El 11 de cada mes es la cita con la historia, o mejor, con sus máscaras. Tal como Jorge III observa al pequeño Napoleón en la ilustración de la cabecera, Julio Tovar —cuya única religión es el culto a Clío— , cogerá su microscopio para radiografiar el pasado, capa por capa, y diagnosticar los cambios en esos bichillos tan entrañables llamados hombres.
Si tenemos dioses nuevos, ¿hay que reducir necesariamente a ídolos a los viejos dioses?
Arthur Schnitzler, Relaciones y soledades, Barcelona, Edhasa, 1998, pág. 98
El 20 de enero de 1942 los altos mandos nazis tomaron la decisión en la conferencia de Wansee de establecer “la solución final” al problema judío. Era la cúspide final de una pirámide de medidas que había convertido, primero, a los judíos en extranjeros en Alemania, y segundo, usurpado en nombre del volk germano todos sus bienes.
También se iniciaba un año donde, definitivamente, el III Reich controlaba casi todos los resortes de una Europa que no pudo resistir al ataque de los blindados alemanes. Los japoneses, con el ataque de Pearl Harbor —7 de diciembre—, se unieron al eje, abriendo un segundo teatro de operaciones. En estos inicios de año, el célebre juicio de Adolf Hitler del “Reich de los 1000 años” parecía más cercano que nunca.
Apenas tres días después de que se tomara la decisión de expurgar la etnia judía del volk alemán, Stefan Zweig se suicida junto a su mujer en Petrópolis, Brasil. Hay algo de teatral, de representación, en el suicidio de Zweig: abrazado a su mujer, en la cama, parecía el final de una de obras de teatro de inicios de siglo. Impecablemente vestido en el lecho, abotonado hasta el último botón de su camisa, y en la mesilla una botella de champán, dejaba trece cartas a sus amores, editores y amigos más cercanos: y el telón caía.
Una de esas cartas exponía la razón de su suicidio: “El mundo de mi lengua madre ha desaparecido y Europa, mi lugar espiritual, se destruye a sí misma. Mis fuerzas están agotadas por largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin a tiempo. Saludo a mis amigos. Quizás ellos vivan el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo.”
Como un joven que amaba demasiado la vida, dirá Valle-Inclán, este hombre cosmopolita, este judío que había sido pacifista en la orgía bélica de 1914, partía solo, rotas sus emociones. Pero ese cava que descorchó antes de este suicidio ritual, casi propio de zelotes, tiene una fecha: Viena, 1900.
La batuta seguía en manos de a clase Imperial…
Debemos a un joven pintor una descripción apenas lírica de esta Viena finisecular:
“Comencé de esta manera a llevar cada vez más una doble vida; la razón y la realidad me hicieron pasar por una tan amarga como bendita escuela en Austria. Entre tanto, el corazón andaba por otros parajes. Un angustioso descontento me embargaba a medida que iba conociendo la vacuidad en derredor de ese Estado, y la imposibilidad de salvarlo, sintiendo, al mismo tiempo, con la mayor certeza que, en todo y por todo, aquél sólo podía representar la desgracia del pueblo alemán. (…)
Repugnante me era el conglomerado de razas reunidas en la capital de la Monarquía austríaca; repugnante esa promiscuidad de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas, etc.; y, en medio de todos ellos, a manera de eterno bacilo disociador de la humanidad, el judío y siempre el judío…”
Uno de esos bacilos, uno de esos “judíos internacionales” que dirá la propaganda, era un todavía joven Stefan Zweig. El contraste en el recuerdo de esta Viena de fin de siglo es total:
“Por aquí habían pasado los Nibelungos, desde aquí iluminó al mundo la constelación de los siete astros inmortales de la música: Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johann Strauss, aquí confluyeron todas las corrientes de la cultura europea; en la corte, entre la nobleza y entre el pueblo, lo alemán se unía con alianzas de sangre con lo eslavo, lo húngaro, lo español, lo italiano, lo francés y lo flamenco, y el verdadero genio de esta ciudad de la música consistió en refundir armónicamente todos esos contrastes en un elemento nuevo y peculiar: el austríaco, el vienés.
Acogedora y dotada de un sentido especial de la receptividad, la ciudad atraía las fuerzas más dispares, las distendía, las mullía y las serenaba; vivir en semejante atmósfera de conciliación espiritual era un bálsamo, y el ciudadano, inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmopolita, para convertirse en ciudadano del mundo.”
Hitler, el provinciano —alemán de Bohemia lo llamó Josep Pla en el artículo de “La Publicitat”—, responde a esta Viena refinada e Imperial con la náusea; Zweig, el capitolino judío, recuerda esta capital como imán de ingenios y ágora liberal ¿quién miente entonces? Ninguno.
