El 11 de cada mes es la cita con la historia, o mejor, con sus máscaras. Tal como Jorge III observa al pequeño Napoleón en la ilustración de la cabecera, Julio Tovar —cuya única religión es el culto a Clío— , cogerá su microscopio para radiografiar el pasado, capa por capa, y diagnosticar los cambios en esos bichillos tan entrañables llamados hombres.
Dedicado al viejo profesor Gabriel Albiac
Citoyens, vouliez-vous une révolution sans révolution?
Maximilen Robespierre, Discurso a la Convención Nacional, 5 – 11 – 1792
El 15 de mayo de este 2011 buena parte de la ciudadanía ha retomado las calles como respuesta a los excesos de la campaña, y como prueba de la creciente disociación entre los políticos y sus votantes. Están, también, los cerca de cuatro millones de parados, especialmente entre los jóvenes, y que son la chispa en un barril de pólvora que quizá debió haber explotado mucho antes.
Aunque queda poco ya de esas masas en Sol, que algún despistado (¿o quizá aprovechado?) le recordó a aquellas que trajeron la II República, el gesto de la ciudadanía por la calle clamando contra sus políticos, en contra de la alienación, enfebreció a todos los nostálgicos del 68 y trajo de nuevo el pánico a los conservadores todavía deudores del pensamiento de Ortega y Gasset.
Se citaba, un poco pedantemente, en todos los lugares aquello de la “revolución española”, que a los que hemos leído un poco de historia del siglo XIX nos recuerda a la vieja charanguilla bajando por la calle Mayor al son del “Himno de Riego.”, mientras las Iglesias cerraban sus puertas por temor a algún suceso.
El movimiento, así, tuvo más de verbena política, de improvisada fiesta en Sol, que de asambleísmo, el cual fue dejado inteligentemente a los barrios, en una muestra de ciudadanía sorprendente en un país acostumbrado al “te deum” en política luego de cincuenta años de dictadura.
Pero, volviendo a la digresión original, ¿qué es una revolución? Conocemos que viene del latín re-volvere, regresar a un estadio original. En matemáticas, dar la vuelta a un supuesto para regresar a un nuevo origen. ¿Y en la historia?
1789
Cita Chateaubriand, que fuera padre del romanticismo en Francia, sobre la toma de la Bastilla:
“asistí, como mero espectador, a este asalto contra algunos inválidos y un gobernador timorato: si se hubieran mantenido las puertas cerradas, el pueblo nunca habría entrado en la fortaleza.”
La descripción del suceso, que habría de crear una mitolog
“onstruyendo: precisamente qu-é contrario. ¿Podemos fiarnos de rtas cerradas, el pueblo nunca habría. es pintada como mediocre por un observador contrario. ¿Podemos fiarnos de él? En más de un sentido sí, porque sabe precisamente qué se está construyendo:
“…lo que había de ver en la toma de la Bastilla (y lo que entonces no se vio) no era el acto violento de la emancipación de un pueblo, sino la emancipación misma, resultado de este acto.”
Los sucesos no son importantes: acaba de nacer el símbolo. La revolución no será, entonces, más que mitología; ficción establecida en torno a las “sombras acéfalas” que dejará a su paso.
Pero lo esencial no es la acción; es la debilidad de la Monarquía que permitió ese acto. Si existe un verdadero inicio de la revolución, una muerte fáctica del viejo régimen, es la formación el 13 de julio de la Garde nationale como instrumento de acción de la burguesía, según Soboul, siendo la encargada de ser policía política de las matanzas y brazo ejecutor de los asambleístas y luego convencionales.
En 1792, luego de la fuga de Varennes, Chateaubriand hace el juicio definitivo sobre el suceso:
La variedad en el vestir se había acabado; el viejo mundo desaparecía; se veía a la gente llevar la casaca uniforme del mundo nuevo, casaca que en aquel entonces no era sino el último traje de los condenados al futuro.”
La agudeza de la frase no sólo está en establecer la variedad de ropaje, asociada a la diferencias sociales, sino también en invocar algo que no existía en la sociedad del antiguo régimen: futuro.
Cuando Saint-Just perota en la Convención “la felicidad es una nueva idea en Europa” crea la retórica utópica que dominará todo el mesianismo político durante más de doscientos años. Así, Condorcet, buscando la etimología de “revolucionario”, vuelve a nuestra definición inicial, pero se da cuenta que esta tiranía de la nueva palabra está construyendo el despotismo.
