Sé que hace ya mucho tiempo que se produjo el cambio; sé que fue algo paulatino, lento, constante; sé, lo he dicho otras veces, que hubo señales quizás más evidentes del naufragio, incluso cadáveres descoyuntándose contra las rocas, mucho más impactantes que este fardo orillado que hace un par de semanas me confirmó con clarividencia que el periodismo había perdido ante el Mercado.

Soy lector de El País desde que tengo memoria. Mi padre lo compraba a diario. Ya emancipado pasé temporadas en que comprarlo suponía un pequeño lujo que igualmente me daba; en mi estancia en Manchester, me quedaba sin almuerzo un par de días a la semana para comprar por el triple de su precio en España un ejemplar atrasado. Pero ya hace unos años que, salvo muy raras excepciones, dejé de adquirirlo en los kioskos y me limito a consultarlo en red y muy selectivamente, y lo hago igual que un psicólogo que interpreta cada gesto, tartamudeo o tic de un amigo en el bar y lo convierte en síntoma.

No enumeraré todos los cambios; se trata sólo de confianza, de haber dejado de fiarse, de saber que a la creencia en la divulgación, en la objetividad bien entendida, en la independencia y en la información rigurosa le ha sustituido la codicia. Que el Mercado ha violado al periodismo y lo ha encerrado en un sótano, para que haga las labores de casa y ofrezca su cuerpo.

No, el fardo orillado ni siquiera es el vomitivo caso Vigalondo, ni algo más pesado como que su suplemento cultural se haya convertido poco a poco en un cuasi escaparate de sus propios productos. Se trata del lanzamiento hace dos semanas de un suplemento infantil, Top Disney, que viene a suplir a El Pequeño País; quién no lo haya conocido que se lea este artículo y tendrá una idea clara de qué es periodismo del bueno, del auténtico. ¿Y qué es Top Disney? Publicidad, pura publicidad, literalmente (no hay página sin anuncio y sí varias páginas que son sólo anuncios); no hay ninguna apuesta por nada que merezca la pena, no hay divulgación, no hay nuevos valores, no hay originalidad en los escasos contenidos, no hay ni el más mínimo intento de renovación, de búsqueda impacto en los lectores, de, llámenme idiota romántico, aprovechar su inmensa difusión para enseñar a los chavales cosas que no conozcan e intentar inocularles la curiosidad. Nada, absolutamente nada más que un puñado de páginas que llevan a trazos las series que los niños ven en la Televisión todos los días. E incluso lo venden, por el módico precio de 1,50€.

(Tengo que decirlo: mientras, unas decenas de creadores hacen cada sábado, de manera absolutamente altruísta, una revista infantil-juvenil que recoge el espíritu de aquel Pequeño País con una repercusión tan entusiasta como modesta. Los lectores también tomamos elecciones que afianzan o rehuyen determinados tipos de periodismo.)