Oigo decir a uno de los comensales de la mesa de al lado. Y aunque nunca he probado un cuerno churruscado, le compadezco y me alegro de haber pedido paella.
Susana, con quien comparto esta comida de domingo, está ausente. Juega con los granos de arroz, moviéndolos de un lado a otro con la punta del tenedor.
-Inés, creo que Didac me está poniendo los cuernos. –Suelta a bocajarro.
El sabor de los cuernos (en plural y sin chamuscar) me resulta más fácil de identificar. Amargo. Sin duda. Aunque según el ángulo pueden tener un sabor agridulce.
Levanto la vista del plato y la miro fijamente, como esperando un gesto que me confirme cuan segura está de su afirmación, mientras busco algo apropiado que decir.
Susana sigue concentrada en su plato, moviendo el arroz de norte a sur, esquivando cigalas y mejillones. Al fondo, un camarero dice:
-Señor, aquí hacemos la fideuà tostadita. Pero no está quemada, nadie más se ha quejado.
-¡Si te digo que sabe a cuerno quemado es que sabe a cuerno quemado!
Me cuesta imaginar un cuerno quemado. Lo único que me viene a la cabeza es un festejo popular en que se envuelven las astas de un toro con algodón y esparadrapo, para luego prenderles fuego. Me pregunto si el que acuñó la expresión tuvo ocasión de probarlos.
Susana continúa:
-Estoy completamente segura, Inés. Ultimamente, Didac llega siempre tarde a casa. Además, está como ausente y dice que necesita más tiempo para sus cosas.
Callo y observo. He perdido el apetito. Calculo que a estas alturas, la paella debe haberse enfriado.
-Sé que hay alguien más, Inés, –insiste Susana – por las noches sueña con ella y repite un nombre: Kittie, Kittie… ya sabes que viaja a menudo a Hamburgo…
En otra mesa próxima, unos comensales rubios y rojos por el exceso de sol y de alcohol, piden su tercera jarra de sangría. Los niños, aprovechando el relajo de sus progenitores, han cogido una cigala cada uno y juegan a la guerra de los monstruos con brazos-pinza, dejando un rastro de arroz amarillo sobre el mantel.
No he llegado a probar las cigalas de mi paella. No sé si coger una y unirme a la guerra de monstruos con los niños gamba o explicarle a Susana que Kittie no es alemana y que la conozco mejor de lo que, en ese momento, quisiera…
El camarero, al ver que nuestra paella sigue casi íntegra en los platos, se acerca y nos pregunta:
-¿Algún problema con la paella, señoras?
Susana sigue lloriqueando, incapaz de ver al camarero, a quien hago un gesto para que nos deje solas.
-No sé que cuernos les pasa hoy a los clientes. –Murmura mientras se aleja.
En la pantalla de mi móvil, un mensaje de Didac: “Kittie, tengo ganas de verte”
]]>Oigo decir a uno de los comensales de la mesa de al lado. Y aunque nunca he probado un cuerno churruscado, le compadezco y me alegro de haber pedido paella.
Susana, con quien comparto esta comida de domingo, está ausente. Juega con los granos de arroz, moviéndolos de un lado a otro con la punta del tenedor.
]]>Me pregunto a quién pertenece la mano gigante que dibuja los obstáculos que sorteo cada día. Puede que mis objetos cotidianos estén formados por tinta para seres descomunales y hasta es posible que disfruten viéndome escalar los bordes de sus mensajes, haciéndome sudar para alcanzar palabras de tal envergadura, que su significado se me escapa.
Regreso al papel y a su explorador espontáneo. Y me pregunto si ese ser blanquecino que deambula por los fantasmas de mi escritura esconde algún mensaje oculto, si no será la musa que llevo tiempo buscando. Por si acaso, lo miro con admiración y respeto mientras corona, no sin esfuerzo, la palabra “destino”. Lo que interpreto como una señal. Es como si esa güija invertebrada con patas tratara de dictarme un argumento reordenando mis propias palabras. La emoción me embarga y la humedad aflora a mis ojos.
Abandono por un momento los micropaisajes de tinta; miro por la ventana y trato de vislumbrar el lugar en el que mar y cielo confluyen. Pero las lágrimas me devuelven una imagen distorsionada. Recojo con ambas manos la humedad de mis mejillas, mientras cuestiono la utilidad evolutiva del llorar por emoción. Me inclino de nuevo ante el texto y una lágrima díscola impacta sobre el verbo “amar” deshaciendo sus confines. Recorro las frases con mi mirada en busca del “destino” que daba cobijo a mi musa. Necesito preguntarle cómo es posible amar con caracteres emborronados, tan desfigurados que no logro conjugar el verbo. Mas el ser albo ha abandonado la palabra sin dejar pistas de su paradero.
Lo busco entre líneas, escondido tras los puntos y a parte, formando diana en el interior de las “os” y serpenteando entre los puntos suspensivos… Decido entonces cambiar de estrategia. Escribo “felicidad” con mayúsculas, le ofrezco “dinero” deletreado con esmero y caligrafía pulcra; “premios” remarcando bien la “s” del plural… y todo a gran tamaño para pueda verlas desde lejos, regrese y me indique mi destino, ese que ha dejado en suspenso.
Inútil ejercicio. No aparece. Pero lo que sí regresa a mí es un llanto desolador. Lloro su pérdida con lágrimas calientes que se deslizan mejilla abajo inundando mis palabras, sepultando con mis sollozos los imperceptibles gritos de socorro del bichito blanco que lucha por salir a flote de un amor borroso cuyos límites se expanden con cada gota y lo atrapan en su contorno de agua salada.
]]>Pero ese mismo dinero con el que había evitado traiciones y comprado momentos de gran intensidad erótica, había resultado estéril a la hora de sobornar a la magistrada que se hallaba frente a él, a punto de dictar sentencia condenatoria en su contra.
“Tenía que haber sido cineasta o escritor.” Pensó, mientras trataba de imaginar cómo sería el color del cielo a través de los barrotes de una celda.
No escuchó el veredicto que le inculpaba. Perdido en sus divagaciones, hilvanaba la trama de su primer thriller, en el que una jueza incorruptible aparecía muerta en extrañas circunstancias, en los lavabos del juzgado.
]]>Paseo por las páginas de actualidad internacional, me salto las de política, no quiero empezar el día de mal humor; cuando llego a las de economía, comienzo a sospechar que algo pasa con mi café. Pero no tengo prisa. Sigo leyendo. Cuando llego a los horóscopos levanto la vista. Al fin, entre las mesas, un hombre avanza dubitativo con una taza de café en la mano. Pienso: “Hace tanto que se lo pedí que ya no recuerda que es para mí.” Le hago un gesto con la mano, se aproxima, deposita el café sobre la mesa y, acto seguido, se sienta frente a mí.
