El 11 de cada mes es la cita con la historia, o mejor, con sus máscaras. Tal como Jorge III observa al pequeño Napoleón en la ilustración de la cabecera, Julio Tovar —cuya única religión es el culto a Clío— , cogerá su microscopio para radiografiar el pasado, capa por capa, y diagnosticar los cambios en esos bichillos tan entrañables llamados hombres.
Callad, que ni a vuestra valentía conviene esa liviandad, ni a la patria vuestra y mía. ¡Un español de Toledo se queja de no comer!
Lope de Vega, “El Asalto a Mastrique por el Príncipe de Parma” en Doze Comedias de Lope de Vega Carpio […], Madrid, Edición de Miguel de Siles, 1614, folio 53
Si el visitante curioso busca pintura española en la Gemäldegalerie de Berlín encontrará apenas unos Velázquez y un Murillo, no especialmente conocidos y precisamente por ello poco señalados; aislados en un museo casi dedicado por completo a los viejos candiles barrocos de Caravaggio. Eso sí, el observador fisgón —que intenta evitar las casi siempre estériles guías— con un poco de agudeza encontrará un lienzo un poco escondido, en una sala menor, y que muestra al duque de Alburquerque, Don Gabriel de la Cueva, mirando orgulloso al espectador mientras se apoya en un pequeño respaldo de mármol.
Si esa mirada fiera tiene que llamar la atención de cualquier persona buscando algo particular en un museo más costumbrista que dramático, no menos lo hace la cita que aparece grabada en el dosel donde se apoya el de Alburquerque: “Aquí estoy sin temor y de la muerte no he pavor.”
Divisa que resume junto a la mirada del duque todo un tiempo militar en la historia de Europa: el apogeo de la infantería castellana, los temibles tercios del rey católico, en las guerras del continente. Precisamente, la fecha del cuadro, realizado por Battista Moroni, es totalmente definitiva: 1560.
Un ejército en movimiento
Las Españas del siglo XVI distaban mucho de ser la potencia demográfica o económica de Europa. Antonio Morelo Almárcegui habla de poco más de 5 millones de habitantes a la altura de 1550 (ver FLORISTÁN,p. 24) y con una economía todavía agraria, que ve una importancia relativa de las ciudades. Por aquel tiempo, como contrapartida, la Francia de los Valois cuenta con 15 millones de habitantes (ver CAMERON, p. 48). ¿Cómo pudo, entonces, vencer a sus rivales esta Monarquía Hispánica?
Primero, era un ejército mixto, apoyado fuertemente en soldados de otra nacionalidad como cita Bennassar, pero en cuyas filas “cuando una situación llegaba a ser seria, los tercios españoles acudían a primera línea” (BENNASSAR, pp.65 – 66). Además, y tal como afirmó Geoffrey Parker en su obra seminal sobre los tercios, debían no poco su fortuna a la movilidad: los ejércitos hispanos alcanzaron un nivel de sofisticación en la infraestructura que sus enemigos no podían igualar. El célebre “camino español”, pequeña línea entre Francia y Alemania correspondiente con la vieja Borgoña, fue el limes por el cual los ejércitos de los Habsburgo pasaban de Milán a Flandes en paradas y postas perfectamente planificadas. Todo un logro estratégico que fue dinamitado poco a poco a mediados del XVII por las victorias galas.
Segundo, por la creación de un tipo militar hispano, un ejército profesional que llevaba en lid desde años antes, alejadísimo de las tipologías de batalla medieval y cuya imagen visual certera son los arcabuceros en harapos que aniquilaron a la refinada caballería francesa en la batalla de Pavía (1525), la cual supone en un sentido fáctico el fin de la guerra en el sentido feudal. Este tipo de guerra había existido de manera testimonial en la Reconquista, con la caballería ligera, contra un enemigo bastante más duro y móvil que los señores feudales. Para Ceriñola, en 1503, y tomando el modelo suizo e italiano de arcabuceros y piqueros, aparece el tercio. Elliot afirma que “Esta formación dominó los campos de batalla de Europa durante más de un siglo y su éxito total contribuyó a reforzar la confianza en sí misma de una fuerza militar que era, y se sabía, la mejor del mundo.” (ELLIOT, J.H. p. 141)
Y tercero, las reservas americanas de plata que salvarán a Felipe II de varias bancarrotas a finales del XVI, pudiendo mantener una infraestructura imposible en varios frentes a través de créditos con banqueros genoveses (que harán inmenso negocio con esta Monarquía). Ramón Carande explicó con tino el entramado de préstamos del emperador, que sirvieron para financiar sus inacabables campañas europeas.
