El 11 de cada mes es la cita con la historia, o mejor, con sus máscaras. Tal como Jorge III observa al pequeño Napoleón en la ilustración de la cabecera, Julio Tovar —cuya única religión es el culto a Clío— , cogerá su microscopio para radiografiar el pasado, capa por capa, y diagnosticar los cambios en esos bichillos tan entrañables llamados hombres.
Durante este curso anual 2013 – 2014 Julio escribirá sobre la historia de la ciencia de manera accesible, buscando divulgar un conocimiento quizá menos protegido en los países latinos que en los nórdicos, donde esta materia suele ser preferente.
Introducción
“La ciencia (…) es el primer pecado, el germen de todo pecado, el pecado original.”
Friedrich Nietzsche, El anticristo, Buenos Aires, Ediciones Lea, 2012, cap XLVIII
El 2 de agosto de 1939 Franklin D. Roosevelt, presidente de los EEUU, recibe una carta del físico judeo alemán Albert Einstein donde se le instiga a la investigación de la bomba de uranio, bajo la amenaza de los avances de un régimen beligerante como el de la Alemania Nazi:
“En vista de esta situación usted podría considerar que es deseable tener algún tipo de contacto permanente entre la Administración y el grupo de físicos que están trabajando en reacciones en cadena en los Estados Unidos. “
Una reunión posterior de Roosevelt con el científico Szilard —otro exiliado judío centroeuropeo— tuvo como anécdota una historia de Napoleón y Fulton, donde el segundo sugirió una flota de barcos sin velas para invadir Inglaterra y el general corso le echó de su despacho por “desvariar”. Roosevelt, de manera dubitativa en inicio, empezó a proteger así una investigación que sería decisiva en los últimos años de la guerra, y que para el año 44 aventajaba a los alemanes en la producción de manera total.
El contraste con la visión de Hitler de la ciencia, delegada a sus subalternos en múltiples ocasiones y secundaria en su cosmovisión hasta los primeros reveses, es una consecuencia plausible de lo que podría verse como dos actitudes que trajeron consecuencias totales para las dos potencias citadas.
Si bien esta perspectiva, defendida por Cornwell en Los científicos de Hitler, es válida en el tiempo no hay que olvidar cuánto de contexto propagandístico tiene. Así, afirma Kragh:
“Una historia de la ciencia ideológica externa se puede encontrar típicamente en conexión con los escritos históricos etnocentristas y nacionalistas. Existe una larga tradición detrás de esos escritos. Que eso exista no debe ser causa de sorpresa: la historia de la ciencia es tan sensible a las crisis políticas o culturales que otras instituciones intelectuales. La historia de la ciencia es uno de los muchos instrumentos que la gente de una nación puede movilizarse en tiempos de crisis para encender la propaganda ideológica de guerra.” (Kragh, 1987, pág. 109)
Ahora bien, es muy cierto que en los países anglosajones la investigación científica, su divulgación, ha supuesto una creencia constante en el progreso, protegida desde el inicio por el Estado y difundida con notable profusión por los media. Precisamente, la conferencia del 7 de mayo de 1959 de C.P. Snow es fundamental en la defensa, en oposición a su marginación, de la ciencia como un saber instrumental de importancia igual a la cultura literaria o social:
“La pérdida intelectual es poco difícil de adular. Muchos científicos afirmarían que vosotros no podéis entender el mundo sin conocer la estructura de la ciencia, en particular de la ciencia física. En un sentido, en un sentido genuino, esto es cierto. No haber leído Guerra y Paz, Prima Bette, o La Cartuja de Parma es no estar educado; pero también lo es no tener un atisbo de conocimiento de la segunda ley de la termodinámica.” (C.P. Snow, “Las dos culturas”, 1959, republicado en The NewStatesman, enero de 2013)
Este texto continúa una tradición de divulgación científica persistente en el Reino Unido, y también pone frente a los excesos de Oxford, madre del intelectual de letras allí, en la ocupación de espacios públicos culturales. En el otro lado del atlántico, en EEUU, el neurobiólogo Steve Pinker clamó recientemente, este 2013, también que “…la ciencia no era nuestro enemigo”:
“Los grandes pensadores de la era de la razón y las luces eran científicos. No sólo muchos de ellos contribuyeron a las matemáticas, físicas y fisiología, pero también todos ellos eran teoristas ávidos en las ciencias de la naturaleza humana. Eran neuro-científicos cognitivos, que intentaban explicar pensamiento y emociones en términos de mecanismos físicos del sistema nervioso. Eran psicólogos evolucionistas, que esperaban sobre la vida en su estado natural y sobre los instintos animales que está —infundía en nuestros senos—. Y eran psicólogos sociales, que escribían sobre los sentimientos morales que nos enlazan, las pasiones egoístas que nos inflaman, y de las debilidades de escasas miras que frustran nuestros planes mejor preparados.