Aún no he tomado el primer café de la mañana y estoy somnolienta, pero conservo la suficiente lucidez para saber que no es habitual que el camarero se siente a contemplarte sonriente, en espera de que tomes la consumición. “¿Será una nueva estrategia de marketing?” se me ocurre. Y en seguida me imagino pidiendo un capuchino con 15 minutos de conversación sobre política o mejor un café solo aderezado con la charla de una amiga del alma, mínimo una horita, por favor, que ya que me pongo…
Pero al poco, vuelvo a la realidad de la cafetería donde todo sigue exactamente donde estaba, el camarero al otro lado de la taza, sonriendo, mirándome… Empiezo a sentirme incómoda. Pero él, lejos de percatarse, da un paso más y se presenta:
–Hola, soy José.
Tan sólo acierto a responder un “hola” flojito. Y observo atónita que José, parece tomarse su trabajo muy en serio, coge el sobrecito de azúcar y se disponer a endulzar mi café. “¡Pero si yo no tomo azúcar!” Pienso, pero no me atrevo a proferir palabra y él aprovecha sigue dándome conversación:
-¿Así que eres argentina?
Lo miro perpleja y respondo:
-¿Argentina, yo?
Entonces añade:
-¿Eres Valeria? ¿verdad? En el chat me dijiste que…
Por inercia, miro hacia la barra. El camarero, inconfundible con su bata blanca, me mira y hace un gesto como si acabara de recordar algo. Dos mesas más allá, una mujer le pregunta:
-¿Tenés pastelisshhoss de crema?
]]>Se oye un trueno a lo lejos. Apoya ambas manos sobre la pica y se mira de frente. Otra madrugada de invierno se ha hecho hueco entre las decepciones que atesora sobre sus hombros. Ya en la ducha, dirige la presión del agua a la parte superior de su espalda; trata de deshacer con calor, el rosario de contratiempos que clava sus cuentas entre sus escápulas, pero apenas le reconforta.
Al salir de la ducha, el espejo húmedo le devuelve un yo desenfocado con el que se identifica. Por un momento, imagina otro rostro acompañándole tras la bruma y recobra algo de fuerza para enfrentarse al mundo. Con el albornoz atado a la cintura se dirige al comedor. El cielo plomizo salpica con lágrimas la cara externa de los cristales, disimulando el vaho de tristeza que los tiñe por dentro. Con una de las mangas afelpadas abre un hueco en la superficie del cristal y se asoma. A través de los restos de humedad, la realidad aparece desafinada. “No hay realidades limpias” piensa para sí. Y siente un tímido deseo de abrirse de nuevo al mundo. Entonces un relámpago impacta en sus retinas, siente un escalofrío y piensa: “tal vez mañana”.
]]>Irene trató de captar su atención y dijo:
-Antonio, ¿en qué estás pens…?
Pero antes de que pudiera terminar la frase, un zapato irrumpía en la vichyssoise de Antonio, salpicándole la camisa.
-¡No me lo puedo creer! –expresó éste en voz alta.
Irene emitió entonces un gritito y saltó a su vez de la silla. Ambos miraron hacia el fondo del restaurante, de donde suponían había venido volando el proyectil y donde, desde hacía bastante rato, se escuchaba discutir a una pareja. La mujer acababa de quitarse el otro zapato y amenazaba con golpear con el tacón afilado a su pareja, que trataba de inmovilizarla.
- Te lo vas a tragar igual que yo he tenido que tragarme a tu amiguita ¡cerdo! –gritó enfurecida.
El camarero hizo ademán de acercarse a ellos, pero la mujer comenzó a insultarlo también a él e intentó agredirle con la mano que aún tenía libre, por lo que optó por hablarle a distancia:
-Señora, tranquilícese, por favor. O tendré que llamar a la policía.
-Isabel, por tu padre, que estás dando el espectáculo. Estate quieta o vamos a tener que atarte a una silla, –agregó su acompañante.
-No me digas como tengo que comportarme ¡tú precisamente! –insistía la tal Isabel fuera de sí.
El restaurante albergaba diez o doce mesas cuyos comensales sin excepción miraban en dirección a la disputa. En una de ellas, un grupo de hombres con traje y corbata se ponían en pie y solicitaban la cuenta.
La mujer, desencajada, prosiguió:
-Como no me sueltes el brazo, juro que te denuncio por maltrato.
Acto seguido, contorsionó el torso tratando de librarse de las manos que la sujetaban. El forcejeo hizo tambalear el reserva que habían estado bebiendo hasta entonces, cayó al suelo haciéndose añicos y salpicó las mesas colindantes con una lluvia burdeos.
Los hombres trajeados solo podían alcanzar la salida pasando junto a la mesa de la discordia, pero no eran partidarios de intervenir en asuntos domésticos y menos de poner en riesgo sus costosos trajes, por lo que decidieron recular y permanecer un rato más sentados a la mesa.
El estruendo de la botella contra el suelo había alertado a los empleados de cocina que asomaban la nariz, justo a tiempo de ver cómo la mesa y el resto de su contenido se volcaba sobre el hombre objeto de la agresión, que aún seguía sujetando por las muñecas a la desquiciada mujer, como único medio de evitar el tacón que amenazaba con abrirse camino en cualquier lugar de su anatomía.
-¡Que alguien me ayude a sujetarla! ¡Por dios! –inquirió al fin, pero nadie acudió en su auxilio.
-Yo creo que lo mejor es llamar a la policía, –adujo el camarero desde una distancia prudencial.
-¡Ya puedes ir despidiéndote de todo lo que tienes! ¡Te voy a dejar más pelado de lo que estabas cuando te casaste conmigo…! –Bramaba ella.
Una pareja de jubilados extranjeros se miraba entre sí incapaces de articular palabra, como si aquella exaltación les estuviera agrediendo en lo más íntimo.
Por el contrario, Antonio e Irene, conscientes de que no iban a conseguir otra vichyssoise para cenar en un tiempo razonable, habían decidido reírse de la situación. Él se había puesto de rodillas y, con el zapato en la mano, fingía ser un príncipe en busca de su cenicienta. Irene que al principio celebró encantada la ocurrencia, no tardó en molestarse de forma ostensible al ver que su pie no encajaba en el diminuto zapato que le ofrecía su pretendiente.
Antonio, por el contrario, lejos de amilanarse por ese ligero contratiempo, siguió interpretando su papel de mesa en mesa, arrodillándose una tras otra, ante todas las féminas del restaurante.
Irene estaba contrariada, tenía hambre y se estaba poniendo celosa por momentos, elementos que por separado habría controlado sin problemas, pero que, combinados, la habían convertido en una bomba de relojería dispuesta a cualquier cosa por recuperar su cuota de protagonismo. Entonces, decidió poner fin al entuerto del único modo en que creía iba a ser posible: de mujer a mujer y con las mismas armas. Se descalzó, tomó un stiletto en cada mano y corrió hacia la mesa donde aún se disputaba la batalla campal.
Isabel se quedó helada al ver a Irene aproximarse hacia ella empuñando ambos zapatos y trató de esquivarla pero, como quiera que su pareja la tenía inmovilizada por los brazos, fue un blanco fácil para Irene quien le clavó uno de sus afiladísimos tacones en el antebrazo. Isabel profirió un grito desgarrador que pasó desapercibido, pues el resto de comensales se había acostumbrado ya a sus alaridos y había dirigido su foco de atención a los juegos de seducción de Antonio.