Hidalgos
Narra la tradición que el viejo Emperador Carlos V en su abdicación —el 25 de octubre de 1555— se apoyó por cansancio en el joven Guillermo de Orange. Este joven príncipe holandés, educado como protestante en su juventud, habría de traicionar el legado religioso del emperador apenas doce años después. Y el nervio de los ejércitos católicos, enfrentados a lo que se llamó en inicio “mendigos del mar”, habrían de ser las armas hispanas, en una guerra imposible frente a un enemigo hábil, parapetado en fortalezas inexpugnables (los baluartes originados en la guerra de condotieros renacentista), y un clima no especialmente benigno.
Una conflagración que duró ochenta años, y de la cual la Monarquía Hispánica sacó apenas un sur católico, y varias bancarrotas que acabarían en los previsibles desastres colectivos de 1640. Pero ¿cómo no admirar el valor de estos hidalgos miserables? ¿Y esa indolencia? Debemos al Señor de Brantôme, Pierre de Bourdeille, una descripción justa y no poco irónica del tipo español militar del siglo XVI:
Vi una vez en Cremona a un soldado español de muy buen porte, que no llevaba espada por la calle. Entramos en conversación y le pregunté por qué no la llevaba y si la justicia de la ciudad se lo había prohibido. «No señor —contestó— la justicia de esta ciudad no ha que ver sobre mí, porque soy soldado viejo señalado, y en compañías bien adventajado, mas, yo mismo me soy ordenado la pragmática, porque soy tan presto de mano que por el menor viento que me pasa por las orejas, yo luego vuelvo, y meto la mano á la espada, y lo primero que se me topa muere á su mal hora, como quatro ó cinco veces me ha acontecido así por las calles paseando me. De manera que, por no caer en las manos de nuestro alguasil, y en peligro de vida, de hecho voto á Dios de no traer mas espada, sino quando vamos á la guerra ó entramos de guardia.
Este español indolente, en homenaje a su jactancia inabarcable, acabará en estereotipo andante ya en el siglo XVII, en la “Comedia dell’arte”, convertido en un gritón polichinela llamado Capitano Matamoros. Existió mucho fanfarrón, es cierto, pero también un genio colectivo quijotesco enraizado en una mentalidad más medieval que moderna enfrentada a un imposible: el dominio universal que citó de manera perspicaz el Cardenal de Richelieu.
El Nietzsche moribundo y loco, obsesionado toda su vida con el heroísmo, hizo un juicio agudo poco antes de su fallecimiento: “Los españoles. ¡Los españoles!…Esos hombres quisieron ser demasiado”. Así, Cervantes, en boca del Quijote, sólo podía glorificar las armas por encima de las letras:
Y lo que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar; y si este también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra.
Esa república de miles gloriosus, casi todos mendigos, eternos en su valentía y todavía más eternos, como el Quijano, en su ceguera. Cánovas hablará irónicamente de esta terquedad citando Rocroi (1643), el ocaso de las armas hispánicas, en sus Estudios Literarios:
Algunos escritores franceses cuentan, que adelantándose el Príncipe en persona hácia uno de los tercios, para proponer la capitulación, fué recibido á balazos por los nuestros, que imaginaron ser aquella estratagema para sorprenderlos; con lo cual, furiosos los franceses, y sobre todos los suizos, que al fin los rompieron, comenzaron á hacer en ellos una horrible carnicería…
Héroes anónimos
Más de cuatrocientos años de guerra en la península había creado un tipo soldado bizarro, glosado por Manuel Fernández Álvarez: “Cuando el soldado de los tercios viejos está en retirada es también cuando se ve avanzar en Europa a don Quijote, lo cual es todo un símbolo”. Citaremos unos cuantos de estos tipos, cuyas vivencias dan testimonio de su valor.
Un soldado convertido en personaje por Calderón, el granadino Lope de Figueroa, alistado en los tercios a finales de 1550, pirata en el mediterráneo, soldado en el socorro a Malta —que tanta admiración y fervor católico causó a Brantôme— y siempre con la pólvora caliente en el teatro flamenco de la guerra. Dirán los soldados de Calderón sobre él en El Alcalde de Zalamea:
…don Lope de Figueroa, que, si tiene tanta loa de animoso y de valiente la tiene también de ser el hombre más desalmado, jurador y renegado del mundo, y que sabe hacer justicia del más amigo, sin fulminar el proceso.
De ahí a Lepanto, con Cervantes, y en una biografía precoz, será muerto por peste en las Cortes de Monzón de 1585. A Lope de Vega le dejó en el citado Asalto de Mastrique… su vehemencia:
Juro a Jesucristo que me admira y espanta vuestra Alteza: vaya al infierno, y demos a los diablos una batalla, y voto a Dios de hacellos huir más tierra que perdieron cïelo.
