Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
Brillat-Savarin, gastrónomo francés, decía que “un pueblo es lo que come”. Joaquín Costa, político español, fue incluso más allá cuando dijo aquello de “dime lo que come el pueblo y te diré el papel que tiene en la historia”.
Pues sucedió, señor, que me propuse hacer torrijas el pasado Jueves Santo, como está mandado y es de recibo en casa de cristianos viejos, más que nada porque si no las oficio con el rollo de lo tradicional, mi pareja (que abomina de todo cuanto supere las 300 calorías de vellón), impone su derecho a veto culinario y yo me quedo sin hacerlas y, consecuentemente, sin catarlas.
Que poca bollería queda tan tradicional como las torrijas, que datan su prosapia al menos de allá por el siglo XV cuando Juan de Encina las hacía con pan, huevo y miel, aunque tal vez sus orígenes se remonten a incluso antes del nacimiento de Cristo.
Lo que no está tan claro es por qué ni cuándo se ciñe su presencia al periodo cuaresmal, aunque probablemente sucediera durante la Reforma, cuando la rígida observancia imponía el ayuno y la penitencia proporcional a la luctuosa efeméride y sobraba pan a mansalva. Y así, para no dar tanto pan duro a los pollos y cerdos, se inventaban migas y sopas y gazpachos y picatostes para mojar el chocolate y, por supuesto, torrijas.
Esos, claro, eran otros tiempos.
Por un lado porque, salvo privilegiados con acceso a una panadería tradicional, el pan de nuestros adocenados comercios modernos es casi siempre un producto precocido, luego recocido y quién sabe si incluso recontracocido. Y lejos de asentarse y crecer en densidad y sabiduría con el transcurrir de las horas, fenece y entra en rigor mortis antes de que cante el gallo o, más probablemente, el despertador.
Pero, por otro lado, porque además vamos abandonando la cultura del aprovechamiento por la del usar y tirar, aunque sea al contenedor de reciclaje del color adecuado. Ya no se hacen albóndigas con los recortes de carne, ni caldo con el hueso del jamón, ni ropavieja con el resto del cocido, ni croquetas con la cola de la pescadilla. En su lugar, la carne la venden limpia, el jamón sin hueso, el cocido en lata y la pescadilla limpia, en rodajas y congeladas. Y, aparte, las albóndigas en bandeja, el caldo en tetrabrí y las croquetas en bolsa. Pagando, claro.
Pues con las torrijas también. Que mirando yo entre los artículos de panadería me encuentro con unas barras perfectamente simétricas que se anunciaban como “especial para torrijas” (y que, claro,se hicieron exclusivamente para estas fechas pascuales).
Con absoluta pesadumbre comprobé que se trataba de un producto industrial, probablemente con abundante grasa en su composición, diseñado para mantenerse mórbido pese a los acontecimientos. Pero la aflicción tornó a horror al comprobar que su precio de venta prácticamente duplicaba al del pan honrado.
Ya de por sí me parece una anomalía retirar a la torrija su carácter de reutilización de material de desecho, pero elaborarlas con una materia prima fraudulenta y encima más cara que la genuina me parece una absoluta estulticia.
Concluyo que pareciera que hemos sucumbido a los sireniacos cantos publicitarios de los mercados y vamos contra las rocas a toda leche. En parte es falso, porque es que tampoco nos han dejado otra opción. Nos han enseñado a ser ricos, pero se nos ha olvidado cómo ser pobres. Ya no podemos volver atrás: no vamos a prescindir del aire acondicionado, de internet en el móvil y del fútbol en pay-per-view con pizza a domicilio. Y así llega la crisis y nos pilla en bragas y sin saber hacer torrijas.
Y entonces echamos la culpa de todo a nuestros gobernantes; que la tienen sin duda, pero que tal vez sea porque son simplemente una muestra representativa de nosotros mismos y que tuviera alguna razón aquello que dijo otro señor de que cada uno tiene el gobierno que se merece.
Joaquín Costa, el mismo que citaba ut supra la relación entre nuestra dieta y nuestra historia, vertía hace poco más de un siglo este párrafo, que no anda tan anacrónico como podría deducirse de su fecha de edición:
«Hay que entrar en el presupuesto de gastos como Atila en Roma; ejecutar heroicas y sangrientas anatomías, tapiándose los oídos y sujetando al paciente con la fuerza pública, al fin de evitar el curso forzoso y la suspensión de pagos, y de promover el descenso de los cambios y la subida de los valores, imprimiendo una dirección nueva a la política financiera. Ante todo, destinar a fomento de la producción (no diremos ya de la riqueza, por huir los equívocos) una gran parte de lo que se consumía en gastos improductivos, demostrando con eso a Europa nuestra voluntad de administrar por fin como personas cuerdas y de hacernos solventes; decidir al Banco a que movilice su cartera, v. g., negociando las obligaciones del Tesoro que tiene en ella, y suspender con urgencia y derogar después la ley que le autorizó para elevar la circulación fiduciaria a 2.500 millones; hacer tradición de Presupuestos que salden positivamente sin déficit, y obtener este equilibrio financiero, evitar o extinguir ese déficit del Presupuesto general de España, no aumentando el déficit de los presupuestos domésticos de los españoles, sino reduciendo al Estado a vivir como lo que ha vuelto a ser como un pueblo primitivo, trasladándolo desde el segundo a la buhardilla, cercenando los gastos en una tercera parte cuando menos (y no decimos más por causa de la Deuda), refundiendo y descentralizando servicios, despidiendo personal, diluyendo y escalonando responsabilidades, suspendiendo amortizaciones, unificando o convirtiendo deudas, hallando nueva materia contributiva, y si todavía eso no bastase, vendiendo islas lejanas, ensayando la reversión anticipada de los ferrocarriles, etc.»
(Joaquín Costa, Reconstrucción y europeización de España, año 1900)
Y en eso mismo, ciento doce años después, estamos; solo que ahora hacemos las torrijas con pan del día.
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2013-04-11 20:01
Acabo de llegar a su página por azar, es realmente triste ver a donde hemos llegado, su articulo sobre las torrijas, nos demuestra que vamos a una sociedad decadente, caldo en tetrabí y las croquetas en bolsa..
Y lo que estamos por ver, quizás tenga razón tenemos lo que nos merecemos.
Pero estoy convencido , que estos tiempos que vivimos, nos van a dejar un mundo mejor.