Comer en el primer mundo ya no es una función fisiológica, piensa Joana Bonet sino casi una religión. Y lo explica en Teología del gusto.
«Quien me habló por primera vez de la comida como la droga del siglo XXI fue el diseñador François Girbaud, en un apartamento del Village de Nueva York. Con la mínima expresión del confort, en aquel espacio casi vacío sólo destacaba una estancia: la cocina. Girbaud viajaba sin cesar, obligado a cambiar de cama, idioma y zona horaria. Pero había algo en lo que no transigía, su único gran lujo, viajar con un chef francés que a diario cocinaba para todo el equipo. Perder el sabor de la costumbre, sufrir acidez y pensar a diario qué comer y dónde resultaban para el creador auténticas torturas. Girbaud consideraba que la alimentación lo era todo, fuente de energía y de placer, capaz de generar sentimientos armónicos, de hacer la vida más alegre e incluso de activar la química necesaria para alcanzar nuevas percepciones. La conexión entre paladar y neurotransmisores entonces —hará unos diez años— aún podía parecer una extravagancia, aunque para los clásicos no había otra llave para acceder al gusto que poseer un alma sensible.»
2011-04-19 15:28
No estoy de acuerdo. Comer y copular mucho y bien han sido los principales intereses de los seres humanos desde que estos merecieron recibir tal nombre, incluso por encima de intereses políticos, bélicos o económicos.
Lo que ha sucedido es que, durante la segunda mitad del siglo XX, con la aparición de los congelados y otras técnicas de conservación, la revolución del transporte, los supermercados y la “comida rápida”, se banalizó y desnaturalizó la comida y la dieta occidental; y ahora que comenzamos a darnos cuenta de eso, parece que lo estamos descubriendo todo por primera vez.