Ingredientes: 2 onzas de realidad, 1 onza de ficción, 4 gotas de ironía, 1 pizca de mala leche.
Preparación: Mezclar todos los ingredientes en el procesador de textos y servir adornado con signos de puntuación. Puede completarse con ginebra, vodka, tequila…
Tras la barra cada viernes Concha Mayo, nacida en Barcelona, escritora y fotógrafa ocasional.
Carlos creció entre golpes y caricias de más que le provocaron una piel frágil y una maldición: no podía querer a nadie sin sentir dolor. Por eso, aprendió a vivir lejos del mundo. Y el mundo no tardó en aprender a vivir sin él. Creció alternando amores castrados y ausencias. Ya no le dolía la piel, pero descubrió otro dolor más agudo, penetrante y hostil: la soledad.
Se convirtió en un hombre gris, silencioso y triste. Aprendió a querer a distancia, sin dejarse tocar. Y si alguien se empeñaba en quererle más de la cuenta, se encerraba en sí mismo y se refugiaba en su eterna compañera: la soledad.
Algunas noches, cobijado en su propio mundo, miraba fotos, releía viejas cartas de amor y sentía nostalgia. Luego, lanzaba al aire un “te-quiero” anónimo y a destiempo, y se quedaba dormido.
En ocasiones, sus “te-quiero” cobraban vida y se colaban por las rendijas de las persianas ajenas. Al día siguiente, regresaban para hablarle al oído sobre una mujer, Marina, que todas las noches escribía historias frente a su ordenador, mientras tomaba una taza de té.
Pero Carlos no entendía el lenguaje del amor. Sólo oía murmullos sin sentido que silenciaba poniendo algo de música.
Marina siempre escribía lo mismo: la historia de un hombre que quiere decirle a su mujer que la ama, pero no puede y cansado de su continuo fracaso, decide marcharse; piensa que si hace algo heroico por ella y regresa como un triunfador, ella entenderá que la quiere, aunque no pueda decírselo. Para ella, su hombre es como un pez gigante que a menudo se la queda mirando con la boca abierta, como si se estuviera ahogando o, en el mejor de los casos, como si quisiera decirle algo tan grande, que se le queda atravesado en la garganta. Y por si eso fuera poco, su pez ha hecho las maletas y se larga, sin explicaciones, dejándola sin burbujas, sin palabras, sin corazón… y con un tercio de los ingresos.
A veces, al detenerse para tomar su taza de té, Marina sentía una presencia, como si su pez, ese con el que siempre soñó pero que nunca tuvo, la estuviera observando a través de su ventana y le dijera, por fin, esa palabra grande que ansiaba oír, aunque no supiera que hacer con ella una vez pronunciada.
-¡Qué tontería! –Se decía a sí misma.– Paso demasiado tiempo escribiendo esa historia. En la vida real, los peces no se enamoran. Además, tampoco hablan y no te observan a través de la ventana.
Marina terminaba su té y volvía al teclado; y pensaba en lo bonito que sería que un par de aletas la acariciasen de vez en cuando, aunque le arañasen un poco la piel.
Su historia siempre tenía un final trágico. El hombre pez fracasa en su intento de conseguir algo memorable y no se atreve a regresar a casa. Y la mujer, sintiéndose abandonada (hasta por un pez) deja de comer y se muere de pena.
Carlos ya no es capaz de ignorar los murmullos y cada día sube un poquito más el volumen de su música. A veces, abre las cortinas del salón y se asoma al exterior canturreando. Entre arias y conciertos de piano se le escapa otro “te-quiero” introvertido que rebota en la ventana con luz del edificio de enfrente y regresa a contarle que Marina, la escritora, de tanto escribir sobre peces emocionalmente disfuncionales, ya no se atreve ni a probar el salmón, que tanto le gustaba antes.
Pero esta noche, por primera vez, gracias a su música y sus “te-quiero” invisibles, la historia que escribe tiene un final distinto y el hombre pez regresa a casa; con la aleta entre las piernas, pero regresa; y su mujer lo recibe como a un héroe, con los brazos abiertos y un beso de tornillo, en un último intento de alcanzar la palabra que sigue ahí refugiada en su garganta.
–Has vuelto. –Le dice ella mirándole a los ojos.- No hace falta que digas nada.
2009-05-26 23:34
¡Me encantó!