Son las dos visiones y proyectos de futuro de una sociedad moribunda, pintada en los cuadros de Klimt y que hizo del artificio pomposo, el célebre apelativo austrohúngaro, un modo de vida para el artista de preguerra, el creador de feuilleton como describió Herzl. Así, los dos son artistas y construyen ficciones, no son en ningún caso analíticos y la búsqueda del éxtasis lírico lleva a cada uno a sus particulares retablos: Hitler y el wagnerismo como motor; Zweig y su culto laico a los literatos europeos. Espejos de su mal común: el narcisismo. Freud, otra vez.
Hay mucho de represión sexual y envidia al judío, a este judío dandy que empieza a ascender, en los recuerdos de Hitler de Viena: “El joven judío de negros cabellos acecha muchas horas seguidas, con satánica alegría reflejada en su cara, a la inocente muchacha, a la que ultraja con su sangre y la roba así al pueblo al que pertenece.” No le falta razón: las memorias de Arthur Schnitzler son un constante ir y venir de mujeres de todo tipo, y algunos dicen que llegó a tener un diario personal donde contaba el número de orgasmos. Pero esta envidia proyecta un elemento sagaz por parte de Hitler: “Todo esto pone de manifiesto el lascivo mundo imaginario del insatisfecho soñador…” El mundo del ensueño y la corrupción unidos, la represión social que lleva a esa extraña sublimación y de la que da memoria especialmente la obra de Zweig Carta de una desconocida (1922).
1914 es el fin del vals y aquel ritmo sinuoso, plácido para una siesta en la Ringstrasse —_“expresión visual de los valores de una clase social”_ que dirá Schorske—, vira en danza macabra que anuncia el fin de una época. El mundo de máscaras de Schnitzler, todavía amable e irónico en La Ronda (1897) se troca en melancolía con El retorno de Casanova (1918), para finalizar en el horror macabro de Relato soñado (1925). El mundo del intelectual universal, siempre igualado al judío en esa gran obra cómica que es Mi Lucha, entra en eclipse: el futuro ya no les pertenece. Viejos ídolos…
La guerra de 1914 mató la inocencia del siglo XIX. Comenzaba el malestar en la cultura. Las gestas heroicas de los emplumados oficiales al servicio del “padre de los pueblos”, el emperador Francisco José, dejan paso a las muertes por cientos y miles en trincheras mal guarnecidas, y la vivaz marcha Radetzky es tapada por el ruido incesante de las ametralladoras. 1918 es la muerte final de los Habsburgo: Zweig lo comprende rápido y vive los años de la guerra de un país a otro, buscando aliados en su anhelo pacifista y difundiendo su obra por toda Europa. Pero su mundo está muerto: ha nacido viejo. Ya en 1917 se queja a Schnitzler en una carta de cómo el gobierno austrohúngaro torpedea su salida del país para dar unas conferencias pacifistas en Suiza. Quedaba ya lejano el tiempo en que cualquier aristócrata o burgués con una bolsita de oro podía dejar cientos de amantes de Gibraltar a los Urales, como con cariño recordaba Alberto Cardín respecto a Juan Valera.
A pesar de todo, existía ya una casta que tenía pasaporte para cualquier país: el soldado. 1914 es el año cero de la biografía de Hitler. Renuncia servir en el ejército austrohúngaro, país que le repugna por ser aristocrático y multinacional, para hacerlo con éxito como un alemán más. En una de esas metáforas que acaban construyendo mundos, el cabo austriaco acaba la guerra con una doble ceguera: la natural, provocada por el gas mostaza, y la intelectual, incapaz de aceptar la derrota de Alemania. De nuevo, la ficción.
Zweig sí vio el momento histórico: observó como el último Habsburgo cogía el tren al exilio, con todos los honores, como última representación. Los vagones austriacos, que devolvieron a Zweig a su Viena natal, mostraban un aspecto deleznable, con el cuero arrancado, y actuaban como justa metáfora del estado de un país que nació muerto:
“¡Ah, qué poco se parecían a aquellos trenes sanitarios bien iluminados, blancos y perfectamente lavados en que al comienzo de la guerra se dejaban retratar las archiduquesas y las damas distinguidas de la sociedad vienesa, vestidas de enfermeras! Lo que me tocó ver a mí, horripilado, eran vulgares vagones de carga sin ventanas, con tan sólo una estrecha claraboya, e iluminados por dentro con una lámpara de aceite cubierta de hollín.”
Vagones que tienen a soldados no victoriosos, sino hastiados; nihilistas. Celine es el testamentario en su Viaje al fin de la noche para 1932.