Tan solo el marido de Isabel se estremeció al ver otro tacón de aguja hundiéndose en la carne de su mujer. Sólo entonces tuvo a bien soltarla. Acto seguido, miró en dirección a Irene a tiempo de percibir otro zapato acercándose a su rostro y un dolor agudo en el ojo derecho.
Las dos mujeres se habían enganchado del pelo y gritaban como posesas tratando de eliminar a golpe de tacón a su oponente. El forcejeo les hizo resbalar y caer al suelo, donde su lucha se volvió un cuerpo a cuerpo salvaje entre cristales y manchas burdeos empapando sus prendas.
Irene reiteraba el nombre de Antonio con insistencia, pero él seguía con la mirada perdida en el infinito.
-¡Antonio! –repitió y, en esta ocasión, le zarandeó el antebrazo para obligarle a mirarla.
Sólo entonces, Antonio dirigió su vista a la Vichyssoise primero, a Irene, después y murmuró:
-¿Eh? Qué ocurre?
-Antonio, ¿en qué estás pensando? –Insistió Irene.
-En nada en particular… a esta vichyssoise le falta algo…
]]>“Sólo a mí se me ocurre escribir sentado en un puñetero autobús.” Piensa. Luego mira de reojo al tipo que se ha sentado a su lado y que también observa por el rabillo del ojo su libreta para ver si pilla algo de lo que escribe.
Pablo analiza al recién llegado que mueve la pierna como si tuviera el baile de San Vito. Entonces, se pregunta quién será ese santo y por qué tiene un baile propio… Si tuviera wifi buscaría en San Google, pero su libreta de cuadros no tiene conexión y no puede acceder a la Wikipedia. Echa de menos tener una tableta… de las electrónicas, que de las de chocolate ya se zampa un par a la semana. Cree que es así como se consiguen los abdominales de tableta. Pero por más que se mira la barriga, lo único que ve aumentar son sus michelines.
María, su novia, está deprimida; no para de decirle que se quiere ir de España, que aquí la cosa está fatal. Dice que en Twitter ha oído hablar de otro planeta recién descubierto que es habitable y donde es posible que no haya llegado la crisis todavía… Pero Pablo sabe que ese nuevo mundo está a miles de años luz y mientras el AVE no circule por algún agujero negro, tendrán que quedarse aquí a pasarlo de ese mismo color.
Pablo intenta distraerse del tono oscuro que tiñe su realidad e impregna sus pensamientos perdido en su planeta de cuadros con espiral, a lomos de su estilográfica, desde la que navega siempre a la misma velocidad y evita distraerse con Twitter. A veces, se pregunta si alguien es capaz de leer los twitts de mil seguidores… él apenas da abasto con sus cincuenta… así que no le extraña que María oiga voces al finalizar el día… son demasiadas horas inmersa en la pantallita del móvil… pendiente de miles de mensajes diminutos… pobre María.
Intenta tranquilizarse diciéndose que el mundo es así; evoluciona… Y entonces se pregunta porqué todo cambia excepto el primate que está sentado a su lado y que sigue moviendo compulsivamente la pierna… y que le está poniendo de los nervios. Pero no es de buena educación decirle a alguien que no se conoce de nada que se esté quieto, por mucho que eso te impida concentrarte…
Me llamo Pablo. Soy escritor. A veces, salgo de casa a buscar historias y la que hoy encontré, me ha traído a comisaría.
Frente a mí, un agente rellena un impreso a máquina… ¡y yo que me sentía del siglo pasado con mi libretita! Aquí, en este organismo público, parece que no tienen presupuesto para comprar un ordenador o quizá lo que no tienen es paciencia para enseñar informática al agente que, ayudado únicamente por sus dedos índice, golpea el teclado de una Underwood que impacta sobre una cinta llena de tinta, marcando caracteres sobre el impreso que luego me hará firmar con un bolígrafo BIC, uno de esos de plástico transparente que detesto. Yo le pediría que me dejase firmar el impreso con mi Montblanc, que me sale mejor letra… pero entonces recuerdo que ya no está en mi poder, que por eso estoy en comisaría; que se la llevó el tipejo que tenía sentado a mi lado en el autobús y me he quedado sin ella. ¡Menuda cara! Todo el numerito de la pierna seguro que fue una estrategia para conseguir su objetivo. Y es que yo me pongo muy nervioso cuando me hacen temblequear el asiento y como no me atrevía a pedirle que parase… porque ¡a ver! ¿con qué derecho le pide uno a un desconocido que deje de tamborilear la pierna? Pero está claro que tampoco es sano reprimirse… luego pasa lo que pasa… uno se va calentando y, al final, no pude más, perdí los estribos y le clavé la pluma en el muslo. Y ¡vaya si surtió efecto…! dejó la pierna quieta en el acto…
Lo malo es que yo estoy aquí, en comisaria, prestando declaración y él, con mi Montblanc en urgencias.
]]>Se miró al espejo, ahí estaba ostentosa, precediéndole ante el mundo, restándole siempre protagonismo; un excedente de milímetros que de haber sido corredor hubiera supuesto una ventaja competitiva, favoreciendo la aerodinámica de su rostro y anticipando su llegada a meta. Pero su único objetivo en este momento era llegar a Reyes con el ánimo intacto y sin dejarse impregnar en exceso por el espíritu “naviñoño” que este año se le antojaba de un dulce superlativo y le estaba tocando el apéndice nasal.
Seguía contemplando su imagen cuando, de repente, sintió un fuerte picor en la nariz y, acto seguido, la fuerza de un estornudo desplazaba violentamente su rostro hacia adelante, haciéndole impactar contra el espejo.
Horas después, en el servicio de urgencias, un médico con expresión apesadumbrada le comunicaba que tenía roto el tabique nasal. Ramón, sin pensarlo dos veces, se le colgaba del cuello y con lágrimas en los ojos repetía:
-¡Gracias doctor, muchísimas gracias! ¡Soy feliz!
“Será la Navidad” reflexionó para sí el doctor, quien sin entender demasiado, trataba en vano de desprenderse de aquel abrazo espontáneo cuyo origen atribuyó al espectro navideño que se le antojó más pringoso de lo habitual.
¡Felices Fiestas a todos! (con unas gotitas de limón)
]]>Se miró al espejo, ahí estaba ostentosa, precediéndole ante el mundo, restándole siempre protagonismo…
]]>Últimamente le ocurría a menudo. Su médico de cabecera también tenía cara de niño, “¿qué podía saber él de medicina o sobre lo que tenía que comer y cuándo? Ya soy mayorcita para saber lo me conviene y no voy a permitir que un niñato me prohíba mis cuatro caprichos,” Se decía.
Arrastró sus pensamientos y el cestito con ruedas hasta el pasillo de los lácteos. Una nevera interminable acumulaba estanterías repletas de variantes de yogur: con azúcar, de soja, con envase de cristal, con edulcorantes, 0% de materia grasa, de sabores, con trocitos, biológicos, sin lactosa… Sintió vértigo.
