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el ojo que ve por María José Hernández Lloreda

Se volcarán aquí, cada día 27 de mes, una serie de reflexiones personales —aunque no necesariamente de ideas originales— sobre la mente, la realidad y el conocimiento. La autora es profesora del Departamento de Metodología de las Ciencias del Comportaminento de la Facultad de Psicología de la UCM. En LdN también escribe Una aguja en un pajar.

Gente pa to

El hombre es sobre todo, como tan certeramente definiera Aristóteles, un animal social y, salvo personas con algún trastorno de personalidad, nadie puede evitar que la imagen que los demás tienen de uno le afecte y de alguna manera conforme cómo uno mismo se ve. No me gusta la idea, tan difundida y asumida por la gente, de que nos comunicamos a través de máscaras, de que ocultamos a los demás nuestro verdadero yo, si es que existe algo tan definido como nuestro verdadero yo. Pero está claro que hacemos uso de los recursos que están a nuestra disposición para intentar construir nuestra imagen ante los demás, y así como transmitimos otro tipo de conocimiento, construyendo sobre piezas que el otro ya maneja, tenemos que hacerlo cuando queremos informar sobre nosotros mismos. Y tratamos de que esa información nos sea provechosa para cualquiera que sea nuestro objetivo, lo hagamos de forma consciente o inconsciente. Así que si alguien se presenta ante los demás vestido con un hábito, los demás piensan que dentro hay un monje.

Que siempre ha habido gente que se ha revestido con un hábito sin ser monje es innegable, pero que una sociedad decida vestir con hábitos a sus ciudadanos, hasta donde mi conocimiento alcanza es nuevo. Me explico.

A mí generación se la ha educado para que tenga un título universitario, o quizá, a la generación anterior a la mía, para que sus hijos lo tuvieran. No obtenerlo podría considerarse como un fracaso personal, familiar y social o de todo el sistema educativo. ¿Por qué? Porque se ha convertido en la mejor carta de presentación, basta con decir soy… y eso crea una especie de halo sobre uno mismo que lo coloca a cierta altura en la escala social y lleva a los demás incluso a disculparse por no haber podido logarlo. Además no basta sólo con tener el título, sino que uno también debe encontrar un trabajo acorde a él. Parece una buena manera de tener la sensación de haber conseguido el objetivo de la vida, de tener una vida auténtica. Es cierto que también hay otras formas, pero no tan al alcance de cualquiera como parece ésta.

No siempre la élite intelectual estuvo unida a la élite económica y social, y, desde luego, no tiene por qué estar necesariamente unida a ella. Pero es cierto que venimos de un pasado cercano donde esto era un hecho, donde una élite profesional fue ganando prestigio a la vista de los demás. Y en el fondo el anhelo más profundo de cualquiera es tener un sitio entre los demás, así que mucha gente empezó a darse cuenta de que era una injusticia eso de que sólo las élites económicas lo tuvieran. Y lucharon por cambiarlo.

Para solucionar el problema se podrían haber elegido diferentes opciones. Por ejemplo, desligar la élite económica de la intelectual y social, es decir, hacer más independiente el nivel social del nivel intelectual; y la segunda era intentar que todos pudieran formar parte de esa élite intelectual. Se podría haber luchado para hacer ver que cualquier trabajo merece el mismo reconocimiento, que cualquiera, hiciera lo que hiciera, tuviera su sitio. Al final, cualquier vida puede ser una vida plena, y somos algo más que nuestro puesto laboral. Sin embargo, se optó por reforzar el prestigio de la élite intelectual. Así que la enseñanza universitaria aparecía como el objetivo a conseguir y se incentivó a todos para que lo lograran. No sé si era un objetivo loable o no, pero desde luego a todas vistas inalcanzable. En primer lugar, porque no tiene sentido y, en segundo lugar, porque aunque lo tuviera sería imposible.

Lo que es evidente es que algo no ha salido bien, así que no sólo no conseguimos que más gente llegue a esta élite intelectual, sino que hemos acabado con ella. Para que se entienda bien la idea, pongamos un ejemplo de naturaleza bien distinta. Ahora parece que es el deporte el que te abre las puertas de una “buena vida” social y económica, ¿sería lógico que organizáramos toda la educación para crear deportistas de élite? ¿Qué pasaría cuando observáramos que todos no pueden o, lo que es más importante, no quieren alcanzar las marcas? ¿Rebajaríamos las marcas? Y la pregunta más profunda de todas: ¿tendría eso algún sentido?

Pero hay algo aún más perverso, y es que cuando uno no tiene vocación y el motivo último está desligado de la auténtica sustancia de las cosas, lo que se pretende lograr no es lo que supone el título, sino el título mismo, así sin más. De modo que expedimos títulos y estamos timando de manera doble, al que lo recibe, que no recibe lo que hay detrás (y al que cada vez le interesa menos que haya o no algo), y al cliente del que lo recibe, al que sí le importa lo que debería haber detrás, sobre todo si está en juego algo importante en su vida.



Quino

Lo bueno del ser humano es que nunca se conforma con lo dado, el ojo ve más allá, y lo que en un primer momento parece que nos sirve como carta de presentación no consigue mantener su estatus por mucho tiempo. Al final uno interactúa en profundidad y ahí los signos externos empiezan a cobrar el significado empírico del día a día; uno se da cuenta de que su médico, su profesor o su psicólogo no tienen mucho detrás. Por supuesto, siempre están las excepciones, pero eso no justifica todo un sistema. Al final tenemos una especie de doble vara de medir, queremos tener un título, que nuestros hijos lo tengan y ahí no exigimos mucho. Pero no queremos que el profesional que nos atienda haya conseguido así su título. ¿Le gustaría que le atendieran muchos de sus compañeros de clase? Seguro que no.