El futuro ya está aquí
Hay mucho de extraño triunfo, quizá prematuro, en los años 20 en las biografías de Hitler y Zweig. A finales de 1916 el autor judío triunfa con Jeremías, obra pacifista recibida con éxito en una Europa hastiada de la guerra. Pero también es el tiempo en que el propio Zweig descubre el fascismo, en el norte de Italia:
“Y llegó de repente. De una calle lateral salió desfilando o, mejor dicho, corriendo con paso ligero y acompasado, un grupo de jóvenes en formación perfecta que, con un ritmo ensayado, cantaban una canción cuyo texto yo desconocía. (…) Las impresiones ópticas siempre tienen algo convincente. Por primera vez, supe entonces que aquel fascismo legendario, del cual tan poco sabía yo, era real, que era algo muy bien dirigido, capaz de atraer a jóvenes decididos y osados y de convertirlos en fanáticos.”
Desde 1918, Alemania contaba con una suerte de agrupaciones paramilitares similares llamadas Freikorps, y que, en el auge de las oleadas bolcheviques y espartaquistas, habían sido apoyadas por los gobiernos de los estados y del propio Reich. De 1918 a 1920 se forma el NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, en una combinación de pequeña burguesía, obreros y ex militares licenciados. Hitler, en fidelidad a la policía Bávara (aquel estado en que, luego de la intentona comunista, “todo lo reaccionario estaba de moda.”), acude como espía a sus primeras reuniones. Acabará fascinado: pangermanismo y antisemitismo en un movimiento populista. En apenas dos años se convertirá en el líder del movimiento, rindiendo obreros alemanes a sus fogosas diatribas.
Es la hora de las masas, excluidas y fanatizadas del volk, y que harán crecer el antisemitismo como desprecio a la elite judía germánica. El intelectual alemán-judío comienza a disociarse: recuerda Schnitzler como Herzl era pionero del pangermanismo, para acabar siendo el padre del sionismo luego del “caso Dreyfus”. En 1922 el asesinato de Walther Rathenau, judeoalemán Ministro de Exteriores del efímero régimen de Weimar, pone sobre aviso a los judíos alemanes de que ya no están libres de persecuciones. Para Zweig es un verdadero drama, “un segundo aviso” luego del encuentro italiano:
bq.“Me despedí de Rathenau delante del ministerio sin sospechar que era nuestro adiós definitivo. Más adelante reconocí por las fotografías que la calle por la que habíamos ido juntos era la misma en que poco tiempo después los asesinos habían acechado el mismo coche: fue una verdadera casualidad que yo no fuese testigo de aquella escena funestamente histórica. De ese modo pude vivir con más emoción y con una impresión más fuerte de los sentidos el aciago episodio con que empezó la tragedia de Alemania, la tragedia de Europa.”
La muerte de Rathenau, que había negociado con una irascible URSS el eficiente Tratado de Rapallo (1920), exponía que los lejanos tiempos de Karl Lueger —del cual hablan con afecto tanto Zweig como Hitler en sus memorias— como alcalde antisemita de Viena que no persiguió un judío habían pasado. En 1923, un año más tarde, Hitler entra en la historia con un teatral golpe de estado en una gran cervecería de Munich, la _Bürgerbräukelle_r. Era demasiado pronto. “La marcha de Roma” de los nazis habría de esperar hasta los años 30.
En 1924 Hitler estará internado en la cárcel de Landsberg, saliendo a finales de año. Pactará la legalidad con las autoridades de Baviera del NSDAP, prometiendo respeto a la constitución, pero sus bravatas antisemitas le llevarán a una prohibición de dar discursos. A escasos kilómetros de esta Baviera reaccionaria, Zweig pasa los primeros años de los 20 en Salzburgo, dedicado a su oficio de escritor. Realiza biografías sus grandes mitos, Balzac, Dickens e incluso Nietzsche para 1925. El prestigio del escritor va en aumento en esta Austria que todavía sobrevive con dignidad al legado de un Imperio imposible y a los intentos anexionistas de grupos pangermanos.
Estos años locos de descontrol, marcados por la hiperinflación y las célebres imágenes de las carretillas de billetes, son también lo de verdadera orgia dionisiaca del Berlín de entreguerras, donde los “únicos temas aceptados en política era el fascismo y el comunismo”, según Zweig. Este pequeño respiro social, fruto de la ruptura cultural en sociedades como Alemania y Austria dominadas por regímenes conservadores durante todo el siglo XIX, tiene una fecha previsible de fin: 1929. Con el partido organizado en el norte de Alemania, gracias a la perseverancia de Gregor Strasse, los nacionalsocialistas irán acumulando votos para acabar siendo dominantes en la década de los 30.
