Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
Todd Solondz y Woody Allen dos directores que, si se lo proponen, logran revolverme en mi asiento más que ningún otro, y ambos por las mismas razones. Los dos consiguen dibujar a los personajes más mezquinos posibles, egoístas, cobardes, desechos morales que dibujan un retrato desolador de la sociedad contemporánea. Ellos, esos personajes, son los que nos cruzamos a diarios, hasta es posible que seamos nosotros mismos, y eso deja muy mal cuerpo. Mucho.
Solondz hace de ese tipo de retratos la base de su cine. Su primera película de cierto éxito, la estupenda Bienvenidos a la casa de muñecas (1995) tiene como protagonista a una niña de doce años que es marginada por sus compañeros por “fea y rara”. Ella a su vez desprecia y humilla a su mejor amigo sólo por poder ser —al menos por una vez— la que aplasta en lugar de la aplastada. El espectador acaba odiando a esa cría, a sus compañeros, a sus padres y a todos los que salen en algún momento en pantalla. Esto lo acentúa aún más en Happiness (1998), donde los únicos personajes que se salvan de la mezquindad son los imbéciles, que sufren el abuso de todos los demás.
¿Cuál es la diferencia entre la mezquindad de los personajes de Solondz y los de por ejemplo, Paul Thomas Anderson en Magnolia (1999)? Principalmente dos: una, el equilibrio, la aparición de personajes sinceramente bondadosos, o de personajes-víctima cuyo desequilibrio es la respuesta a un suceso de la vida pasada o presente. Y dos, el deseo de redención, el arrepentimiento de los malvados, la búsqueda de la expiación de la culpa de sus protagonistas.
En la última de Woody Allen, Conocerás al hombre de tus sueños, no hay arrepentimiento, ni expiación, ni redención. Como en las películas de Solondz, los personajes que pueblan este relato amargo protagonizado por el egoísmo más exacerbado llenan su cotidianeidad de mezquindades, de actos miserables que imposibilita ninguna relación entre ellos, más allá del desprecio o del odio encubierto. Ambos, Allen y Solondz, hacen algo incómodo y magistral: enseñarte lo que nunca querrías ver.
2011-01-26 11:08
Yo percibo una sutil diferencia. Los personajes de las películas de Solondz son “ellos”: nos son ajenos y asistimos como expectadores a un drama que les sucede a otros. Porque además se lo merecen.
Pero en el caso de Allen, los personajes somos “nosotros”: narra situaciones que nos pasan, que nos han pasado, o conocemos de primera mano a quienes las han sufrido, o bien podrían sucedernos mañana mismo porque sus protagonistas son juguetes pasivos en manos de dioses traviesos. Afortunadamente tiene la prudencia de elevarlo al absurdo para que no nos sintamos ofendidos.
La diferencia resulta en que, como dices, a los malvados de Solondz los odiamos, los aborrecemos y abominamos de ellos; pero los de Allen nos dan una cierta lástima e incluso llegamos a justificarlos.
Esa es también, por ejemplo, una de las claves de la filmografía de Hitchcock: sus héroes somos nosotros, personajes normales, cotidianos y aburridos a los que les pasan cosas que no es imposible que nos sucedan (y, en el fondo, nos apetecería). ¿Quién no ha sido testigo de un homicidio fisgando en las ventanas de sus vecinos o se le ha muerto un espía entre los brazos durante sus vacaciones?