-Yo sólo quiero un yogur normal, como los de siempre –murmuró.
-¿Araceli? –dijo una voz de hombre a sus espaldas.
Se giró. Había pasado una eternidad desde la última vez que se vieron, pero el corazón le dio un vuelco.
-¡Dios mío! ¡Araceli! ¡Qué alegría verte! Estás tan guapa como siempre.
-Está claro que, además de pelo, has perdido vista –respondió ella con una sonrisa maliciosa.
Él le rió la gracia y añadió:
-Cómo echaba de menos tus pullas.
-Seguro que no tanto como yo tus ronquidos –agregó ella.
Se estudiaron unos instantes en silencio, saboreando un lejano pasado en común que, gracias al tamiz del tiempo, les pareció más amable. Finalmente, Araceli rompió a hablar para evitar que se le humedecieran los ojos.
-¡Anda! Ayúdame a buscar unos yogures.
Él la tomó por el brazo y le pregunto:
-¿Los sigues tomando naturales y sin azúcar?
Araceli respondió:
-Pero ¿cómo puedes acordarte de eso? Creí que a estas alturas ya no podrías recordar ni tu nombre.
-Y yo, que moriría sin haber ligado en un supermercado y ya ves –añadió guiñándole un ojo.
Araceli se apretó contra su brazo y suavizando la voz agregó:
-Mejor que no te hagas muchas ilusiones, Don Juan. Hace mucho tiempo que no me gustan los hombres de mi edad.
-Apuesto a que se te olvida con un par de copas de vino –susurró instantes antes de iniciar un forcejeo con un pack de yogures, tratando de descifrar la etiqueta.
Al verle arrugar los ojos y estirar los brazos, Araceli rebuscó en su bolso y, por primera vez, se puso las gafas de leer. En ese momento, los diminutos caracteres negros dejaron de oponer resistencia. Mas al ver los variados y desconocidos ingredientes que acompañaban aquel postre lácteo, miró a su acompañante a través de los cristales y murmuró:
-Ahora entiendo porqué nunca te gustó el yogur…
Al verlo tan de cerca y con las arruguitas magnificadas por el efecto lupa de los anteojos, le pareció más frágil que antaño y, por un momento, sintió algo parecido a la ternura.
-Será mejor que vayas a por una botella de vino antes de que me arrepienta, –
susurró, se quitó las gafas y las depositó en el lineal sobre un pack de yogures.
Poco a poco, día tras día, aumenta el espacio entre vocablos y la distancia entre renglones. No pasa mucho tiempo hasta que deja de escribir, eliminando de sus artículos esos molestos caracteres negros que interfieren en la lectura.
-Ahora mis lectores pueden leer entre líneas a sus anchas –argumenta ante su editor el día en que le presenta una hoja en blanco.
Lo han despedido.
]]>Para Ernesto aquella aparición fue un desatino. Aficionado al café, gustaba del placer de la lectura en su cafetería habitual; un lugar de luz cálida, cómodas butacas, gente discreta y música suave. Pero tras la irrupción de Marieta y su criatura, había sido incapaz de pasar página, se distraía en cada coma y perdía el hilo en cada punto y aparte.
Marieta pidió un agua para ella y un zumo envasado para su retoño; de haberse molestado en leer la etiqueta, habría visto que apenas contenía un 4% de zumo de frutas. El chiquillo, que además se ser hijo de aquella mujer, lo era de su tiempo y de una alimentación industrial rica en toxinas y azúcares, padecía un trastorno de hiperactividad con el que torturaba a todo el que tenía a su alcance, excepto a su madre, que se mostraba inmune a su falta de educación y parecía haberse vuelto sorda a los agudos grititos que emitía desde cualquier ángulo de local, reclamando su esquiva atención:
-¡Mamá, mamá, mira! ¡Mira lo que hago, mamá! ¡Mamá…!
Mamá, en vez de mirarle o de levantarse, de cogerlo por una oreja y obligarle a estar sentado un rato o de pegar un grito ella misma y poner fin a la algarabía, parloteaba por el móvil ajena en cuerpo y alma a las correrías del fruto de su vientre, que estuvo a punto de hacerse compota tras tropezar con el pie de Ernesto y abrirse la cabeza.
Ante el cambio de ritmo en los gritos proferidos por el chico, la madre levantó la vista, cortó en seco la conversación y se apresuró a socorrer a su niño llevándoselo entre aspavientos y alaridos al hospital, a que le curasen la brecha abierta en su cabeza, que había dejado un charquito burdeos en el suelo.
Ernesto respiró aliviado, volvió a meter el pie bajo la mesa y, mientras se arrellanaba en su butaca preferida, pensó “hasta el destino necesita de vez en cuando que le echen un cable”.
]]>Los pasos de su atacante se alejaron con prisa. Una sirena se aproximaba. Perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, tenía puesta una máscara de oxígeno y un paramédico repetía su nombre con insistencia. Sintió ganas de vomitar, pero no pudo. El sonido obstinado de la sirena acompañaba los vaivenes del vehículo. Sus ojos volvieron a cerrarse.
En ese instante, en la otra punta de la ciudad, sonaba un teléfono.
Gabriela cierra la ventana antes de descolgar para no oír la sirena de ambulancia que se cuela en su comedor camino del hospital cercano. Ya es la quinta en lo que va de noche. Y Javier que se retrasa. Tendré que cenar sola otra vez. Camina despacio. Tiene las piernas hinchadas y dolor en la espalda. Lleva años esperando un riñón que no llega. Descuelga el auricular.
-¿Diga?
Es su médico, quiere verla mañana.
-Sí doctor. Perfecto. Mañana a las ocho.
“¿Dónde estará Javier?” Se pregunta. “Tendré que ir sola al hospital.”
Javier se mete entre las sábanas poco antes de la madrugada. Se le acerca sigiloso por la espalda. Le besa la nuca. Gabriela se gira.
-Parece que hay buenas noticias. Mañana he de ir al hospital a primera hora. -Le explica entre susurros. – Puede que haya un donante.
Javier murmura un “te quiero” y repasa el contorno de sus labios con el índice derecho, como si con ese gesto de ternura pudiera borrar el recuerdo de los golpes asestados esa noche y tantas otras, en su particular búsqueda del Santo Grial con forma de legumbre, que podrá por fin liberar a Gabriela.
]]>El día en que se conocieron, Cupido debía estar de vacaciones. Aquella unión imposible parecía obra de Lucifer: Basilio, un virtuoso de los fogones y Claudia, una aspirante a actriz que aseguraba engordar con tan sólo oler los vapores que salían de la cocina de su novio.
Durante los primeros meses de su relación, el amor pudo con todo. Y aunque desde el primer día, Claudia se obsesionó con el elevado número de calorías suspendidas en el aire del apartamento, creía que la incesante actividad física, consecuencia de su reciente enamoramiento, compensaba las calorías olidas de más.
