TdC es un diario de lecturas, un viaje semanal por la cultura. Marcos Taracido es editor de Libro de notas. Escribió también las columnas El entomólogo, Jácaras y mogigangas y Leve historia del mundo [Libro en papel y pdf]. Ha publicado también el cómic Tratado del miedo. La cita es los jueves.
Cada vez tengo menos certezas sobre todo lo que rodea al fomento de la lectura, si es que todavía me queda alguna. Lo que sigue es un listado inconexo de breves reflexiones que intentan simplemente poner en letra organizada lo que en mi cerebro es puro caos.
¿Por qué fomentar la lectura? Mi bagaje cultural y educativo me dice todavía que leer es uno de las formas de aprendizaje más efectivas y que más saludablemente engorda nuestra mente. Creo que diez horas de lectura aportan mucho más al crecimiento intelectual de la persona que el mismo tiempo dedicado a otras formas de ocio, como el deporte o los videojuegos. Pero, ¿hasta qué punto insistir en la importancia de la lectura en una sociedad en la que la oferta de ocio crece y se enriquece por momentos no es una postura tan inútil como la de ensalzar las ventajas de trasladarse andando en vez de en coche? Leer requiere esfuerzo, y estamos rodeados de atracciones que en absoluto necesitan de esa energía extra. Yo he crecido con la primera generación que conoció los juegos de ordenador. Y he jugado miles de horas, he perdido tiempo incalculable repitiendo centenares de veces aquella pantalla en que Sir Fred tenía que balancearse en una cuerda o sorteando el mismo escollo en el Manic Minner. Pero también he leído días enteros, obra y más obras que hoy apenas recuerdo pero que seguro que contribuyen modestamente a sujetar algún pilar de mis neuronas.
Hoy, con respecto a nuestra infancia, las vías de conocimiento se han multiplicado por varias cifras; los canales de televisión son ya, como poco, decenas, hay videojuegos de todos los tipos y para todas las edades e internet abre un mundo paralelo para cualquier que quiera habitarlo. Quizás, ante la profusión de contenidos audiovisuales, la lectura comience a ser una huella de otros tiempos y esté condenada a ser un recuerdo, como lo son ahora los cuentacuentos familiares en torno a la chimenea o al calor de la cocina de leña. Puede que sea una opción equivocada, pero es.
No creo en los métodos de fomento de la lectura; no creo en que ninguno sea extensivo para más de una persona, pero tampoco tengo demasiada fé en los unipersonales. Quiero decir que la experiencia me dice que ninguno puede ser usado dos veces con éxito, o al menos no en las mismas circunstancias. Defendí siempre que lo único que servía era que los hijos viesen leer a sus padres, pero día tras día constato que no es en absoluto definitivo.
Otra certeza desmontada o en proceso de descomposición: siempre renegué de las adaptaciones frente a las lecturas originales de los clásicos. Pero últimamente veo muchos casos en los que el enfrentamiento a una Celestina, un Lazarillo o un Quijote en su versión primera es sumergir al niño en la tormenta perfecta: no es ya que tenga que recurrir al esfuerzo y el tesón, es que la ola es tan inmensa que sólo queda aspirar muy hondo para alargar la agonía. Pero es que además, rechazamos las adaptaciones sin ser conscientes, creo, de hasta qué punto las hemos utilizado nosotros mismos: pensemos cuántos clásicos conocimos primero en el cine, en los cómics, en adaptaciones infantiles profusamente ilustradas. Yo leí primero la obra de Julio Verne en las Joyas literarias ilustradas, y más tarde los originales; conocí primera la Guerra y paz de Vidor que la de Tolstói. Y no solemos tener reparo alguno en que nuestro hijos accedan a los cuentos infantiles del canon literario en versiones descafeinadas o aligeradas, y ahí sí que casi nunca se acercarán al original.
Cuando se habla de cifras de lectores infantiles se obvian datos que deberían mediatizar por completo los análisis. Hace 100 años no existía la literatura infantil. Lo que hoy consideramos obras clásicas para niños, digamos Alicia en el país de las maravillas, son ahora de difícil lectura para un adolescente y se salen por completo de un perfil lector más infantil. Y sin embargo los niños de entonces leían —claro, como ahora, la clase social culturalmente capacitada para ello, muy pocos antaño, legión hogaño, ahí está el quid de los índices de lectura—, y sin dibujos.
Es posible que llevemos décadas en un proceso de indiferenciación progresiva de de la edad de los receptores de los contenidos culturales; si, por un lado, se vienen construyendo productos específicos para cada tramo de edad, por otro parece que la materia de estos productos está pensada para abarcar la mayor franja de edad posible, y como resultado tengo la sensación de que se viene infantilizando la cultura. En esta infantilización jugaría un papel primordial el ocio, que tiene cada vez más importancia en nuestras vidas; y todo estaría relacionado: el ocio se multiplica y diversifica en su oferta y la lectura pierde su papel primordial, tanto como entretenimiento como diferenciador de clase. Y todo esto tiene que ver con una de mis nuevas candidatas a certeza: estamos volviendo a una cultura oral como la que construyó la Edad Media y prevaleció todavía en el Renacimiento.