Zweig llega a ser un literato de éxito en plena ascensión del nazismo, con su seminal Fouché para 1929 y su meticulosa biografía de María Antonieta en 1932. En 1927, sus Momentos estelares de la Humanidad, vindicación de aventureros, y giros copernicanos. Y otra vez el espíritu del siglo XIX. Para final de la década de los 30 no quedará un libro suyo en venta, gracias a los decretos antisemitas de Hitler. De nuevo, responde a este clima viajando, y recorre toda Europa —incluida España, donde busca editores a su amigo Schnitzler— llegando a visitar la aislada URSS, de la cual nos ofrece un testimonio agridulce. Es la última vindicación de su europeísmo, que verá un libro de tono póstumo como Erasmo de Rotterdam, casi hermano de sus memorias, en 1934.Sus ideas wilsonianas eran casi putrefactas en esta década: siguiendo la teoría de Mabuse de Lang construirá el acceso de Hitler al poder como una inmensa mascarada:
bq.“Pero la misma técnica que Hitler empleó más adelante en política internacional, la de concertar alianzas-basadas en juramentos y en la sinceridad alemana-con aquellos a los que quería aniquilar y exterminar, le valió ya su primer triunfo. Sabía engañar tan bien a fuerza de hacer promesas a todo el mundo, que el día en que llegó al poder la alegría se apoderó de los bandos más dispares. Los monárquicos de Doorn creían que sería el pionero más leal del emperador, e igual de exultantes estaban los monárquicos bávaros y de Wittelsbach en Munich; también ellos lo consideraban «su» hombre.”
El engaño parece una auto justificación de Zweig, ¿dónde estaban los intelectuales de Weimar entonces? Más bien, el peligro comunista —constante en toda la Alemania de la postguerra— unido al pobre afianzamiento de un régimen considerado bastardo en su origen llevó a gran parte de la burguesía a financiar a Hitler y su panda de matones. 1933, el incendio del Reichstag, supone la excusa fáctica para que la dictadura, brillantemente encauzada por Carl Schmitt como régimen “excepcional” en base a las teorías de Donoso Cortés, sea definitiva.
Al año siguiente, Zweig se exilia: Schnitzler había muerto en 1931, y Freud lo hará en el 39. Recalará, primero, en Inglaterra hasta 1939, donde tendrá que salir al desatarse la guerra. Es extranjero, y entonces considerado como sujeto peligroso, tal como se describe con amargura a su amigo Freud.
Lo cosmopolita había muerto en justo homenaje a la gloria de los nacionalismos que asolaban Europa. Su estancia en Estados Unidos, sus viajes en barco (glosados en la fantástica y póstuma Novela de Ajedrez 1942, uno de los mejores y más precisos estudios de la psicología de tortura nazi…), le llevarán al Brasil multirracial, al que dedicará un libro más costumbrista que ensayístico. Parecía su revancha contra la política étnica del NSDAP.
Y en estos años que van de 1942 a 1945 se produce la circunstancia paradójica que une Zweig a su némesis Hitler: el suicidio junto a sus amantes por no soportar el futuro. El principio estaba ahí, pero el método será diferente: Hitler se suicida de un tiro y deja a su amante Eva Braun el cianuro, los dos separados en extremos de un sofá. Zweig morirá abrazado a su mujer, unidos por el cianuro. Freud habría aplaudido la idea: eros y tánatos al fin juntos.
“…se dirigió al fondo de la sala, en donde relucía, pálido, un cuerpo de mujer. Tenía cabeza caída a un lado; unos cabellos largos y oscuros se derramaban casi hasta el suelo. Instintivamente, alargó la mano para enderezar aquella cabeza pero (…) titubeó otra vez. (…) ¿Era el cuerpo de ella…? ¿Aquel cuerpo maravilloso, floreciente, ayer mismo tan dolorosamente deseado?”
Arthur Schnitzler, Relato Soñado, Barcelona, Acantilado, 1999
Bibliografía
FEST, J. Hitler: Una biografía, Barcelona, Planeta, 2005
HITLER, A. Mi Lucha, Barcelona, Ojeda, 2007
SCHNITZLER, A. Memorias: Juventud en Viena, Barcelona, Acantilado, 2004
SCHORSKE CARL. E. Viena Fin De Siecle, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 1981
XAMMAR, E. El huevo de la serpiente: Crónicas desde Alemania (1922 – 1924), Barcelona, Acantilado, 2005
ZWEIG, S. Correspondencia, Barcelona, Paidós, 2004
ZWEIG, S. El Mundo de Ayer: Memorias de un Europeo, Barcelona, Acantilado, 2008
2011-04-14 18:20
Grandísimo artículo, muy indicativo de cómo se fraguó la preguerra y los derroteros posteriores en Europa.
Saludos