Ingredientes: 2 onzas de realidad, 1 onza de ficción, 4 gotas de ironía, 1 pizca de mala leche.
Preparación: Mezclar todos los ingredientes en el procesador de textos y servir adornado con signos de puntuación. Puede completarse con ginebra, vodka, tequila…
Tras la barra cada viernes Concha Mayo, nacida en Barcelona, escritora y fotógrafa ocasional.
Puede que fuera cosa del destino que Marieta fuera a parar a la cafetería donde Ernesto leía plácidamente una novela. Irrumpió en el local hablando a voz en grito por el móvil y arrastrando, con la otra mano, al fruto de sus entrañas cargado con una abultada mochila llena de libros, que debía contribuir a hacer de él un hombre de provecho, pero tan solo había conseguido provocarle una desviación de columna.
Para Ernesto aquella aparición fue un desatino. Aficionado al café, gustaba del placer de la lectura en su cafetería habitual; un lugar de luz cálida, cómodas butacas, gente discreta y música suave. Pero tras la irrupción de Marieta y su criatura, había sido incapaz de pasar página, se distraía en cada coma y perdía el hilo en cada punto y aparte.
Marieta pidió un agua para ella y un zumo envasado para su retoño; de haberse molestado en leer la etiqueta, habría visto que apenas contenía un 4% de zumo de frutas. El chiquillo, que además se ser hijo de aquella mujer, lo era de su tiempo y de una alimentación industrial rica en toxinas y azúcares, padecía un trastorno de hiperactividad con el que torturaba a todo el que tenía a su alcance, excepto a su madre, que se mostraba inmune a su falta de educación y parecía haberse vuelto sorda a los agudos grititos que emitía desde cualquier ángulo de local, reclamando su esquiva atención:
-¡Mamá, mamá, mira! ¡Mira lo que hago, mamá! ¡Mamá…!
Mamá, en vez de mirarle o de levantarse, de cogerlo por una oreja y obligarle a estar sentado un rato o de pegar un grito ella misma y poner fin a la algarabía, parloteaba por el móvil ajena en cuerpo y alma a las correrías del fruto de su vientre, que estuvo a punto de hacerse compota tras tropezar con el pie de Ernesto y abrirse la cabeza.
Ante el cambio de ritmo en los gritos proferidos por el chico, la madre levantó la vista, cortó en seco la conversación y se apresuró a socorrer a su niño llevándoselo entre aspavientos y alaridos al hospital, a que le curasen la brecha abierta en su cabeza, que había dejado un charquito burdeos en el suelo.
Ernesto respiró aliviado, volvió a meter el pie bajo la mesa y, mientras se arrellanaba en su butaca preferida, pensó “hasta el destino necesita de vez en cuando que le echen un cable”.