un nuevo tipo de coche contra atentados de cualquier tipo.
El miedo como motor del periodo, en definitiva, tanto en la figura de Juan Carlos I como los diputados de extrema izquierda: resultado inequívoco de cuarenta años de dictadura.
Falso Imperio
Espadas Burgos nos avisa en su prólogo a su seminal libro sobre el advenimiento de la Restauración de lo falible que resulta historiar un país o una política sólo en términos nacionales, sin integrarse en la realidad internacional. Es Huntington el primerp en establecer una “tercera oleada democratizadora” con referencias al caso español, estableciendo el precedente económico del turismo como “primera integración económica de España en Europa”. Pero esa política internacional que seguiría un triángulo de tres lados: Europa, EEUU y los países petroleros, oculta de manera deliberada el falso Imperio: la rendición absoluta de España con el Sahara como territorio de soberanía.
Con presencia desde 1885, el territorio había sido de soberanía hispana y le correspondía su administración y explotación. La independencia de Marruecos, en la década de los 50, va a reavivar el interés por el territorio de otras potencias, dirimiéndose de los 60 a los 70. La aparición del nacionalismo saharaui, comandado por el Frente Polisario, llevará a lucha implícita, fuertemente censurada en la prensa preconstitucional, pero constante.
Del año 74 al 75 comienza la partida entre las potencias sobre el territorio, debido a la larga enfermedad del dictador y la ambivalencia de Juan Carlos I como regente. En medio de estas tensiones, y con España jugando la carta de la ONU (establecida con la resolución 3458B del 10 de diciembre, que reconocía la autodeterminación de los saharauis), Hassan II hará su jugada maestra: la marcha verde. Iniciada a inicios de noviembre de 1975, con el dictador agonizando, fue una fantástica creación propagandística que escondía una ocupación militar de facto del norte saharaui. El ejército español, que conocía las intenciones marroquíes desde octubre, minó el territorio para que no llegaran a la capital, El Alauín.
Lo fundamental, además de la crisis institucional del franquismo, era intentar establecer el compromiso de un poder occidental que pudiera frenar la avanzadilla inminente. Fue en vano: ni Kissinger ni Giscard D’Estaing se comprometieron a presionar a Marruecos.
El discurso del 2 de noviembre de Juan Carlos, todavía Príncipe de España, es de facto la mentira absoluta de quién sabía por perdido el territorio:
“España cumplirá sus compromisos y tratará de mantener la paz (…) No se debe poner en peligro vida humana alguna, cuando se ofrecen soluciones justas y desinteresadas y se busca con afán la cooperación y entendimiento entre los pueblos. Deseamos proteger también los legítimos derechos de la población civil saharaui, ya que nuestra misión en el mundo y en nuestra historia nos lo exigen.”
(Segura, 1994, pág. 255)
“Los legítimos derechos de la población civil saharaui” fueron olvidados en el Acuerdo Tripartito de Madrid (14 de noviembre de 1975). Y la anexión del territorio por parte de Marruecos y Mauritania se hizo de facto a lo largo de las siguientes décadas.
Falsas mujeres
Fue Luis Carandell en una entrevista con Raúl Minchinela el que definió de manera muy precisa, irónica claro, a la “explosión democrática”: “gente que eran (…) más modernos de lo que podían ser”. En este punto nos interesa más el tema femenino y la moral implícita; en aquellos tiempos donde se invocaba en las revistas de izquierdas y en los seminarios radicales la emancipación de la mujer.
Pero la realidad mayoritaria era otra: La revista femenina más vendida en el 1970 – 71 es el Hola con una tirada de 504.534 (Nielfa, 2003, pág. 98). Todas ellas presentan la vida social femenina en base al varón y el diálogo con él, además de ser representantes directos de una cosmovisión conservadora y burguesa del comportamiento femenino. El cambio laboral, todavía incipiente, tendrá que darse ya en la década de los 80.
Vamos a centrarnos en un caso específico, individual, significativo por su conexión y repercusión social en el tiempo, y es la relación entre Francisco Umbral y Ana Belén. El columnista de El País, el escritor más leído de la Transición a través de sus “spleen de Madrid”, tenía a la joven de Lavapiés como musa progre, “chica progre” en la sección humorística de Hermano Lobo, del imaginario colectivo de izquierdas.
Escribe sobre ella en Triunfo (1981):_ “(…) Ana se salva muy naturalmente (…) de esa otra cosificación: ni la aristocracia del Hola, ni la aristocracia de la cultura (…)”._ Su currículo de cara a la opinión pública de izquierdas es intachable: boda civil en Gibraltar con Víctor Manuel —1972— y participación con los directores más escorados del cine español.
Pero todo ello parece una fachada: Umbral cita varias veces la “legalidad” de Ana y su compromiso marital. En los tiempos de Beauvoir y el segundo sexo, la cosa vuelve a ser sospechosa para el investigador social: ¿cuándo se podrá desvelar esta mentira?
Ya en los 90: la actriz llama a un encuentro fortuito con el literato. Éste se saldrá no con la satisfacción del deseo, sino con la “sugerencia” de que mencione Umbral un concierto de Víctor Manuel en su columna. El “ser de lejanías”, como él mismo se definió, se vengó contando la historia de manera precisa en uno de sus múltiples libros memorísticos de los 90.
Ana Belén describió su único encuentro de este modo:
“Coincidimos algunas veces en actos, estrenos, manifestaciones, y ahí nos saludábamos y hablábamos brevemente, hasta que un día me propuso quedar a comer él y yo. Fue la comida de dos tímidos. Me citó en La Tortuga, un restaurante muy chiquito y acogedor, y todos los comensales empezaron a mirarnos con curiosidad. «¿Te imaginas lo que estarán pensando de nosotros?», dijo, sonriendo.”
( El Mundo, 14 – 12 – 2007)
Pero Umbral nunca supo lo que ella pensaba: cherchez la femme!
Lo que no acaba de morir…
Estos tres ámbitos de análisis son ejemplares del grado de mentira que alcanzó la opinión pública. Se mentía sobre la democracia, sobre la política internacional, y las relaciones sociales estaban marcadas por la más absoluta de las mentiras. ¿Y entonces? ¿Dónde está esa época marcada por la emancipación, las esperanzas y la fraternidad?
Lo cierto es que el dispositivo que fue la CT, la Cultura de la Transición como la define de manera aguda Guillem Martínez, es ante todo un mito; un mito defendido por el Estado en cientos de creaciones culturales con el objeto de legitimar un status quo que con la lupa actual resulta una trampa mixtificadora. El resultado último y devastador para la historiografía es decenas de libros sobre la Transición que bien podrían ser considerados como “ciencia ficción”.
En las monografías habituales, en los estudios universitarios, la transición es un episodio inequívoco, establecido como un plan determinado por las elites franquistas y la oposición que estuvo controlado durante todo el tiempo. La realidad, en el tiempo, es que fue un episodio abierto a fuertes tensiones, ocultado a la opinión pública (y esa ocultación dura en la dificultad de acceder a los archivos con documentación de ese tiempo…) y que está necesitado de un revisionismo crítico.
La consagración final de esta mitología es que el reciente premio nacional de literatura, Anatomía de un instante (Javier Cercas), sea un falso libro de historia del final del periodo (el 23-F). Esto es, coronar a la ficción ante la imposibilidad de describir los hechos: la muerte final de Clío.
Bibliografía
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