Hay una literatura que es ficticia, una impostura, ficción de la ficción, la obra de un vidente que tiene la habilidad de decir exactamente lo que quiere oír el que requiere sus servicios. Como en el turismo, en esa literatura no queda nada apenas del origen, apenas nada de la semilla de la historia que se cuenta, sino un leve recuerdo que está como un ámbito o un olor del que no se puede escapar aunque ya no esté presente. Esa literatura renuncia, derriba el pueblo auténtico y construye otro encima exactamente igual en su estructura, con la misma apariencia en las maderas, el mismo cromatismo, los trajes, bigotes, jerga, la misma arena en los caminos. Pero se olvida del viento, ignora a los pájaros, no reproduce la cadencia de los cárabos. El que visita ese pueblo, esa literatura, juega; entra como otro actor, pacta a la entrada su aceptación de la simulación porque este fingimiento le devuelve exactamente lo que espera, y no otra cosa, como un niño que pide siempre la misma lectura, el mismo cuento con el mismo final que le reafirma que nada cambia y todo sigue como debe seguir, quieto, seguro, pura ficción.