Kliong!, a razón de cada martes, se encargará de desmenuzar el mundo del tebeo y del cómic desde una perspectiva que llama a la rotura y al trompicón. Kliong tiene más que ver con una olla que cae por torpeza que con un arrebato o un golpe, aunque a buen seguro no saldrás sin moratones.
Quizá la más sonada de las características de esta época nuestra es el valor fundamental de la pornografía personal. Desde el ámbito académico, de la mano de Saint Beuve y un proyecto de modernidad que usa Las Meninas de Velázquez como bandera, hasta la calle. Pasando, por supuesto, por la televisión y sus magazines conservadores. Así, todo parece sostenerse en un patrón que casi nadie discute y que, incluso desde las más abstractas ciencias humanas, se pretende determinante al momento de resolver si una obra es o no pertinente de acuerdo al contexto en el cual ha sido construida. Pero… ¿Pertinente respecto a qué? Pertinente respecto a la posibilidad de formar parte de los testimonios culturales que han de ser destacados, tomados en serio o, simplemente, tomados en cuenta. Pero primero, eso sí, debe ser comprendida dentro de una jerarquía mayor aunque, vaya, muchas veces no sea más que un slo-gun. Snif.
El caso es que tampoco en el cómic resulta extraño encontrarse con obras fundamentadas en este despiece de lo personal como valor añadido, como principal apuesta estética y, sobre todo, como único decurso posible en pos de la edición. En la Novela Gráfica, ni hablemos. Todo parece indicar que sólo necesitamos una forma de ratificar el paisaje como plausible para otorgarle, sin mayores monsergas, una serie de valores por los que abogan las jerarquias de la cultura y que pretenden, siempre, ser el no va más de la sintesis de la humanida toda. Vamos, que en nuestra cultura ir por ahí ventilando miserias es un chollo.
El caso de la cosa, y por eso empiezo por donde empiezo (aunque soy consciente de que hoy debería hablar de algún tebeo futbolero), es que bajo este funcionamiento de la cultura lo menos importante de Miguel, 15 años en la calle es que Miquel Fuster haya vuelto. Lo menos importante de este tebeo, y no me miren así, es que un dibujante de pro que encarna el funcionamiento, el auge y la caída, de una industria que tan bien ha representado Carlos Giménez en Los Profesionales, vuelva y cuente lo que ha visto. Lo importante, nos subrayan al abrir y al cerrar este estupendo tebeo, es que es la obra de un alcohólico rehabilitado.
Y esto es una pena y un dolor, porque la obra es buena. Muy buena. Transita como pocas entre una carrera desesperada hacia la muerte y la esperanza que logra vertebrar un momento de lucidez, por mínimo que sea. Aquí se dan cita la bonhomia del hombre bueno y la hijoputez del hombre malo, permitiendo que miremos a la cara una noción terrible de la vida y de lo que conlleva estar vivo en estos tiempos nuestros y en la marginalidad más absoluta. Miquel Fuster ilustra la calle desde una perspectiva casi inédita en el tebeo: desde la primera persona de alguien completamente degradado, de alguien a quien los noticiarios y los papelotes le quitarían el título de persona para llamarle indigente. Así, de esta manera basta y sin monsergas, Fuster da rienda suelta a su trazo nervioso, denotando lo bien que viene el desaprender la cátedra de dibujo que vivió en la época dorada de las agencias de dibujos para currar en pos de la emoción, porque la perdida de pudor en este trabajo es absoluta: no sólo ilustra su desgracia si no que, además, funciona como calco perfecto de la marginalidad más chunga, esa que esconde las ciudades sus calles y donde todo se pierde, hasta el oficio.Una maravilla, vamos, por más que me joda tener a una ONG dando vueltas en torno a tamaño relato.