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el ojo que ve por María José Hernández Lloreda

Se volcarán aquí, cada día 27 de mes, una serie de reflexiones personales —aunque no necesariamente de ideas originales— sobre la mente, la realidad y el conocimiento. La autora es profesora del Departamento de Metodología de las Ciencias del Comportaminento de la Facultad de Psicología de la UCM. En LdN también escribe Una aguja en un pajar.

Príncipe y mendigo

Aunque ya reflexioné de pasada sobre este mismo tema en otro artículo creo que merece dedicarle uno en exclusiva. La sensación que me produjo la reproducción del friso de Beethoven en la exposición de Klimt me ha vuelto con la extraordinaria exposición de la tumba de Tutankhamón y sus tesoros. Tiene unas reproducciones espléndidas de todos los objetos que se encontraron, donde pueden observarse hasta los más mínimos detalles. Claro que esto es lo que me pareció a mí. Nunca he tenido la suerte de ver los originales y no creo que hubiera sido capaz de descubrir que no estaba delante de ellos, salvo por unos cartelitos donde explicaban de qué material estaba hecho el original al que correspondía cada copia. Se puede disfrutar bastante, pero a mí me resulta muy difícil. Durante todo el recorrido no podía evitar pensar que eran unas meras copias, interesantes para acercarte al arte egipcio, incluso se podían apreciar mejor algunos detalles que en los originales, a los que tienes que observar siempre a través de los cristales que los protegen. Pero nada más, algo así como asistir a una buena clase sobre el arte egipcio. Y lo que más me perturbaba era esa molesta sensación de saber lo que me estaba perdiendo, porque si la exposición hubiera sido de las piezas originales, seguro que habría estado cerca del síndrome de Stendhal. Es más, estoy convencida de que si en la exposición hubiera habido alguna pieza original, aunque sólo hubiera sido uno de los objetos menos interesantes, la mayoría nos habríamos quedado pegados allí mucho más tiempo que con el resto.

Sabía que podría experimentar algo parecido a lo que sentí la primera vez que entré en el aula de Fray Luis de León en la Universidad de Salamanca. Se conserva más o menos como estaba cuando impartía clase. Además, carecía de los ornamentos falsos que suelen adornar las casas-museo de personajes famosos de las que uno sale con una sensación de truco clarísimo. Esta no, estaba el aula tan sobria como debió estar y sin ningún objeto colocado allí para recordar la presencia de Fray Luis. Era mucho más fácil trasladarte en el tiempo y tener la sensación de que él había estado allí.

Es evidente que las copias de la exposición de Tutankhamón eran mucho más bonitas que la sobriedad del aula de Fray Luis, pero eran falsas.



Y no sé muy bien por qué, pero cuando uno está ante el original tiene la sensación de que hay una energía que emana de él hacia nosotros, como si el hecho de haber estado durante años antes que nosotros por aquí, el que haya sido creado por alguien que vivió antes que nosotros y que sea un referente para nosotros, le hiciera poseedor de una energía que uno puede sentir con sólo su presencia. Es una sensación impresionante y sería bonito que los objetos y los sitios poseyeran esa carga, pero habrá que reconocer que la energía emana más de nuestra mente, que no es más que lo que nosotros proyectamos en ellos. Porque si no fuera así, sólo con su presencia podríamos diferenciar un objeto original de una buena copia y ya sabemos lo complejo que esto resulta incluso para los entendidos.

Claro que hay diferencias entre el original y una mera copia, que un experto puede llegar a detectar en muchos casos: el material es diferente, el paso del tiempo deja ciertas huellas que no son fácilmente reproducibles… En el caso de los colores es claro, no es sencillo conseguir un mismo color si no se utilizan los mismos materiales y si alguien ha visto el original apreciará la diferencia. Pero la cuestión no tiene nada que ver con eso.

Lo que es innegable es que tiene un efecto sobre nosotros y que esa sensación es poderosa y placentera, independientemente de por qué se produzca, de que el efecto se deba a nuestra mente o que del propio objeto emane esa energía. Es evidente que el objeto o el lugar capaz de sobrecogernos es particular para cada uno; yo no podría sentir nada teniendo en las manos un objeto de Elvis Presley, del mismo modo que mucha gente pasará delante del aula de Fray Luis como si nada. Son sensaciones intransferibles, muy particulares y por eso muy poderosas.

Mi abuelo era maestro y, aunque murió cuando yo era pequeña, ha sido una de las personas que más ha influido en mi vida. Supongo que parte de mi vocación por la enseñanza me viene de él. De pequeña jugaba con las tizas que aún le quedaban de cuando daba clase y recuerdo haberlas visto guardadas durante muchos años, incluso cuando ya estaba en la universidad y sabía con mucha probabilidad que podría quedarme allí a dar clase. Pero en una de las últimas obras que se hicieron en la casa, las tizas desaparecieron. Recuerdo que mi primer día de clase, mientras escribía en la pizarra, me acordé de ellas y me dio rabia no haber guardado una para ese momento. Así supe que me había perdido una de esas sensaciones únicas. Inútil, incomprensible para los demás, pero única.

Somos fetichistas, queremos tocar lo que los otros han tocado, creemos y sentimos, por mucho que la racionalidad no lo avale, que esos objetos tienen parte de la energía de los que los poseyeron y que esa energía en cierto modo se transmite. Y lo que es indudable es que nuestro cerebro genera esa sensación sin que podamos hacer nada ni para evitarla ni para activarla. Entonces, ¿hasta qué punto no tienen los objetos de alguna forma esa energía? Queremos el santo grial y no nos conformamos con otra cosa.

María José Hernández Lloreda | 27 de septiembre de 2010

Comentarios

  1. Marcos
    2010-09-27 23:34

    Muy interesante, como siempre.

    De todos modos, fíjate que tú misma pones casi todos los alicientes para preferir el original en aspectos externos al mismo, luego se mantiene lo que para mí es una pregunta inquietante: ¿qué diferencia a un original de su copia? Entendiendo que la copia sea fiel, claro. Por ejemplo, para los no expertos, no creo que se aprecie deferencia alguna en las copias de los cuadros. Y eso duele.

    Saludos

  2. Cristina
    2010-10-01 14:54

    Quizá la diferencia sea sólo saberlo! Por gracia, o por desgracia, la mente; o mejor dicho, la conciencia!!

  3. alberto
    2010-11-06 13:01

    Me encanta leer lo que escribes, yo tambien he sentido como me traslado a ese tiempo en el que un objeto o estancia han estado en mi memoria por alguna razon.


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