Unas décadas antes otra vida envuelta en lid: Julián Romero. Reclutado en la adolescencia al servicio del Emperador, acabará mandando un regimiento de mercenarios pagados por Enrique VIII, aliado de Carlos I, en la última batalla en campo abierto contra los escoceses: Pinkie, 1547.
Poco antes, cuenta Brantôme —que lo trató y hace un retrato no poco hagiográfico de él— consiguió vencer en un duelo a un rival español al servicio del rey de Francia. En base a estos éxitos al servicio del inglés, acabó siendo nombrado caballero y bandera. Pero este hombre, ortodoxo, acabará volviendo al servicio del Emperador por “no servir a herejes” como dicen todas sus biografías. Flandes le convertirá en un lisiado y creará la leyenda: perderá pierna y brazo, y un ojo, pero alcanzará la gloria militar en todas las acciones de los Tercios (Gravelinas, Gemmingen, Mons….).
Fue además espía de Felipe II de cara a la invasión de Irlanda, y responsable implícito de la “furia española” de Amberes de 1576 (masacre esencial en la constitución de la “leyenda negra” posterior…). Un año más tarde, en 1577, preparando el tercio viejo luego de la efímera paz de Don Juan de Austria, morirá en Cremona de un balazo en el ojo. Casi 60 años al servicio del Rey, y no pudo merecer su retiro doméstico, como se quejó al propio Felipe II:
…he perdido tres hermanos y un brazo y una pierna y un ojo y un oído y lo demás de mi persona tan fatigado de heridas que me siento de ellas; y ahora últimamente un hijo, en quien yo tenía puestos todos los ojos. (…) después de acá no he estado un año entero en mi casa.
Debemos a Montaigne, en sus famosos Ensayos, un testimonio del valor heroico de Romero, y también de su candidez:
Recientemente en Ivoy, el señor Juan [Julián] Romero, habiendo incurrido en el desacierto de salir a parlamentar con el condestable, encontró a su regreso la plaza tomada.
La ceguera es, en fin, esencial en la batalla; poco útil en el parlamento. El Greco lo pintó casi como santo cristiano: en su imaginario, no podemos pensar en mejor legado.
El sol se pone
A finales del siglo XVII este paradigma militar, quebrado en sucesivas derrotas, será sustituido en su primacía por el sistema de regimientos y mosquetes del Reino de Francia. La causa siguiente será la caída del sistema de naipes jerarquizado que eran los territorios de la Monarquía Hispánica, los cuales acabarán siendo repartidos en tratados secretos de sus enemigos de la misma manera que hicieron Prusia y Austria con Turquía a finales del XVIII.
Se cuentan muchas historias literarias relativas a los desastres militares de los Tercios que preceden al tratado de los pirineos entre Francia y España (1659) —“contad los muertos” es el apócrifo que parece ser dijo un soldado castellano—, pero este ocaso ciega una cierta épica de las viejas victorias, cuando los soldados tenían bigotes “hechos al humo del cañón…”
El propio Gabriel de la Cueva, que fue Gobernador de Milán en estos años de esplendor del “camino español”, dirá el mejor testamento a esta justa vanidad en una carta a García de Toledo en la que pide soldados:
(el conde Juan Bautista de Arcos) el cual me prometió de traellos mediado agosto, y no estarán mal en este estado para si Vuestra Excelencia tuviere necesidad de parte dellos, pues quien da toda la infantería española, de mejor gana dará mill alemanes […]
VVAA, Colección de documentos inéditos, Madrid, Imprenta de la Viuda de Calero, 1856, pág. 260
Bibliografía
BENNASSAR, B. La España del siglo de Oro, Barcelona, Editorial Crítica, 2004
BOURDEILLE, P (BRANTÔME), Bravuconadas de los españoles, Madrid, Áltera, 2002
CÁNOVAS DEL CASTILLO, A. Estudios Literarios, Vol. 2, Madrid, Imprenta de la Biblioteca Universal Económica, 1868
CARANDE, R. Carlos V y sus banqueros, Barcelona, Crítica, 2004
ELLIOT J.H. La España Imperial, 1469 – 1716, Barcelona, Vicent Vives, 1972
FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, M., España y los españoles en los tiempos modernos, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1979
MARTÍNEZ LAÍNEZ, F y SÁNCHEZ DE TOCA, J. , Tercios de España: la infantería legendaria, Madrid, Edaf, 2007
PARKER, G. , El ejército de Flandes y el camino español, Madrid, Alianza, 2006
VVAA (Coordinado por CAMERON, E.) Early modern Europe: An Oxford History, New York, Oxford University Press, 2001
VVAA (Coordinado por FLORISTÁN, A.), Historia de España en la Edad Moderna, Barcelona, Ariel, 2009