Ingredientes: 2 onzas de realidad, 1 onza de ficción, 4 gotas de ironía, 1 pizca de mala leche.
Preparación: Mezclar todos los ingredientes en el procesador de textos y servir adornado con signos de puntuación. Puede completarse con ginebra, vodka, tequila…
Tras la barra cada viernes Concha Mayo, nacida en Barcelona, escritora y fotógrafa ocasional.
Disfrutaba de un día de playa tranquilo, cuando un grupo de mujeres y niños se instaló a unos metros de mí.
Pude constatar que llegaban, a pesar de mis ojos cerrados y de los muchos metros que nos separaban; a pesar del sonido del mar y de la música que iba directa de mi iPhone hasta mis oídos. Y no, no soy vidente ni tengo poderes paranormales. Simplemente berreaban como si les fuera la vida en ello; todos ellos; desde los niños, a la abuela.
Los niños se fueron al agua y ellas seguían dando instrucciones y advertencias a las criaturas, a pesar de la evidente distancia entre ellos, por lo que levantaban aún más la voz, si es que eso era posible. Y, muy a mi pesar, constaté que sí; lo era.
Subí el volumen de la música para no oírlas. Estrategia inútil. Un cantante de heavy a su lado, parecería Julio Iglesias entonando baladas.
Las miré sin articular palabra; gesto que no les pasó inadvertido y les sirvió de acicate. No sólo aumentaron el volumen de sus voces, sino que me convirtieron en el centro de sus exabruptos. Es increíble las abundancia de expresiones que la “sabiduría” popular puso en boca de aquellas mujeres en cuestión de segundos.
Como colofón, una de ellas bramó:
-Si no quiere que la molesten, que se vaya a una playa privada.
¡Qué más habría querido yo! Y aunque en aquel momento no disponía de esa alternativa, decidí que el fantástico día de playa había llegado a su fin y era hora de irse con la música a otra parte, donde ya de paso pudiera oírla.
Me puse el vestido; las sandalias. Recogí la toalla húmeda y repleta de arena, y me dirigí hacia el paseo marítimo, sin intención de esquivarlas. Me miraban satisfechas, regodeándose ufanas en su victoria. Pero a pesar de su constante vocerío, ya casi no las oía. Tan sólo escuchaba los latidos de mi corazón retumbando en los tímpanos.
Cuando llegué a su altura me detuve y, de forma aparentemente imperturbable, cogí la toalla y la sacudí con todas mis fuerzas sobre ellas.
-¡¡¡Pero, ¿qué hace?!!! Rugió una de ellas, mientras se quitaban ofendidas la arena de encima.
Ocultando mi ansiedad tras las gafas de sol, rematé la jugada:
-Si no queréis que os molesten, id a una playa privada.
2009-09-06 01:35
no soporto los gritos, ni la gente gritona … La gente discreta es gente virtuosa.
saludos.
2009-09-06 17:22
Genial, como siempre, Concha. Me habría preocupado si no fuera por esos latidos que retumbaban y esa ansiedad tras las gafas; yo, a veces, me quedo en los latidos, y me voy con la ansiedad en la boca del estómago, sin pasar a la acción, pero tan cerca.
Un beso.
2009-09-07 00:46
¡Gracias Ana!
En realidad, no lo viví en primera persona, pero me fue fácil de imaginar.
No sé si yo habría llegado tan lejos…