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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

El corazón de la diosa.

Cuenta el poeta latino Horacio que emergía Zeus del Egeo cuando divisó, tendida en la playa de la isla de Kynaros, a una bellísima joven: Cynara. No solo no le costó trabajo seducirla sino que la muchacha fue en extremo complaciente. Tan satisfecho quedó el padre de los dioses que elevó a Cynara a la categoría de diosa y le puso un pisito en el Olimpo.

Pronto se aburrió Cynara de su papel de querida –a la sombra de la legítima Hera– y decidió regresar a su añorada isla. Pero la letra pequeña del contrato de divinidad estipulaba que una diosa no debía quedar al alcance de los mortales, y menos una de aquellas hechuras, por lo que cuando Cynara volvió a lucir su palmito en las arenas mediterráneas, su despechado amante hizo que comenzaran a salirle unas coriáceas escamas que la envolvieron, quedando únicamente su sensual corazón confinado en el interior de una vulgar… alcachofa.

La leyenda nos revela que ya los antiguos conocían de sobra las virtudes gastronómicas de esta sorprendente verdura, y lo que es más, el presunto carácter afrodisíaco que ha mantenido a través de los siglos. Se sabe que durante la edad media su consumo le estaba vetado a las jovencitas en edad de merecer, no fuera que les apeteciera merecer.

Si bien fueron los árabes quienes la recuperaron y trajeron a territorio ibérico, y le dieron el nombre del ‘al–jarshuf’ del que deriva su actual denominación, su paso de la huerta a las mesas palaciegas lo hizo de manos de Catalina de Médicis, que intentaba con ellas estimular la libido de su consorte Enrique II de Francia. De aquella dieta resultaron diez embarazos de la italiana reina de Francia, mientras al soberano todavía le quedaba alcachofa para emprender gloriosas campañas en la alcoba de Diana de Poitiers.

Y, tal vez fuera casualidad, Marilyn Monroe, deidad erótica del siglo pasado, fue coronada al principio de su carrera como Reina de la Alcachofa californiana.

Si algo hay de verdad en esta relación entre lo genital y la Cynara scolimus –su nombre científico–, habrá que empezar por nombrar que la alcachofa es una flor, o sea, el órgano sexual de una planta de cardo, y si nuestra glotonería la dejase alcanzar su madurez brotarían de su ápice unos pétalos finos como agujas de un brillante malva, pero para entonces se habría vuelto correosa e incomestible en su totalidad.

Porque, realmente, la más genuina connotación erótica de este ingrediente consiste en desnudarla, bráctea a bráctea, hasta alcanzar al fin las blancas, tiernas y agridulces hojas que guarda en su corazón. Neruda lo cantaba (mucho mejor que yo) en su Oda a la alcachofa :
luego
escama por escama
desvestimos
la delicia
y comemos
la pacífica pasta
de su corazón verde.

En España, que junto con Italia representa el 50% de la producción mundial, la alcachofa cuenta con un buque insignia: la variedad Blanca de Tudela, que, además de cultivarse con extraordinario mimo en la huerta navarra, recibe también los mediterráneos acentos en la castellonense Benicarló, población que tiene muy a gala ostentar en su escudo una mata de alcachofa.

La receta

Así pues, tal vez desde que nuestras costas albergaban colonias helenas, la alcachofa o el alcaucil (éste, en puridad, sería la flor de la planta silvestre, pero en Andalucía es prácticamente un sinónimo) han dejado en el acervo del recetario popular un sinfín de fórmulas: a la montillana, a la brasa, en arroz, con jamón, almejas, rellenas de carne, al vapor, rebozadas, ...

La que hoy traigo aquí es un buen intento de aliar dos ingredientes de rancia tradición afrodisíaca: la alcachofa y el marisco.

Hágase con un par de alcachofas medianas por comensal –dos, supongo–, elíjalas tiernas (el tallo deberá notarse jugoso) y con escasos tiznones violáceos.