Así que ahora basculamos en dirección contraria, y no es extraño oír que tener un título universitario no significa nada, que en la universidad no se enseña nada. Porque un título debió siempre servir para proporcionar información fiable sobre alguien, para que uno supiera a qué atenerse, supiera qué se podía esperar él. ¿Lo hacía esto superior? Nunca debió valer para eso, pero de alguna forma lo hizo.

No dudo de que la intención original fuera buena, que una injusticia del pasado nos llevó a un movimiento que nos lanzó al extremo contrario, pero no quiero ser presa de mi tiempo. Que la lucha y el objetivo fueran loables, no significa que lo hayan sido los resultados, ni siquiera que sean los que sus impulsores pretendían.

Lo que no tiene sentido es la existencia de una élite humana, es decir, de un grupo de personas cuya vida sea auténtica vida mientras los demás vivimos una pseudovida. El hombre actual ha pasado de trabajar en las cadenas de montaje a considerarse una pieza de las mismas. Uno es su función en la maquinaria, pero la mayoría no está en el motor, así que cuando evalúa qué expectativas tenía y qué ha conseguido, siente que ha fracasado. Como resultado tenemos una mayoría de fracasados: fracasados escolares, fracasados en el trabajo… y lo que es peor, fracasados en la vida, y padres que piensan que han hecho algo mal porque sus hijos han fracasado. Porque si uno pone un listón que sólo una minoría puede superar –y salvo que una revolución científica o técnica lo permita eso va seguir siendo así– la mayoría va a fracasar. Y bajar el listón no sirve de nada, porque la vida luego no lo baja. Y porque en el fondo la mayoría no tendría ningún interés en pasar ese listón si no los obligaran, porque el trabajo intelectual es una forma más en la que las cualidades del hombre pueden desarrollarse. Porque, por suerte, como decía el torero cuando le explicaron a qué se dedicaba Ortega y Gasset: “hay gente pa to”.

María José Hernández Lloreda | 27 de diciembre de 2008

Comentarios

  1. Merche
    2008-12-27 11:27

    Cuando era niña, mi padre filosofaba sobre este asunto y me decía: “Esta sociedad padece titulitis”. Por aquel entonces no entendía mucho del asunto pero ahora lo entiendo plenamente.

    En esencia, a mí me parece netamente bueno que la universidad haya ampliado el número de personas a las que llega. Me parece netamente bueno tener una sociedad mejor formada y sobre todo, que cualquiera pueda acceder a ella (desde un punto de vista económico, me refiero).

    La petición ahora sería que la universidad no relajase sus niveles de exigencia. Ahí es donde está la utopía, por lo que puedo comprobar en mi vida diaria. La universidad está llevada por seres humanos y, hasta la fecha, nadie quiere perder sus clientes. Cuando un profesor tiene un número de suspensos elevado, recibe presiones. Cuando una facultad se gana fama de ser hueso duro, pierde clientela. Sí: clientela. No son estudiantes, son clientes. El número de alumnos es menor que hace diez años, y cada facultad desea mantener sus recursos, para lo cual no puede perder sus clientes.

    En mi trato habitual con los alumnos observo que, por lo general, priman dos ideas: 1) ley del mínimo de esfuerzo; 2) el objetivo no es aprender: el objetivo es el título. Por supuesto hay excepciones pero ésta es la situación general, al igual que lo era en el instituto. El nivel de asistencia a clases ha descendido a cifras ridículas. Así que preguntémonos qué estamos haciendo y a dónde conduce este modelo universitario.

    Hace dos años un chico me dejó marcada con una respuesta en clase. Ante mi insistencia para que intentase razonar su respuesta ante una pregunta por encima de contestar “sí” o “no”, me suelta: “¿Pero para qué? Total sólo vamos a vender pastillas”.

    Mi departamento tiene docencia en varias facultades, entre ellas Farmacia. Mi respuesta fue rapidita: “Si tú vas a ser uno de los farmacéuticos del futuro, yo no quiero pensar en preguntarle nada a ninguno de ellos…”.

    En fin, esa reflexión es la que muy bien has descrito tú: la de desconfianza frente al profesional titulado.

  2. Cayetano
    2008-12-28 19:26

    Hubo un tiempo en el que este asunto me parecía importante, hoy ya no. Los títulos, en mi opinión, son simples certificaciones que evalúan el grado de obeciencia y los conocimientos requeridos por un tercero. Es la “calidad” de ese tercero quien da valor a un título. Sin embargo es muy fácil determinar si una persona está capacitada o no para el desempeño de una tarea. Pongo un ejemplo simplón:

    Los ingenieros informáticos reclaman un colegio profesional para evitar el “intrusismo” me parece bien. Ahora viene la realidad: En menos de una semana sabremos en una empresa si el “colegiado titulado” está capacitado para administrar un sistema informático utilizado por (un suponer) trescientos puestos …

    Por último, un título puede ser un referente importante, no el único, para evaluar la capacitación profesional de una persona. Sin embargo sabiendo la escuela o universidad en la que cursó sus estudios podemos determinar, a igual titulación, el punto de partida desde el que esa persona necesitará tiempo para asumir determinadas funciones.

    En una palabra, que sabiendo que Fulano ha obtenido su título en Tal universidad posiblemente no sea apto, de entrada, para el puesto vacante ;-)


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