Para Basilio, la inapetencia de Claudia fue un reto para el que se propuso hallar remedio. Amante como era de la cocina tradicional, preparaba suntuosos cocidos, fabadas y cochinillos. Pero Claudia se negaba sistemáticamente a probar sus platos. Alguna vez, le hizo creer que había ganado la batalla; la comida desaparecía del plato y Basilio se alegraba, hasta que días después encontraba trocitos de tocino semienterrados en las plantas, a las que ese ingrediente extra en la tierra parecía aportar un brillo inusitado en sus hojas.
Pero en lo referente a la gastronomía, Basilio era de naturaleza perseverante. Aunque no tenía claro si su obstinación nacía de un instinto protector hacia Claudia o de la fuerte necesidad de su ego por conseguir el reconocimiento de su amada.
Investigó, se apuntó a cursos de cocina creativa, hizo prácticas gratuitas en los fogones más vanguardistas de su ciudad. En su despensa, las legumbres y la manteca de cerdo dejaron paso a gelatinas, cloruros y carragenatos. Las horas hasta entonces compartidas, en el lecho conyugal, pasaron a ser un grato recuerdo al que aferrarse mientras experimentaba día y noche con goma xantana y cloruro cálcico en busca de la receta perfecta para Claudia.
Primero llegó el “Granizado de tomate ahumado sin tomate”. Claudia lo rechazó tras un sorbito esquivo, agregando que el tomate le producía acidez de estómago y no se lo podía permitir, que tenía un “casting”.
Días después llegó la “Espuma de agua de mar a las finas hierbas”. “Soy alérgica al marisco” dijo ella con un mohín de disgusto y añadió: “No pienso probar ningún líquido en el que se hayan bañado esos insectos acuáticos, aunque lo disfraces con plantitas aromáticas. ¡Puaj!”
Aunque Claudia tenía razones para estar contenta, pues acaban de contratarla como protagonista en una obra pequeñita, estaba convencida de que su novio ya no la quería. Había dejado de hacerle el amor y pasaba las noches entre probetas en la cocina, como si buscase algún veneno perfecto para acabar con ella.
Basilio volvió a intentar impresionarla con un “Deshielo de cola light al horno” que según Claudia había perdido toda la gracia porque le faltaban las burbujitas.
Sentado frente a la “Mousse de humo con tuétano de bacalao” que Claudia acababa de rechazar y tras hacer repaso de todos sus fracasos, Basilio concluyó que a su relación también le faltaban las burbujitas y no entendía porqué. ¡Con lo mucho que lo había intentado!
Junto a la mousse halló una nota manuscrita en un pedazo de cartón:
“Querido Basilio,
Me enamoré de ti porque tus besos eran los más dulces, pero has deconstruido nuestra relación con tus ausencias. Ahora sólo tengo tu indiferencia y la soledad de mis noches. Yo no sé vivir así. Deseo que encuentres a esa mujer de paladar exquisito que sepa valorar tus creaciones. Yo sólo ambicionaba tu cariño.
¡Hasta siempre!
Claudia”
Basilio giró el cartoncito. Le había escrito en ¡una caja de Donuts! Se levantó de un saltó y se encerró de nuevo en la cocina.
Claudia se dirigía al teatro, como cada tarde. Se sentía pesada. Como ya era habitual, había estado lloriqueando y comiendo madalenas con trocitos de chocolate y helados, tratando de llenar el vacío que sentía. Pero esa breve satisfacción oral no hacía más que incrementar su desasosiego, por lo que volvía a comer.
Lo último que deseaba en ese momento, era encontrar a Basilio en la puerta del teatro con una cajita en la mano. Y sólo de imaginar que la caja pudiera contener alguna de sus ofrendas humeantes, se le torció el rictus. Pero Basilio no se amilanó, se acercó a ella y le dijo:
“Claudia, ¡te quiero! ¡Te ruego que me perdones! ¡Juro que no volverás a dormir sola y que no te obligaré a comer! Acepta este pequeño obsequio como una ofrenda de paz.”
Y acto seguido añadió: “No tienes que probarlo si no quieres…”
“Nunca lo hago.” Pensó Claudia para sí, pero como su amor hacia él era todavía superior a su mala leche, se tragó sus palabras, incrementando así su empacho.
Basilio prosiguió: “Los he llamado ‘Besos de chocolate para Claudia’”.
Aquel nombre consiguió despertar la curiosidad de Claudia que no tardó en aceptar el paquetito y mirar en su interior. En ese momento, se le activaron simultáneamente las glándulas lacrimales y las salivares. La caja contenía un simple surtido de trufas y bombones, colocaditos en filas alternas, o eso parecía…
“Sólo llevan chocolate, mantequilla y azúcar.” Se apresuró a aclarar Basilio antes de que a su novia le diera por imaginarse un relleno de “aire del desierto” o de “espuma de cielo de tormenta”. Aunque bien pensado no habría sido mala idea… Ya estaba de nuevo en las nubes, imaginándose ganador de la receta de bombones más suculenta e ingeniosa del año cuando, sin previo aviso, recibió un delicioso beso con sabor a chocolate.
Por primera vez en muchos meses, se sintió feliz.
Ya tendría ocasión de explicarle en otro momento, que los iba a mejorar para presentarlos a concurso…
]]>El día en que se conocieron, Cupido debía estar de vacaciones. Aquella unión imposible parecía obra de Lucifer: Basilio, un virtuoso de los fogones y Claudia, una aspirante a actriz que aseguraba engordar con tan sólo oler los vapores que salían de la cocina de su novio.
]]>Días atrás, una atractiva mujer se había personado en mi oficina sin avisar y, mientras me hacía entrega de un sobre cerrado, comentó: ”quiero pillar a mi marido con las manos en la masa corporal de alguna de sus amiguitas.” Dentro del sobre: fotos, direcciones habituales y ciertas rutinas. Entonces añadió: “No le pierda de vista. En especial, cuando parezca seguir la rutina.”
El eco de sus palabras se perdió en la moqueta que forraba las paredes y que supongo debí sustituir hace mucho por una buena mano de pintura. Pero me resisto a perder esa seña de identidad que a veces sobrecoge a mis clientes y les predispone a pagar y largarse cuanto antes.
Los días de aquel hombre transcurrían tal y como mi clienta había anticipado. Cumplía escrupulosamente con las rutinas y horarios previstos como si sus pies fueran conducidos por un riel invisible.
Empecé a investigar sus noches. No me sorprendió comprobar que eran tan reiterativas como sus días. Incluso las salidas nocturnas de mi clienta se integraban perfectamente en las rutinas de su cónyuge. Todas las noches desaparecía al poco de llegar él, como si se hubieran repartido el uso de aquel domicilio por franjas horarias. Algo no encajaba. En la agenda de aquel hombre no había lugar para la improvisación ni para las infidelidades.
Una noche, decidí romper las pautas y vigilar a mi clienta. Puse un GPS y un micro en su coche. La seguí. Condujo hasta la ciudad y se detuvo en una calle céntrica. Fue entonces cuando vi a mi mujer entrar en su coche y fundirse ambas en un profundo abrazo mientras mi clienta le susurraba: “Tranquila, mi amor. Mi marido no va a moverse de casa esta noche. Y el tuyo sigue allí, vigilándolo.”
