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Kliong! por Carlos Acevedo

Kliong!, a razón de cada martes, se encargará de desmenuzar el mundo del tebeo y del cómic desde una perspectiva que llama a la rotura y al trompicón. Kliong tiene más que ver con una olla que cae por torpeza que con un arrebato o un golpe, aunque a buen seguro no saldrás sin moratones.

Civilizado era el hombre educado

Hoy a primera hora la cultura es, más o menos, dos cosas. Dos. Una de ellas tiene que ver con la posibilidad de generar mitos. Sí, los mitos son rentables y, además, sirven para generar baremos. Lo que es igual a decir que la cultura genera las reglas del juego en cuanto a la celebración de las actitudes y/o maneras de un Sujeto X. Lo complejo es que esto no tiene que ver, esencialmente, con las capacidades físicas o intelectuales del Sujeto X sino que se formula según la empatía que despierta o podría despertar dicho sujeto. Llámalo X.

La otra cosa, la que no es fabricar mitos, es la que responde a la acepción francesa del palabro cultura. La otra cosa, ejem, refiere al cultivo del espíritu, y lo hace en la lengua de la diplomacia o de los hombres sabios y probos. Esta otra cosa es la que ubica/sintetiza una serie de arbitrariedades y reglas subnormales en un Objeto X y en un plis plas le pone un sello de garantía que certifica que puede estar en a) un museo o que b) puede formar parte de un movimiento X. Un movimiento X es el resultado de la suma de Claves de Continuidad Conceptual palpables entre varios Objetos X creados por varios Sujetos X.

Y, aquí, es importante señalar que sí, que cierta idea de la cultura tiene que ver con las XXX que han resultado del desglose del conjunto de todas las formas, los modelos o los patrones, explícitos o implícitos, a través de los cuales una sociedad regula el comportamiento de las personas que la conforman. O, al menos, esa es la noción que me queda luego de leer Kiki de Montparnasse de Catel Muller y Jose Luis Bocquet una, argh, novela gráfica que retrata la vida y la muerte de Alice Prin, una de las pocas mujeres que a principios del Siglo XX se atrevía a posar desnuda para los pintores y fotógrafos que, luego, se forraron gracias a su trabajo y, sobretodo, gracias a la noción que obligaba a cualquier bohemio de tomo y lomo a pasarse una temporadita en París de entreguerras o en el infierno.

Esta noción de la cultura como un artilugio de talante masturbatorio o XXX es, precisamente, la que nos queda al leer este intento biográfico de una mujer de rasgos duros que se desnuda para los que serían algunos de los artistas más importantes del siglo recién pasado. Correcta en lo formal, la obra del dueto Muller-Bocquet da su punto más alto en algo que podríamos ver hoy en la televisión a cualquier hora y que se sintetiza tanto en la empatía que mencionábamos al principio como en la colleja sentimental que evoca cualquier melodrama. Dicho de otra manera, Kiki de Montparnasse cumple con ser una obra simpática y sentimental, que muestra a las vanguardias de principios del siglo pasado como telón de fondo para una historia de crecimiento que desemboca, como en casi todas las historias en las que a la protagonista le crecen las tetas, en una suerte moraleja planteada en forma de pregunta que no hace otra cosa que buscar los culpables de una vida desechada entre bares, bailes y canciones picantes que detallan la picaresca mediterránea.

Kiki de Montparnasse es, entonces, un ejemplo irrefutable de que la idea de obra mayor en el cómic tiene más que ver con repetir hasta el cansancio los vicios de los soportes ya ratificados por la academia, que con la búsqueda de formas expresivas que sustenten un discurso. En caso contrario, la única via, snif, parece ser la marginalidad. Una marginalidad que en el futuro será enormemente atractiva. Es una cuestión de tiempo y/o de constantes. De juicios apelmazados y de prejuicios ridículos. O no. Ni idea.

Llámalo X.

Carlos Acevedo | 06 de octubre de 2009

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