En su libro sobre García Márquez Mario Vargas Llosa viajaba hasta el siglo XVI para recordar que los libros de caballerías que se vino a dar por acabados con la aparición del Quijote seguían vivos en, por ejemplo, Cien años de soledad. Se trataba de leer el idealismo de la novela renacentista en ese realismo mágico surgente. El propio Vargas Llosa dignificaba la ficción popular del siglo XX, como una correlación de las pastoriles, bizantinas y sentimentales romances, en La Tía Julia y el escribidor. Y es ya casi un lugar común establecer un paralelismo entre aquellas prenovelas y el cine de estereotipos y palomitas: el héroe-caballero que derrota gigantes, magos o terroristas árabes; la dama de sin par hermosura, honestidad y valor; el caballero otro, villano y de maldad siempre castigada: todos de una pieza, todos previsibles, inamovibles en sus destrezas y defectos, obligados a no aprender de su experiencia.

Leo a Ramón Buenaventura elogiar desmedidamente Machete (Robert Rodríguez, 2010) defendiendo su desmesura e hiperbólica trama como un paralelo a los romances caballerescos, es decir: su idealismo de buena factura se dignifica por su parecido estructural y de estilo con las novelas de caballerías renacentistas. Viniendo la crítica de don Ramón, me lancé a ver la película: la primera en que perdí mi batalla con Morfeo, y a tan sólo unos minutos del final. Un espanto en el que aún admitiendo desde el inicio un pacto con el género y el estilo del realizador tarantinesco aburre soberanamente porque sabes en todo momento cuál será el próximo fotograma, la próxima boutade, la siguiente gamberrada.

Pero Buenaventura no deja de tener razón: la novela renacentista es ilegible para no filólogos hoy en día, densa, repetitiva, tremendamente torpe estructuralmente, marmórea… con muy pocas excepciones de calidad: como ese cine popular y de palomitas hollywoodiense, del que hay apenas un puñado de películas que quizás dentro de un siglo se puedan ver con gusto.