Creo que fue entonces cuando abrí la guantera.
]]>Una locutora masticaba un cóctel de noticias ácido y amargo, endulzado apenas por el anuncio de una leve subida de las temperaturas. Si bien, aquí, lo bueno sería que bajasen; el verano había pasado el testigo a un otoño raquítico al que se le daba bien pasar desapercibido. ¿Qué había sido de las lluvias torrenciales de otoño? ¿Y de las hojas caídas? Lo que sí caía en picado era la economía y su moral.
Preparó una cafetera y la puso al fuego. A los pocos minutos, se sirvió un líquido negro y aromático con la esperanza de recobrar la lucidez mental. Abrió un armario. Vacío. Se había quedado sin tostadas, sin galletas, sin familia, sin trabajo… tenía que encontrar un empleo ¡ya! o el banco vendría a ocupar su piso y a quedarse con sus corbatas, sus cuchillas de afeitar y sus cucarachas.
¡Cómo había cambiado el mundo! Hasta no hacía mucho, los que ocupaban viviendas eran jóvenes desgreñados y sin lavadora. Y a los delincuentes se les veía venir de lejos, en pandilla, con su caminar chulesco y los ojos hambrientos. Desde que estábamos en caída libre, las fronteras eran difusas. La caridad de los gobiernos iba dirigida a los poderosos bancos en vez de a las masas de necesitados que se multiplicaban como incómodos piojos de los que parecían querer librarse haciéndoles la vida un poquito más difícil cada día: trabajar más años y con más ahínco, más horas, por menos paga…
La locutora del noticiero hablaba de ETA, de Sadam… Robert reparó en que a Pepiño Blanco hacía días que no lo mencionaban, como si lo hubieran borrado de la escena política que, ante la inminencia de las elecciones, debía estar reluciente como una patena. Y se preguntó también qué habría sido de Millet. Ya nadie hablaba de él. ¿Y los millones que hizo desaparecer? ¿Por qué este tipo de deudas no eran hereditarias? ¡Ya verías tú lo pronto que aparecían!
-Distintos perros con el mismo collar –murmuró.
Tomó un sorbo de su café solo, sin endulzar y continuó barajando pensamientos: “Ya nada es como antes; ni quiera los gobernantes respetan sus propios colores ¿izquierdas? ¿derechas? ¡Pobre gente! Será que se confunden de mano; como sólo las usan para llenarse los bolsillos… La estrategia está clara: no te pongas enfermo, tu hospital ahora está un poquito más lejos… y tu cáncer… ¡eso puede esperar…! ¿Cuestión de pillarlo a tiempo? ¡No hombre, no! eso se decía antes… ahora sabemos que si esperamos un poquito, veremos con mayor claridad si es terminal o no; si está de dios que la palmes, mejor te ahorras pasar por la quimio ¿no? que es un proceso muy duro (y muy caro) no sea que nosotros, los ladrones de guante blanco, tengamos que prescindir de nuestros pequeños lujos, de nuestros enchufes, de los pellizcos recibidos en gasolineras y en burdeles, esos que seguimos pagando con tus impuestos… que también sirven, por si no lo sabías, para subvencionar a la Casa de Alba.”
Al llegar a este punto, detuvo el flujo de sus pensamientos y farfulló:-¡Pobre gente! Hasta ellos están pasando necesidad, menudos problemas de liquidez dicen que tienen… ¿o será de retención de líquidos? Sí, debe ser eso… que ya tiene una edad esa señora… Es que eso de tener tanto… no debe ser bueno.
]]>Cogió una servilleta de papel y escribió una frase. Tan sólo una. La dobló sobre sí misma y la dejó sobre la mesa. Pensó en mandársela. Quizá, al compartirla con él, todo volvería a tener sentido.
Pidió la cuenta y fue un momento al lavabo. Necesitaba un poco de agua fresca corriendo por su cara para aclarar las ideas.
Mucho mejor.
Volvió a la cafetería a tiempo de ver como el camarero dejaba la cuenta sobre la mesa y se llevaba la taza y el papelito doblado que fue directo a la bolsa de desperdicios.
“Espera.” Pensó. Pero no dijo nada.
En el fondo, no tenía ganas de hablar.
]]>Laura se demoraba en la habitación del hotel que acababan de compartir, tratando de eliminar en su cuerpo las huellas de aquella explosión hormonal que, como una mala gaseosa, había tardado escasos minutos en desbravarse.
Con la toga puesta y visto desde el banquillo de los acusados, Jaime parecía más atractivo.
Suspiró. Se atusó el pelo y salió de la habitación.
Tras varios meses y recursos, la sentencia había sido favorable. Se sentía aliviada. “No era un mal abogado, después de todo.” Se dijo.
Jaime llegó al despacho minutos después y colocó el expediente de Laura en la pila de casos cerrados. Dando también por concluido su pacto semanal de encuentros furtivos que nunca sobrepasarían los límites de las sábanas ni del secreto profesional.
]]>En la lengua inglesa, el color azul (blue) indica también un estado de ánimo: la tristeza. Quizá es porque va ligado al color del agua, al de la lluvia, que según la mitología griega eran las lágrimas de Zeus.
Blues es también es un estilo musical dominado por voces negras.
Pero el que más llama mi atención es el empleo del color azul para referirse a un género cinematográfico: las blue movies que, en contra de lo que podría pensar más de un castellano hablante, no son películas tristes sino eróticas o “verdes”, que es como las hemos llamado aquí toda la vida. Pero no verde REPSOL, que de un tiempo a esta parte intenta convencernos de que la extracción de crudo y su transformación son procesos ecológicos que velan por el medio ambiente. Hace unos años, ser verde a partir de cierta edad tenía más que ver con las blue movies que con las petroquímicas o con Greenpeace.
Pero volviendo al azul… Ser azul en lo político también tiene su significado; como el ser verde o rojo, color también del amor pasional. Pero ¡que nadie se emocione si su extracto bancario está en números rojos! No es una declaración de amor del director de la oficina bancaria, sino un claro síntoma de que la cosa esta negra.
Paradojas de los colores.
Yo prefiero no pensarlo demasiado. No me apetece ponerme azul, ya que en mi lengua materna sería más grave que en inglés. Y cuando mi ánimo anda flojo abro una botella de vino y me sirvo una copa.
Eso sí, importante no superar esta dosis para seguir viendo la botella medio llena… y la vida de color rosa.
Aunque te pongan verde.
]]>La cabina se detiene en la planta cuarta. Se abren las puertas. Una mujer nerviosa y colorada arruga al instante la nariz y exclama: “¡Uy!” Miguel hace un comentario sobre los desechos que cubren el suelo, exculpándose al instante de los efluvios que la inundan. Ella asiente y ríe. Su risa es como un gas nervioso, desacompasada, insistente. Se mete por las rendijas del cuerpo y no te deja pensar.