Lamartine, protagonista de otra revolución (1848), será el testamentario de los federales:
“Leyéronse los nombre de los veinte y dos diputados girondinos, y se fulminó sentencia de muerte contra ellos. Este número de veinte y dos víctimas correspondía por una especie de talión al de los veinte y dos jacobinos que Dumouriez había prometido, según se decía, entregar a la venganza de su ejército y a la cólera del extranjero. Marat (…) desvaneció aquellos escrúpulos: “Nos llaman antropófagos, dijo; pues bien: merezcamos este nombre bebiendo la sangre de nuestros enemigos. La muerte de los tiranos es la suprema razón de los esclavos.”
El terror como emanación de la virtud naciente, y la sangre como nuevo cáliz de la religión revolucionaria. Afirma Chenier, en sus textos póstumos, otro juicio revelador:
“Los pueblos antiguos habían elevado templos y altares al miedo…podemos decir que jamás el miedo tuvo altares más verdaderos de los que tiene en París…que esta ciudad es su templo, que todas las ciudades de bien han dado en ser sus pontífices, realizándole el sacrificio de su pensamiento y conciencia.”
Chateaubriand podrá adelantarse, así, a la estética sangrienta del decadentismo simplemente describiendo estos “templos al miedo.”:
“Los cuadros, las imágenes talladas o pintadas, los velos, las cortinas del convento fueron arrancados; la basílica, desvalijada, no presentaba ya a la vista más que su armazón y sus caballetes. En el presbiterio de la Iglesia, donde entraban el viento y la lluvia por los rosetones sin vidriera, unas mesas de carpintero servían de oficina al presidente cuando la sesión se celebraba en la Iglesia. (…)
Detrás del presidente, con una estatua de la Libertad, se veían supuestos instrumentos de la antigua justicia, instrumentos que habían sido suplidos por uno solo, la máquina sangrenta…”
La guillotina, claro. Pero lo más importante es que de manera implícita la religión está ya ahí, desacralizada, convertida en algo más terrible y mundano: una misa negra. Cuando Fumaroli estudió a Chateaubriand como poeta del terror no se equivocaba en absoluto: sin la revolución no habría existido el escritor.
Entonces, la revolución en su etimología, en su excepcionalidad, requiere no de la violencia como opción; es simplemente su partera, y ésta sale del sexo de esta particular Venus convocada casi siempre por Marte. Será Robespierre su sumo sacerdote con este mantra: “El gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía.”
Habla un loco, claro. Pero, mejor, seamos certeros: un creyente. Su cita póstuma es el evangelio del siglo XIX:
“No, Chaumette, no, Fouché, la muerte no es en absoluto un descanso eterno. Ciudadanos, borrar esta máxima impía de vuestras tumbas que echa un crespón fúnebre a la naturaleza. Grabaros más bien ésta: La muerte es el inicio de la inmortalidad.”
La paradoja está ahí: los mayores crímenes contra religiosos de todo el siglo XVIII los instigó un creyente. No es casual.
1936
Cuando en febrero de 1936 el Frente Popular tome la victoria de su mano, Josep Plá escribirá en abril uno texto profético, poco citado, para La veu de Catalunya:
“Uno de estos últimos días, en un café de la calle de Alcalá, discutían un diputado comunista y una señora muy conocida, diputada también, socialista extremista. El comunista, ante el café con leche, teorizaba su impaciencia. Quería hacer la revolución enseguida, en la calle, y, una vez hecha, aguantarla con carácter permanente. La señora se mostraba más razonable. Decía que, en efecto, la revolución hay que hacerla, pero que todavía no ha llegado el momento (…)”“
Los inicios de 1936 no son todavía revolucionarios, pero la situación va a enrarecerse, a ver un Estado inerte dominado por el pistolerismo. Recuerda Baroja:
“…recuerdo (…) haber estado en Madrid una tarde en una taberna del Pico del Pañuelo, al final de la calle de Embajadores, en una hondonada. En esa taberna los reaccionarios habían matado la noche anterior a tres hombres a tiros. En los alrededores del establecimiento no había ni uno de la policía vigilando para ver si aparecía alguien sospechoso. (…) También recuerdo haber visto el incendio de la iglesia de San Luis, en la calle de la Montera, a trescientos metros del Ministerio de Gobernación. Eran veinte o treinta mozalbetes estúpidos, los que comenzaron a quemar la iglesia. No había ningún guardia.”
De nuevo, los hechos distan mucho de heroicidad, pero esta revolución germinal construirá su mitología poco a poco. Llegará, así, de manera inevitable en julio, con el asesinato de Calvo-Sotelo y su contrarréplica en el golpe de estado de los generales nacionalistas del 17 al 18.