Esos pensadores —Descartes, Spinoza, Hobbes, Locke, Hume, Rousseau, Leibniz, Kant, Smith— todos ellos son más importantes por haber creado sus ideas en ausencia de una teoría formal y datos empíricos.” (Pinker, S. ,”Science is not our enemy” en The New Republic, 6 – 8 – 2013)
En nuestro caso, España, es evidente el contraejemplo: hubo de esperar a los inicios de siglo XX para que a través de la iniciativa krausista y las estatales en los años 20 – 30 para que existiera un sector científico estable aquí. La guerra civil, y el exilio científico que estudió Otero Carvajal, dio paso al absoluto control del estado de la ciencia con el CSIC creado el 24 de noviembre de 1939.
Los recortes actuales derivados de la crisis, que tienen a la investigación científica siempre en pugna con la subvención de la cultura, ponen en la necesidad de realizar una divulgación histórica sobre la historia de la ciencia, asignatura pendiente en muchos currículos españoles, y también elemento consustancial para entender los inabarcables progresos actuales que han cambiado nuestras vidas. Como afirma Bynum: “…la Ciencia es dinámica, construyéndose sobre las ideas y descubrimientos que una generación pasa sobre la siguiente…” (Bynum, 2013, pág. 1)
Este carácter dinámico, fluido, incapaz de establecer un inicio y un final, hace difícil la construcción de una historia de la ciencia separada en periodos diferenciados, más con la gnosis original por la cual la ciencia estaba unida a saberes místicos, mitológicos, que tan bien estudiaron antropólogos materialistas como Marvin Harris:
“Frazer considera la magia como una expresión primitiva de la ciencia, basada en una falsa idea de la regularidad de los procesos de causa y efecto. La religión presenta un avance sobre la magia, al sustituir las erróneas ideas de ésta acerca de la causalidad, por la incertidumbre y la conciliación conseguida a través de la plegaria. La ciencia nace luego, y con ella la humanidad vuelve a los principios de causa y efecto, más ahora sobre la base de correlaciones verdaderas.” (Harris, 2008, pp. 178 – 179)
La cita inicial de Nietzsche, en cierto sentido, es paradigmática de lo que supone ese sistema correlativo, mágico en inicio, en oposición a la religión organizada. Estos primeros descubrimientos científicos, construidos tomando como elementos la prueba y el error, son el origen de la ciencia moderna, y en su pre cientifismo construyen y prefiguran gran parte de los elementos con los que el hombre ha dominado el planeta. Conner, desde una perspectiva menos técnica que Harris, tiene cierta agudeza al afirmar que:
“Virtualmente cada planta y especie animal que nosotros comemos hoy fue domesticada por experimentación e ingeniería genética de facto realizada por hombres prehistóricos ágrafos. Nosotros estamos más en deuda infinitamente más a los amerindios precolombinos que a los genetistas de las plantas modernas por el conocimiento científico en el cual se basa la producción alimenticia” (Conner, 2005, pág. 2)
Estos orígenes imprecisos de la ciencia, vinculada a saberes mágicos, hacen sumamente difícil conocer cuándo se puede datar una técnica aplicada o una teoría empírica que sea reproducible. Incluso Popper, célebre en su tratado de lógica científica, considera que los saberes son “justificables o no” bajo ciertas condiciones. Es el llamado por él “problema de la inducción”. Comellas en su reciente “Historia sencilla…” considera que los axiomas son evidentes andamios del edificio científico, y recuerda esta anécdota de Newton al respecto:
“Se atribuye a Newton esta frase, entre humilde y muy enraizada en una concepción positivista. ‘conozco las leyes de la Gravitación, mas si me pregunta qué es la Gravitación, no sé qué responder’. A los sabios les basta que las cosas sean como son, y poder constatar de modo seguro e inapelable que son como son, o por lo menos determinarlas, medirlas, contarlas, enunciarlas.” (Comellas, 2007, pág. 11)
El progreso unilineal del saber, de la ciencia, clave del positivismo y que llegó a ser teorizado de manera sociológica con leyes entre científicas y mágicas por Comte, está eso sí, bastante más tamizado, puesto que, tal como novelizaba H.G. Wells en su Máquina del tiempo, la técnica no tiende siempre a la mejora. Polanyi afirma respecto al avance científico :
“—La ciencia avanza de dos maneras, dice Jeans, por el descubrimiento de nuevos hechos y por el descubrimiento de mecanismos o sistemas de informaciones para los progresos ya conocidos. Los mayores descubrimientos en el progreso de la ciencia han sido de segunda mano—. Como ejemplo, el cita el trabajo de Copérnico, Newton, Darwin y Einstein. (…)” (Polanyi, 1964, pág. 28)
Spengler afirmaba con cierta deferencia cómo existió un mito del progreso en occidente en oposición al resto de culturas, y Freud en su Malestar de la cultura establece la ciencia como autónoma de cualquier moral. Es el problema “fáustico…” de la ciencia y su responsabilidad social, del que tendremos ocasión de escribir en los capítulos más contemporáneos. Para el investigador Toraldo di Francia:
“La filosofía de la ciencia y la historia de la ciencia están relacionadas cercanamente. Uno no puede desarrollar una filosofía de la ciencia sin tener referencias a la historia, y nadie puede escribir una historia de la ciencia sin consciente o inconscientemente considerar una visión filosófica” (Toraldo, 1984, pág. 4)
En definitiva, la ciencia, en eterno avance y retroceso, es otro saber complementario, y su conocimiento es sobre todo un método de perfeccionamiento intelectual. Hemos visto cómo Snow defendía ésta de manera ortodoxa, fría, en ocasión de su discurso frente a la superchería de Oxford. Pero quizá sea mejor leer a Stephen Fry, un producto de Cambridge en su sección letras, que resumió divertido el dilema y en cierto sentido da el mejor punto de vista:
“Y mucha gente dice de la astrología ‘Oh, es diversión inofensiva, ¿no es así?’ Y yo debería decir que probablemente el 80% de esos casos sea así, pero hay grandes motivos para decir que esto no es inofensivo: uno, porque es anticientífico. Ya sabes, cuando oyes cosas como ‘La ciencia no conoce todo’.
Bien, claro que la ciencia no conoce todo. Pero porque no conoce todo no quiere decir que la ciencia no conozca nada. La ciencia conoce lo suficiente para nosotros para ser vistos por millones de personas ahora en televisión, para que esas luces funcionen, para los milagros realmente extraordinarios que tienen lugar en términos de coger las riendas del mundo físico y reforzar nuestra débil aproximación hacia su entendimiento.” ( Stephen Fry, Room 101, BBC 1, Temporada 6 -Episodio 10, 12 – 03 – 2001)
Bibliografía
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