Matt ladra. Difícil saber si le molesta más el perfume denso de la mujer o el desagradable olor que les acompaña. Quizá sea la combinación de ambos o la risa nerviosa de la mujer colorada que a veces se interrumpe para dejar paso a una muletilla insistente, “¡Ay! ¡A ver si llegamos enteros abajo!” Y de nuevo ríe. Y luego vuelve otra vez a la muletilla…
Por suerte, aunque pudo parecerlo durante unos segundos, la eternidad de esos instantes no dura para siempre. El ascensor llega a la planta baja, las puertas se abren y Matt salta de los brazos y corre hacia la calle. Miguel le sigue. Pasean hasta la avenida peatonal donde un músico ambulante adorna, con las notas tristes de su acordeón, los ladridos de Matt que se acerca a olisquear las escasas monedas que contiene el sombrero del músico. Miguel tira de la correa. Matt protesta con un ladrido lastimero.
A lo lejos, la vecina colorada se aleja con pasos cortos y rápidos, balanceando todo el cuerpo. Matt se entretiene en cada esquina, marca árboles, examina hocicos y genitales de otros canes que se cruzan en su deambular sereno.
Mientras la noche cae, Matt explora el mundo y Miguel se despoja de lo accesorio, recuperando su esencia en cada paso antes de regresar al cajón que les devolverá cable arriba, al confort del hogar.
]]>Me compré un sombrero cónico. Empecé a estirar mucho el cuello hacia adelante y a sacarme fotos de perfil, que colgué en mi nueva cuenta de facebook www.facebook/nefertiti/ Ya tengo más de 2.000 seguidores.
He sustituido la almohada cervical y el colchón de látex por un par de sarcófagos que adquirí en una sala de subastas. ¡Son tan monos! Marcos no acaba de acostumbrarse, pero yo disfruto enroscándome en las sábanas y luego cierro la tapa del sarcófago. Se está calentito y no me despierta la luz de la mañana, ni sus ronquidos.
A Marcos tampoco le gusta mi nuevo look. Me pinto los ojos con una gruesa raya negra que se alarga hacia la sien, mi pelo se ha vuelto lacio y oscuro como el azabache y voy engalanada de pies a cabeza con escarabajos forrados de oro y lapislázuli. No se ha tomado muy bien mi inversión, ni mi amor por lo que él llama despectivamente “esas bestias”.
En fin, espero que se le pase pronto el enfado. Mañana vienen a hacer un bajorrelieve en el salón con nuestra imagen de perfil y no me gustaría pasar a la posteridad de morros.
Nefer
]]>A cada paso, una queja, un adiós decrépito.
La brisa del norte clavaba mil agujas en su rostro exhausto, congelando el curso de sus lágrimas vírgenes.
Era tal vez, una tarde de otoño. Y era, quizá él, quien lloraba en silencio por alguien que apenas ya recordaba. Recordaba, eso sí, las hojas caídas; el ruido de sus pasos cansados; la escarcha en su corazón; Y el golpe de aire seco que levantó un murmullo en el suelo, convirtió su mirada en hielo y despeinó sus cabellos de invierno, desprendiendo el último recuerdo que de ella le quedaba.
Así fue como el viento se la arrancó de la memoria y la enterró en la hojarasca.
Desde entonces, mira siempre hacia el suelo y escucha atentamente el murmullo de las hojas por si escucha de nuevo su voz o ve sus manos revolviendo entre la hojas.
]]>Le miré creyendo que se trataba de un vecino del inmueble que iba a preguntarme algo. En los pocos segundos en que nuestra mirada se cruzó, tuve la sensación de conocerlo de algo. Por fin caí ¡vaya si le conocía! Era ese señor que sin ser mago, cada Nochebuena se cuela en nuestras teles.
Seguía mirándome como si fuera a decir algo o esperase a que yo lo hiciera.
Pensé en hacer una reverencia, tal y como manda el protocolo en estos casos, pero no la tenía muy ensayada por lo que desistí. La siguiente idea que vino a mi mente fue ponerme de rodillas e implorar clemencia por meterme con su nuera. Pero preferí no dar demasiadas explicaciones para no oírle decir: “¿por qué no te callas?”
Así que finalmente sonreí, dije hola y seguí escaleras arriba lo más rápido que pude, por si se le ocurría pedir: “¡qué le corten la cabeza!”
]]>“Tengo la gripe” dijo.
Si la gripe no le mataba lo haría yo, por despertarme en mitad de la noche. Pero luego pensé que, si realmente ese estornudo que acababa de oír a través del auricular podía matarle, quería estar a su lado.
Me vestí, cogí un taxi y busqué una farmacia de guardia.
Compré medicinas y provisiones, y me instalé, provisionalmente, en el lado izquierdo de su cama. Hacía mucho que había abandonado la fantasía de arrebatarle el derecho, que también era mi lado preferido.
“No pareces grave.” Le dije.
“¡Gracias por venir!”
Sobrevivimos a la noche, los estornudo y a la tos. Amanecí enredada en sus brazos y en el lado derecho.
“¿Por qué no llamas al trabajo y nos declaramos en cuarentena?”
]]>Si la gripe no le mataba lo haría yo, por despertarme en mitad de la noche.
]]>Sigues durmiendo. Te envidio. No entiendo por qué cuanto más necesito prolongar el sueño, más temprano amanezco con los restos de la noche africana girando ante mis ojos.
Así que decido levantarme. Preparo café.
Entre palabra y palabra me asomo al interior de la taza. Al fondo, mi imagen trémula, mi yo moka. Sus palabras que nunca llegan a la superficie se ahogan en el café, que quizá por eso tiene un sabor amargo.
Es mi yo de color, mi yo africano.
Ya está África imponiéndose de nuevo. Y digo que no, que no quiero soñar ni escribir sobre África, que me sofoca el calor de su horizonte naranja siempre presente.
Desfondo los cajones del recuerdo en busca de indicios, del porqué de esos sueños tribales, de esos ritos.
Y me resisto. Reitero un café con leche que me despierte, pero allí sigo, en el fondo de la taza, esperando. Sin prisa.
Agito la taza para evitar mi mirada. Un diminuto maremoto de café lanza una gota que se estrella en el escrito. África queda sepultada bajo un lodo marrón que desdibuja su frágil silueta de bolígrafo.
Tú sigues durmiendo. Ajeno a las guerras tribales y a los maremotos de café mientras yo me peleo con otro papel virgen que quiere ser continente negro, pero no le dejo. Y sigo dibujando palabras con tal de no mirar mi imagen negra que sigue esperando al fondo de la taza. Por no ver que el borrón de café no ha conseguido acabar con esa palabra obsesiva. Porque quizá no vale la pena luchar contra lo inevitable.
El olor a café interrumpe tu sueño. Me llamas. No respondo. Sólo espero.
Bajas a la cocina. Pan tostado, café con leche. Esta mañana el café tiene un sabor más amargo.
Te digo adios en los labios, con olas de café.