Si la revolución francesa encontró su enemigo en el Rin, la española lo encontrará de manera evidente en Madrid, con los ataques furibundos de un contrario que no dejaba de ganar terreno. ¿Y el terror? Afirma Luis Buñuel:
“Como a muchos de mis amigos, me obsesionaba la terrible ausencia de control. Yo, que había deseado ardientemente la subversión, el derrocamiento del orden establecido, colocado de pronto en el centro del volcán, sentía miedo. (…)Yo mismo sentía miedo algunas veces. Inquilino de un piso burgués, me preguntaba a veces qué pasaría si, de pronto, en medio de la noche, una brigada incontrolada derribase mi puerta para llevarme a «dar un paseo». ¿Cómo resistir? ¿Qué decirles? (…)
Un día, mi asistenta me dijo: «Baje a ver, hay un cura fusilado en la calle, a la derecha.» Aunque era anticlerical, y ello desde mi infancia, yo no aprobaba en manera alguna semejante matanza. (…) La guerra era total. Imposible permanecer neutral en medio de la lucha, pertenecer a esa «tercera España» en que algunos sonaban oscuramente.”
En el mesianismo eterno de este movimiento, con los avances de Franco a Toledo, como los prusianos en la frontera francesa para 1792, la respuesta será la escabechina descontrolada: las sacas de Paracuellos serán las particulares Matanzas de Septiembre del Frente Popular. El testimonio de alguien tan dispar a Buñuel ideológicamente como Schlayer coincide:
“…la totalidad de los edificios de Madrid habían pasado a ser objeto de libre disposición por parte del “pueblo soberano”, no eran sólo las grandes organizaciones las que se habían adjudicado edificios lujosos e instalado sus diferentes departamentos en innumerables casas y villas, sino que también había pequeños grupos de individuos, que, bajo denominaciones fantásticas, se “incautaban” de pisos particulares, la más de las veces sótanos donde instalaban sus cárceles privadas, y lo que, aún era peor, ¡sus tribunales particulares!”
Los tribunales particulares, que describió con certeza Chateaubriand, vuelven en esta revolución. ¿Pero y la legalidad republicana? El 19 de julio fallece con la entrega de armas a las facciones: comienza la revolución, auspiciada, como inteligentemente señalaba Aróstegui, por el golpe de estado franquista.
Al coincidir Schlayer y Buñuel, tan opuestos en ideas, certifican la revolución: de la legalidad republicana no quedará más que un parlamento inerte y móvil, al absoluto servicio de la facción con éxito en el frente de batalla. Para 1937 sólo habrá una facción con éxito: la comunista. Pero esta revolución tuvo varios triunfos: sin ella el golpe de estado habría triunfado, en una algarada que en principio se había concebido como el enésimo pronunciamiento desde provincias, en un ciclo estudiado con cierta pericia por Pierre Villar. Siguiendo a Stanley G. Payne, la República es desde ese momento una invocación inerte de cara al exterior, mientras en el interior el Estado desparece como garante.
España del 36 al 39 seguirá todo el proceso revolucionario, con la eliminación de las facciones, en la lógica inexorable de estas causas. El Lamartine de ésta revolución no será otro que Orwell:
“Los agentes del PSUC colocaron en toda la ciudad un mural que representaba al POUM como una figura que al quitarse la máscara que ostentaba la hoz y el martillo descubría un rostro horrendo marcado con la cruz gamada. Evidentemente, la versión oficial de la lucha en Barcelona ya estaba decidida: sería un levantamiento de la «quinta columna» fascista, provocado por el POUM. (…)
El 15 de junio la policía arrestó inesperadamente a Andrés Nin en su oficina. Esa misma noche hizo una batida en el Hotel Falcón y detuvo a todos sus ocupantes, en su mayoría milicianos de permiso. El lugar fue convertido de inmediato en una cárcel y, en breve tiempo, se llenó con prisioneros de toda clase. Al día siguiente se anunció que el POUM era una organización ilegal y se confiscaron todas sus oficinas, puestos de libros, sanatorios, centros de Ayuda Roja, etcétera. Mientras tanto, la policía arrestaba a todos los que habían tenido alguna vinculación con el POUM. Al cabo de uno o dos días, todos o casi todos los cuarenta miembros del Comité Ejecutivo habían sido encarcelados.”
