Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
De la dieta cotidiana y aparentemente repetitiva de Don Quijote, según nos cuenta Cervantes, poco queda en las cocinas de hoy. Palominos y los tan traídos “duelos y quebrantos”, la olla de vaca –que idealmente debiera llevar carnero- y su remanente aderezado en salpicón se han difuminado en los anales culinarios y su rescate tal cual fueron, a fecha de hoy son poco más que materia de estudiosos de este género.
Pero nos queda algo. La comida de abstinencia –cristiano viejo-, que a su mesa traía los viernes el ama que le servía, consistía en un plato de ínfimas leguminosas: Lentejas. Y de éstas aún gozamos.
Conocidas desde los albores de la civilización, probablemente contribuyeron a que la misma se consolidara, ya que se supone que se encontraban entre las primeras cosechas de un ser humano que aún dudaba entre agarrarse al suelo y trabajarlo o proseguir un par de milenios más de nomadeo; y la Lens esculenta (o Lens culinaris), digestiva, nutritiva y de larga conservación, debió poner sus ligeros granos en la balanza de la decisión.
Esto tuvo lugar en la Mesopotamia neolítica, mucho antes incluso de que el mayor de los nietos de Abraham, un tal Esaú, cediera sus derechos de primogenitura a su hermano Jacob, precisamente a cambio de un “rojo potaje” de lentejas (Gen. 25, 29-34). Sin ir tan lejos, en nuestra ibérica península se han encontrado restos de lentejas de unos 7000 años de antigüedad.
A algún turista le han contado que, sobre las piedras milenarias de las pirámides, pueden encontrarse pequeños granos petrificados que serían restos de las lentejas que los obreros almorzaban en la pausa de su dura tarea. La realidad es que esos redondeados resaltes no son legumbre sino marisco: fósiles de nummulites aprisionados entre la masa pétrea en el mismo momento de su sedimentaria génesis. Sin embargo, no es improbable que las lentejas formaran parte habitual de la dieta egipcia de hace cuatro mil años, como lo siguen siendo hoy en varios de sus platos nacionales.
También los griegos clásicos eran contumaces comedores de lentejas, como lo demuestran las múltiples alusiones en las comedias de Aristófanes, la anécdota del sacrílego Diágoras, que hizo de una estatua de madera del dios Hércules leña para cocinar su puré de lentejas, o la de Diógenes que tenía en ellas la base de su alimentación, lo que era tenido por comida de pobres, y cuando algún colega trepa le dijo que si adulara a su rey no tendría por qué comer más lentejas, respondió: “y si a ti te gustaran las lentejas, no tendrías por qué adular más al rey”.
Los romanos, que se mofaban de los pultofagonides, consumidores de garbanzos (que por tales tenían a sus seculares enemigos los cartagineses), tenían, sin embargo, en gran aprecio a este grano, el más humilde (en tamaño al menos) de las leguminosas secas, y el legendario proto-gourmet Caius Apicius lo nombra y glosa en repetidas ocasiones, como así viene apareciendo en los sucesivos recetarios históricos hasta nuestros días en que sus descendientes italianos reciben a cada año nuevo con un buen plato de lentejas aderezadas con contundente embutido, tradición que ha sido adoptada en buena parte de la América hispana.
Y es que, de tanto cohabitar con las culturas, la lenteja ha adquirido su propia taumaturgia, y entre las propiedades no nutricionales que se le atribuyen está la de atraer al vil metal, dinero contante, tal vez por que su forma recuerda a las monedas de curso legal. Aunque su nombre, aclaro, proviene de “lente” en clara referencia a su geometría biconvexa. De todas formas, volviendo a lo económico, queda clara su importancia cuando nos referimos a nuestra actividad laboral como “ganarse las lentejas”.
Extendida hoy por todo el mundo con unas veinte variedades cultivadas, la lenteja no ha logrado, al parecer, instalarse en un plato emblemático en la cocina peninsular –como el garbanzo en el cocido o las judías en la fabada-, sino que parece sobrevivir en un difuso potaje que admite infinitas variaciones de entorno, temporada y bolsillo, codeándose en la olla con compañías tan dispares como el cerdo y sus embutidos, ternera, zanahorias, patatas, nabos, espinacas, arroz, ajos, cebolla, tomates, pimientos, etcétera; y aun el pescado, la pasta o la verdura de ensalada no le son hostiles. Sin olvidar a las lentejas “viudas”, esto es, donde el grano circular es el único ingrediente identificable.
Su contenido en grasas es inferior a sus leguminosos parientes, siendo por añadidura el de mayor contenido proteico de todos ellos, lo que le otorga un beneficio dietético ligeramente superior, por no hablar de su mítico contenido férrico. A esto ha de unirse una cochura más sencilla y fiable, hasta el punto de que, bien llevada, no se hace necesario un remojo previo.
En España disfrutamos de tres variedades bien diferenciadas: la lenteja “rubia” castellana es la mayor de ellas –y una subvariedad de ésta es la lenteja de la Armuña, conocida también como “gigante de Gomecello” y cuyo diámetro alcanza casi el centímetro-, la más difundida “verdina” y la minúscula pero sabrosa “pardina” (o “francesa”), que es uno de los productos más emblemáticos de la canaria Lanzarote.
Pero acabemos hoy con receta y remontémonos a los orígenes de cuanto he hablado recuperando en nuestra cocina la más popular y simple de las lentejas cocinadas en Oriente Medio, el Kushary ad’ashfhar (en Egipto) o Mudad’arad (Siria), lentejas con arroz:
200 grs de lentejas (pruebe a buscar lentejas egipcias, de color anaranjado, en algún establecimiento de comida globalizada)
100 grs de arroz
2 cebollas
aceite de oliva extra virgen
sal y comino
Depediendo de variedad y costumbre, remoje las lentejas unas horas antes.
Cuézanse las lentejas en 3/4 de litro de agua con sal durante una media hora a fuego medio o bajo (pero manteniendo el hervor). Subir el fuego y, cuando recupere ebullición viva, verter el arroz y espolvorear el comino deshecho entre los dedos. Volver a fuego lento hasta que el arroz se haga (unos 20 minutos más).
Freír las cebollas muy bien picadas en tres cucharadas de aceite hasta dorar y añadir al guisado en el momento en que se apaga el fuego. Remover, dejar reposar y servir caliente.
Disfrútenlo imaginando que se encuentran en algún lugar entre los ríos Tigris y Eufrates y que faltan al menos 5000 años para que las editoriales se pasen al libro electrónico.
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2010-03-12 14:59
Pues aquí va mi receta con lentejas: Lentejas para (to)dos . Buen provecho :-)
2010-03-12 17:21
Macho
muy bueno el articulo e ilustrativo el articulo sobre la cocina judia y las lentejas, gracias y un abrazo
Carlos
2010-03-25 11:54
En fin, yo y las especias… ¿alguna alternativa al comino?
Voy a dejar aquí una “petición del lector” para demandar un artículo (o varios) sobre las especias, sus equivalentes, sus utilidades rápidas… yo soy poco intuitivo y si no es porque lo pone el bote, jamás se me ocurriría que “a los guisos de patata se les puede añadir una cucharadita de tomillo”…
2010-03-26 15:28
Alberto:
Sustituir el comino es complicado, sobre todo para no romper el matiz arábigo del plato. Podría pensar en semillas de cilantro.
En efecto, las especias y condimentos requerirían más de un artículo, posiblemente volúmenes enteros. De todas formas tomo nota y procuraré satisfacer tu demanda.