2009-12-17 10:42
Muy lindo tu texto. Coincido en que estamos por volver a una cultura oral (aun no pero para alla vamos), pero a diferencia de la Edad Media, esta nueva cultura oral, se va parecer mas a un telegrama que a una puesta en escena.
Saludos y felicidades por tu texto.
Marga
2009-12-18 10:47
Estoy bastante de acuerdo con tu dictamen inicial. Es complicado introducir una actividad tan estática como la lectura en unos cerebritos (los niños) tan atiborrados de imágenes y aparatos interactivos.
Franco Berardi hizo hace unos años un diagnóstico bastante apocalíptico (y aunque en su momento me pareció exagerado, ahora ya no) en su “La fábrica de la infelicidad” sobre la pérdida de la capacidad de atención focalizada de los jóvenes:
http://www.traficantes.net/index.php/trafis/content/download/16073/175241/file/fabrica%20infelicidad.pdf
Lamentablemente, cada año que pasa veo que sus tesis son cada vez más ciertas.
Aparte, ya lo dijo Pennac: lo peor que hay es mandar a leer “clásicos” a niños sin hábito de lectura. Lo único que haces es incrementar su odio por las letras. Si quieres que alguien no lea nunca más, hazle leer el Alfanhuí a un chaval de 12 años (con resumen de comprensión incluído).
Lo mejor es que tu padre haga una lectura en voz alta por capítulos, en la cama, de “El último mohicano”. Está comprobadísmo. Mi padre lo hizo y le funcionó a las mil maravillas:
-¡Otro capítulo, papi, otro capítulo!
-Mañana…
Y encendíamos la lamparita y nos zampábamos el siguiente capítulo en su ausencia.
Pero claro, eso cuesta esfuerzo, y es más fácil culpar al sistema educativo ¿no?
2009-12-18 13:57
Pienso que hay distintos modos de fomentar la lectura. Uno, el más elemental, está en volver más accesibles los libros. Que haya una biblioteca en un barrio, y que esa biblioteca sea un lugar atractivo, ya es una política de fomento de la lectura. Otros, más sofisticados, pasan por digitalizar contenidos literarios y facilitar las referencias para acceder a ellos. Eso también es fomentar la lectura. Hay muchos más, que no son “pedagógicos” por así decirlo. Estos me parece que son los que más te rechinan. Y es que no es fácil motivar, uno a uno, a los no-lectores para que se “conviertan”. Eso tiene más de “evangelización” que de plan público. La evangelización requiere carisma en el predicador. A menudo, un docente carismático, o un amigo lector carismático, es la mejor forma de fomentar la lectura. Pero esto último me parece que no entra dentro de la órbita de los planes de fomento. Los dos primeros casos (bibliotecas y accesibilidad digital) sí lo son, y es la mejor apuesta. Otras pasan por ordenar lo que se llama la “cadena de valor” de la industria editorial, modificando los planes de negocio anacrónicos con que se maneja esta cadena, y reafirmando el carácter cultural y social de la lectura, en la dirección de la defensa de la “bibliodiversidad”. Ahí los organismos públicos deben meter la cuchara. No para subvencionar el dislate del mercadeo inconducente, sino para favorecer la lectura, los lectores, y la labor de los creadores, los escritores (eslabones débiles de la cadena). ¿Y por qué esto? Porque pienso que el mundo sería peor de lo que es si desapareciera la buena literatura: poesía, narrativa, ensayo, crónica, historia… De ahí que el fomento de la lectura sea importante, y más ahora que antes, justamente, cuando el ocio y el facilismo consumista de la cultura a la carta se imponen gracias a las nuevas tecnologías. Leo en tu texto, más que un rechazo de los planes de lectura, las puntas para reafirmar su necesidad, todo teñido por la luz de una suerte de pesimismo cultural que no deberíamos dejar que se convierta en desasosiego y acedia. Saludos.
2009-12-20 22:12
Mi libro de cabecera es la Isla del Tesoro. En cierta ocasión, hace muchos años, lo recomendé a un amigo y me dijo que no le gustó. No comprendí cómo podía ser eso, me parecía increíble que a un chico no le gustara semejante lectura. Cuando lo leí por primera vez tenía la edad de Jim Hawkins. Hoy he alcanzado ya la de John Silver y me sigue encandilando de igual modo. Toda una vida en mi compañía. Cada cierto tiempo “el cuerpo” me pide su relectura y cada vez disfruto igual. Viene todo esto a cuento de que la lectura es algo que se lleva dentro. Si de niño no le encuentras su encanto, su magia, es difícil inculcarla.
Un par de anécdotas: pregunté una vez a otro amigo si había experimentado alguna vez la sensación impaciencia, de deseos de volver ansioso a refugiarse en un libro en el que estuviera sumergido y cuya lectura hubo de interrumpir. Me contestó que no. Me compadecí un poco de él. Otra más graciosa: leía en cierta ocasión, lo recuerdo bien, Sinhué, el egipcio. Un chaval que me vio comentó: ¿¡Estás leyendo eso!? Si hay una película…