¿Qué quedará, entonces, en este proceso revolucionario? La religión, claro, el culto a la muerte como inicio de la inmortalidad. Será la Pasionaria, ferviente estalinista, la que nos dará la contrarréplica al incorruptible:
bq. “ Nos lo daban todo; su juventud o su madurez o su experiencia; su sangre y su vida, sus esperanzas y sus anhelos… Y nada nos pedían. Es decir, sí: querían un puesto en la lucha, anhelaban el honor de morir por nosotros. ¡Banderas de España!… ¡Saludad a tantos héroes, inclinaos ante tantos mártires!…”
La muerte como inicio de la inmortalidad. De nuevo, religión.
Melancolía
La definición originaria de revolución no erraba en absoluto: a 1789 le responderá 1795, el directorio, y posteriormente el consulado. De ahí a un nuevo despotismo: para 1804 Napoleón es Monarca de facto del estado francés. En 1814 los borbones volverían a gobernar el país por 30 años.
En el Frente Popular, la revolución empezó con la autonomía de las facciones para acabar en regímenes autoritarios, Negrín para 1938, y un pequeño régimen de rendición, Casado y Besteiro, para 1939. Pequeños avances, como fueron el consulado y el directorio, que finalizan en la dictadura de sus enemigos, en 1939, instigada por el General Franco.
He ahí la vuelta completa: todo régimen revolucionario es simplemente la disolución del monopolio estatal de la violencia y su usurpación por las diversas facciones. Cuando la revuelta cesa, la violencia cede a la costumbre; a la ley. De ahí la paradoja de Robespierre “¿Cómo hacer una revolución sin una revolución?” En efecto, la revolución es la partera violenta de la historia. Sin ella todo queda en algarada, tumulto o simplemente protesta.
Entonces, el movimiento del 15 de marzo, en una ironía de la que quizá no es consciente, podría definirse simplemente como una protesta: el Estado sigue inconmensurable y reforzado por las elecciones. ¿Inútil quizá? En cierto sentido, como vuelta completa, también lo fueron las revoluciones citadas; espejos utópicos de pensamiento religioso.
¿Que queda entonces? Simplemente, la melancolía del fracaso; no otra cosa que la literatura personificada en Barea y Foxá:
“El sol caía a través de su embudo sobre el hogar de ladrillos escrupulosamente barridos y el vasar de la chimenea tenía la alegría de los botijos de barro rojo y las jarras de loza con flores azules. En la cuadra picoteaban grano las gallinas. Nos quedamos mirándolas: Madrid, hambriento, estaba muy cerca de allí.”
“Pasaba por calles enfiladas, batidas, arrimándose a las fachadas de las casas, y se metía en el hoyo de la trinchera, con su olor a tierra y a rancho frío; los soldados estaban como enterrados, manchados, con arena en los correajes. (…) Estaba a diez minutos de tranvía de la Puerta del Sol; allí al alcance de la mano, contemplaba a la ciudad más lejana del mundo.”
Y sobre todos, Hugo:
“Así es como París iba y venía; es el enorme péndulo de la civilización, que toca ya en un polo, ya en otro, desde las Termópilas hasta Gomorra.
Después del 93, la revolución atravesó un eclipse singular; el siglo pareció olvidarse de concluir lo que había comenzando. No sé qué orgía se interpuso, ocupando el primer plano, y haciendo retroceder al segundo a la espantosa apocalipsis, cubriendo con un velo desmesurada visión y soltando una carcajada después de la mueca de espanto.
La tragedia desapareció en la parodia, y en el horizonte una humareda de Carnaval borró los trágicos caracteres de la medusa.”
“Tragedia que desaparece en la parodia”: eso son las revoluciones.
Bibliografía
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SOBOUL, A. Compendio de la historia de la revolución francesa, Madrid, Editorial Tecnos, 2003
2011-06-11 19:37
Duele un poco oír eso con tanta esperanza de las gentes puesta en el movimiento. También pienso que es una simplicidad pensar que cambiará algo realmente… pero luego escuchas sus voces, entiendes su ilusión, compartes sus ideas. Quieren, pero dudo que puedan hacer algo efectivo. ¿Cuál es la solución? ¿Sangre?
2011-06-12 02:52
Ningún gurú hubiera apostado, seis meses antes, por el éxito de la revolución francesa
2011-06-12 16:43
http://www.elpais.com/articulo/Comunidad/Valenciana/15-M/elpepiespval/20110524elpval_17/Tes
LO SUSCRIBO ABSOLUTAMENTE
Ningún sesudo gurú, hubiera apostado, seis meses antes, por el ¿éxito? de la transición.
Ningún sesudo gurú, hubiera apostado, seis meses antes, por la caida de Nixon