]]>Hoy mi plegaria quiere reivindicar protección divina, pues si nuestro Presidente ateo se dedica a la oración es que la cosa está incluso más jodida de lo que parece. Eso, o que piensa intercambiar papeles con Rouco Varela quien, puestos a pedir milagros, me inspira más confianza.
]]>Su hija, Carmen, le dice que ya es mayor para tanto paseo, que cualquier día le va a dar un jamacuco estando por ahí y van a tener que salir corriendo a buscarle. Entoces él responde que para cuatro días que le quedan en este mundo, no piensa estarse quieto.
Durante sus excursiones hace anotaciones en una pequeña libreta y al finalizar el día repasa lo visto con su nieto.
“Abu, ¡cuéntame qué has visto hoy!”
“Hoy he visto una mujer que se cortaba las uñas en el tranvía.”
“¡Por Dios! ¡Papá! ¡Que estamos cenando! No son temas de conversación en la mesa.”
“¡Joooo, mamaaaá!”
“Ni jo ni nada, ¡Guillem!” Replica Carmen. “Y tú, dile a tu nieto qué otras cosas has visto hoy, que esa no toca.”
Jesús guiña un ojo a su nieto y continúa:
“ Luego vi un hombre con caspa.”
“Como sigas por ahí, os vais los dos a la cama sin cenar.”
“Ja, ja, ja, ¡sí abu! !Cuéntame más! ¿Qué es caspa?”
Jesús cruza miradas con su hija y acaba renunciando al tema. Pero Guillem se gana un bofetón. La caspa se le ha quedado en la cabeza y nunca para de preguntar hasta saciar su curiosidad o, como en este caso, hasta que su madre le cruza la cara.
Jesús abanzona un trozo de queso mordisqueado en el plato y acaricia la cabeza de su nieto: “Vamos, campeón, que no ha sido nada. ¡Ya te la cuento otro día esa historia! ¿vale?”
“Vale.” Dice un Guillem cabizbajo.
En la libreta, un hombre con el pelo corto, muy espeso y puntiagudo, se sacude los hombros. Más tarde, inclina la cabeza sobre el asiento contiguo y comienza a pasarse la mano por el pelo recio, como si fuera un cepillo. Poco a poco, el asiento se cubre de diminutos copos blancos que no tardarán en ir a parar al trasero de alguien.
Jesús y su nieto terminan de cenar en silencio. El hombre del tiempo, de fondo, anuncia chubascos moderados en el Mediterráneo. Y Carmen, de espaldas a ellos, trastea en la cocina.
“Guillem.” Dice Jesús susurrando. “¿Quieres que te explique lo que es la caspa, ahora que no nos oye?”
Guillem mira a su abuelo con ojos como platos y espera la gran revelación.
“¿Ves esas manchitas blancas que tiene tu madre en el culo del pantalón?”
En ese preciso instante, Carmen regresa a la mesa y los pilla confabulando. “Y a vosotros ¿que os pasa? si puede saberse… ¿Qué estáis mirando?”
“Hija, ¿a que adivino a qué hora has cogido hoy el tranvía?”
]]>Por megafonía, anuncian el nombre de la próxima parada. No presto atención, no es la mía. Pero un hombre desaliñado se levanta.
Minutos antes, alguien ha tirado las sobras de un bocadillo vacío en el suelo, pensando que quizá el resto nos abalanzaríamos sobre ellas como bestias hambrientas. Pero no es ese tipo de hambre la que nos habita y el pan ha rodado de pie en pie, reduciéndose a migajas y polvillo.
El hombre desaliñado, acostumbrado quizá a caminar cabizbajo, mira obsesivamente los despojos como si temiera que se le echasen encima en cualquier momento. Calza unas botas con suela de marcados dibujos y arrastra los pies, intentando agrupar las migas que, burlonas, se escabullen entre las hendiduras de goma y reaparecen al otro lado sin a penas cambiar de posición.
Un niño llora desconsolado. Temo que le haya salpicado alguna de mis memorias desahuciadas.
El hombre desaliñado blasfema y patea el suelo, como si a fuerza de intimidación pudiera limpiarlo y sentirse, también él, algo más puro.
Momentos después, un pitido intermitente previene la apertura de las puertas y una ráfaga de viento frío renueva el aire del vagón.
Él se apea.
Respiro hondo.
Deja tras de sí los restos de pan en el suelo y unas migajas de compasión en nuestros ojos hambrientos de afecto.
]]>-¿Modelo para caballero?
-Oh no, es para una amiga.
-¿Con qué potencia lo quiere?
-Um… no sé. Es para una amiga del alma. ¿Qué me recomienda?
-Veamos, para casos como éste, yo le recomiendo uno largo y con mucha fuerza. De esos que la dejan a una saciada y completamente satisfecha.
-Yo es que, a pesar de mi edad, sigo sin entender a las mujeres.
-No se preocupe, con uno como éste no puede usted equivocarse.
-Bien, si usted lo dice…
-Las instrucciones de uso que encontrará en el paquete son muy sencillas de seguir. ¡Verá como acierta!
-Póngame el más fuerte y largo que tenga en el establecimiento.
-¡Su amiga estará encantada! Deme un segundo que se lo envuelvo para regalo. ¿Pagará usted en efectivo o con tarjeta?
-En efectivo.
-Aquí tiene, caballero, un fuerte y largo abrazo para una amiga del alma. Seguro que volverá a por más.
]]>“Eso debería preguntarlo yo.” Respondí. “Esta es mi casa.”
“¡Ja!” Se mofó. “Tú sólo eres propietaria de la hipoteca. No estás en todo el día, así que como la casa está desokupada, me he instalado yo en ella y ahora vivo aquí.”
En seguida entendí, que recurrir a la ley no me sacaría del atolladero e intenté apelar a su sentido de la responsabilidad.
“Pero tú eres el espíritu de la Navidad, tienes que estar ahí fuera, acompañando a los gordos vestidos de rojo de los hipermercados.”
“Ah no, querida. Ya no estoy para esos trotes. Los hipermercados son sitios muy ruidosos y llenos de gente. Se está más tranquilo y más calentito aquí. Bueno, en realidad, habría preferido irme al Caribe pero como no me ha tocado la lotería este año, aquí me quedo.”
Entre el empacho, el exceso de vino y los villancicos aún resonando en mis tímpanos, fui incapaz de seguir argumentando con ese tipejo que acababa de profanar mi TV poniendo Gran Hermano.
“¿Te importa que pase a la habitación y ponga cuatro cosas en una maleta?” Le pregunté.
“Faltaría más, querida. Ya conoces el camino. Si no te importa, no me levanto que estoy cansado.”
Salí de allí con mi maleta y cierta nostalgia, pensando que tampoco era tan grave. A fin de cuentas, el espíritu navideño difícilmente sobrevive al 7 de enero.
“Por cierto, te ha quedado muy mona la decoración navideña de este año.” Le oí decir mientras cerraba la puerta.
Así que ya véis, con tanto jaleo, no pude escribir mi historia de esta semana, pero os deseo ¡¡¡Felices Fiestas a todos!!!
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