Kliong!, a razón de cada martes, se encargará de desmenuzar el mundo del tebeo y del cómic desde una perspectiva que llama a la rotura y al trompicón. Kliong tiene más que ver con una olla que cae por torpeza que con un arrebato o un golpe, aunque a buen seguro no saldrás sin moratones.
El pasado martes, en la barcelonesa La Central del Raval, quizá la librería con más pedigrí del centro o, ejem, una de las pocas librerias con un bar donde escribidores se ponen a aporrear el teclado de su ordenador con un énfasis que uno no sabe muy bien si están trolleando en internet o qué (sobre todo cuando uno luego se topa en diferentes medios con la bonhomia de esos escribidores) se presentó, en su sótano, a los ganadores del Premi Coll. De uno de ellos, el que se llevó la mayor cantidad de referencias y el que más fue celebrado gracias a una certera visión de lo que significan las presentaciones por parte de ese gran hombre que es Miguel Gallardo, ya he hablado y, por tanto, ahora toca hablar de el otro.
Abulio de Joan Cornellà es, a mi nada humilde parecer, una obra importante. No por haber ganado un premio, no, sino por haber logrado dinamizar una concepción de la realidad que al lector con dos dedos de frente le convocan de manera irremediable. Abulio habla del hoy a primera hora con una fuerza que nos obliga a pensarlo como futurible, es decir: habla del hoy a primera hora con una vivacidad que hasta el mañana a primera hora podría ser entendido bajo sus cimientos. Si la ciencia ficción pasó de usar un elemento que denotara su carácter fantástico para eliminar un elemento cotidiano para ilustrar ese mismo carácter, el joven Cornellà realiza la misma operación a fin de oponer un par de verdades dignas de noticiarios y papelotes en función del esperpento. Porque, además de ser una obra que disecciona algunos aspectos idiosincráticos, formula del particular al general: lo de los pensionados como eje de la historia, su rol como consumidores de todo lo que se produce, es actualísimo. De hecho, es tan actual que los telediarios ni lo mencionan y los papelotes lo dejan entrever en según qué firmas y en según qué secciones. Ya me entienden: lo que es complejo para los cronistas, es buen material para los chistolaris.Ante esto, lo curioso y de verdad apasionante es que, a pesar de que este hecho desvela una mirada sumamente certera, está alejada de cualquier tipo de contingencia, evita plantear sloguns y se realiza, sobre todo, en la risa. Cornellà evita toda gravedad, evita la impostura de una crítica que, la mayoría de las veces, se emplea como una cuestión de actitud y no de contenido. Algo, vaya, a lo que más de un autor se ha negado por pura búsqueda de respetabildad, acercando hacia la realidad lo que en otro ámbitos sería lo social, como mera excusa para la sensiblería nuestra de cada día. Y sí, sigo hablando del panorama del tebeo español. Hay un esemesé que lo evidencia, como el “pásalo”.
El hecho de que construya la risa mediante el esperpento ubica a Cornellà, si rizamos un poco el rizo, en una posición que han sabido dirimir y conducir todos los grandes autores españoles, permitiendo hablar de una tradición que en base a unas pistas que se basan en la exageración de según que características permite conectar dos siglos y pico de mala leche formulada a modo de esperpento. Esa tradición, ese dejo carpetovetónico de la diatriba de un inoperante como es Abulio, así como los guiños a la escuela Bruguera, hacen de la obra que nos convoca una rara avis en un paisaje cultural que se ha olvidado, o ha omitido, que lo español es también la contraposición de una serie de concepciones acerca de lo que es o no es cultura, acerca de lo que es o no es lícito y, sobre todo hoy, acerca de lo que se puede o no mencionar y no sólo un hombre con traje de novia u otro esmirriado sobre un corcél muerto de hambre. Si se fijan, de los dos ejemplos for export he omitido su contrario, algo, vaya, típicamente español. Va a ser que se me ha pegado. O algo.
Luego hay quien se asombra de que el tebeo sea un ámbito de libertad, pero, ya sabéis, el hecho de que las cosas no signifiquen más de lo que significan es un mito urbano.