Necesitará también, para dos platos, diez langostinos medianos (¡crudos!), una cebolla grandecita, un poco de oliva virgen extra, unas cucharadas de nata (18%MG), pimienta blanca –o mejor, rosada–, algo de queso recio y aromático para rallar (¿ha probado con idiazabal?) y unas hojas de albahaca.

Ponga un caldero profundo con bastante agua y algo de sal a hervir.

Tras rebanar limpiamente la punta de las alcachofas, mondémoslas de sus hojas más indeseables hasta descubrir las tiernas y blancas (note que serán muy flexibles); sájelas por la base, ahuéquelas en el centro con los dedos y déjelas en remojo en un plato hondo con agua donde haya disuelto una cucharada de harina (así evitará que el aire las ennegrezca… también puede usar limón, pero no se lo recomiendo en este caso).

Cuando estén preparadas todas, viértalas al agua hirviendo y cuente diez minutos.

Mientras hierven, pelamos los langostinos y separamos sus cabezas de las colas.

Picamos la cebolla y la blanqueamos en la sartén con un chorrito de aceite no demasiado caliente. Cuando esté suelta añada las colas del marisco y remueva con cuchara de palo hasta que estén blancas. Espolvoree de pimienta y de un par de vueltas más antes de retirar del fuego y volcar a un plato (¡no friegue ahora la sartén!).

¿No se habrá olvidado de las alcachofas, verdad? Cuando hayan cumplido sus diez minutos escúrralas y deje que se enfríen un poco.

Mientras eso sucede, vuelva la sartén al fuego –vivo ahora– con un poco más de oliva, abra las cabezas de los langostinos y echelas al aceite, revolviendo y aplastando para extraer su jugo. Baje el fuego, retire los restos de cabeza de langostino y mezcle a fuego muy suave con dos o tres cucharadas de nata hasta obtener una escasa salsa de evidente tono rosa.

Reserve una cola de langostino por alcachofa, el resto trocéeleas y, mezclándolas con la cebolla, rellene con esta farsa la cavidad vaginal de las alcachofas.

Coloquemos las alcachofas de pie sobre una fuente refractaria untada en aceite y “tapamos” con la cola de langostino indultada. Reparta la salsa sobre estos pedestales y espolvoree con queso rallado y la albahaca muy picada.

Ahora ya puede recoger la cocina, ducharse, arreglarse y disponer la mesa. Diez a doce minutos antes de servir lleve la fuente bajo el gratinador fuerte hasta que dore el conjunto.

Un blanco de la D.O. Valencia o un tinto joven de Yecla serán perfecta escolta para degustar el plato sin enmascarar los amarguidulces tonos de esos tiernos corazones liberados de su prisión.

Miguel A. Román | 12 de abril de 2007

Comentarios

  1. Ana Lorenzo
    2007-04-12 23:01

    Ñam, qué ganas de cenar eso. ¿Por qué no seguiré viviendo en Tudela? Lo cierto es que con las alcachofas de Madrid uno no disfruta lo mismo, y además tira más del medio del kilo que compró.
    Viví en Tudela dos años y pico y recuerdo que la verdura y la fruta era un placer ir a comprarla (olía toda desde antes de entrar a la verdulería), cocinarla (que allí los espárragos blancos de lata no se venden: se compran crudos y se cuecen en casa, de verdad: baratos y riquísimos) y no digamos comerla.
    Había, además, entre otros, un sitio, Casa Ignacio, pero todo el mundo le decía el Pichorradicas, donde reservabas mesa, que tenía pocas, y cuando llegabas a comer era Ignacio, el cocinero y propietario (el restaurador) quien te decía lo que tenías que pedir, con ese acento tan aragonés que tienen en Tudela. Salía al rato, a ver si la gente le comía bien. Verdura del tiempo: alcachofas con jamón, borraja, menestra… Cordero asado con pan en el jugo, cocochas de merluza… Cómo guisaba…
    Qué tiempos de buen vivir y buen comer. Yo ahora compro melocotones y sé que son melocotones porque lo pone en el cartel, pero ni huelen ni saben ni nada.
    Vámonos a Tudela, pues.

    Un beso


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