Por qué la gente hace las cosas qué hace. Ésa es la pregunta que se hace Lucía Caro, bien como publicista, como profesora, como investigadora sobre la identidad digital o como mera observadora de tu cesta de la compra en la cola del súper. Pero en Cosecha de Vértigos se centrará el día 2 de cada mes en analizar fenómenos comunicativos en el contexto de la web social. Lo del título promete explicarlo un mes de estos.
Lo reconozco:
1) A veces miro las fotos de gente que ya no es importante para mí pero sigue en mi red de Facebook. Merodeo entre ellas por puro entretenimiento: estaba aburrida —el aburrimiento y la procrastinación son los motores centrales que suelen llevarme allí—, no tenía nada que decir a mis contactos para informarles de que había llegado —Hey buddies!— y en ese momento, esa persona que no me interesa ni me importa, ha publicado una foto de una cena, un viaje o su último estilismo. Así que allí me planto y a golpe de click puedo ver las fotos y los comentarios, como quien mira un escaparate. Veo momentos que son importantes para alguien, contenidos que esa persona ha decidido compartir, titular, a menudo editar, etiquetar, etc. Esos microrrelatos de vida no significan nada para mí, más allá de formar parte de un contexto, de la experiencia de consumo que me plantea Facebook. Y me pregunto ¿no es esta una forma de construir relaciones parasociales a la inversa? ¿y cuántas personas consumirán mis historias —¡tan importantes para mí!— para rellenar sus minutos de la basura?
2) A veces entro en los perfiles de personas muy importantes para mí dentro y fuera del mundo virtual, leo sus actualizaciones, sus fotos, con quien interactúan, etc.; y salgo de sus páginas personales con la sensación de conocer cómo son realmente sus vidas. Con una ilusión de acceso análogo a la que ofrecen las revistas del corazón sobre la intimidad de los famosos, de nuevo, una interacción parasocial, ahora con personas que conozco y que me importan mucho, pero ¿quién tiene tiempo de escribir un largo email contando y preguntando? Además ¿no sería eso un tanto intrusivo por mi parte? Dado que yo les importo también —o eso creo— ¿acaso no se sentirán obligados a responder con otro mail largo? Sé que esto suena bastante forzado dicho así, pero son muy pocas las personas con las que no experimento este freno. Un obstáculo que, por otra parte, no suelo verbalizar, lo que ayuda a que esta forma de autocensura opere de un modo fluido e invisible.
3) A veces miro mi perfil de Instagram en la versión para navegador. Para los no usuarios: su diseño en la cabecera es diferente a la versión para la aplicación. Dado que está desarrollado pensando en el acceso a fotografías puntuales desde fuera de ésta, quizá por parte de gente que no la usa o para ver perfiles de personas a las que no sigue, ofrece en su cabecera un mosaico en movimiento de imágenes de diferentes meses del usuario, a modo de panorámica general del perfil ––de la identidad que propone el usuario, en mi lectura––. Contemplo mi cabecera en el navegador, como decía, en un acto de narcisismo autovigilante que me gustaría explicar recordando a McLuhan y su propuesta del mito de Narciso como narcosis:
Lo que este mito pone de relieve es que el hombre queda inmediatamente fascinado por cualquier prolongación de sí mismo en cualquier material distinto a su propio ser. […] la sabiduría del mito de Narciso no nos da la idea de que Narciso se enamorara de algo que él mirase como a sí mismo. Es evidente que sus sentimientos habrían sido muy distintos si hubiese sabido que se trataba de una prolongación o extensión de sí mismo.
Lo que Narciso ve en el reflejo de sí mismo en el agua es el yo objeto, la identidad reflejada en esa plataforma, adaptada a las proporciones que propone el nuevo medio. Así observo yo la imagen deformada de mí misma que me devuelve Instagram, pensando en que controlo mi creación, mi particular frankenstein; y pienso en cómo puedo, desde ella, modelar las impresiones que esta imagen deformada produce sobre los demás. En definitiva, cómo me traduce la herramienta —en mi caso son flores, mi gato, edificios y yo misma, todo un cliché, aunque supongo que el diablo está en los matices, claro—.
A todo esto ¿por qué se lo dedico a Foucault? ¿Acaso era sólo un gancho para académicos hipsters? No sólo: en Voluntad de saber, Foucault plantea la invitación a la confesión de la sociedad occidental como una refinada estrategia de poder: el hacer hablar es un modo más sibilino y aceptable de control, ya que al verbalizar confidencias, sentimos una especie de liberación, un alivio con ecos de transgresión y emancipación. La confesión se ha convertido hoy en un mecanismo que contribuye a un mejor perfeccionamiento de los engranajes de la sociedad de consumo y los medios sociales son probablemente su mayor exponente. Pero esa —como diría Jack Lemmon—, esa es otra historia. Hoy sólo vine al confesionario.