En 1982 Eugenio Trías publica un ensayo que hurga en una de las claves de la creación y el placer estético: Lo bello y lo siniestro. Lo leí diez años después, y resultó una revelación que ya no me abandonó nunca. Fue como descubrir parte de mis propios cimientos, como acceder a una radiografía que diese con el hueso que sustenta mis gustos y la configuración de mi estética. Lo bello, dice Trías, no se concibe sin la amalgama del dolor y la bestia.

«Tras la cortina está el vacío, la nada primordial, el abismo que sube e inunda la superficie (abismo es la morada de Satanás). Tras la cortina hay imágenes que no se pueden soportar, en las cuales se articulan ante el ojo alucinado del vidente visiones de castración, canibalismo, despedazamiento y muerte, presencias donde lo repugnante, el asco, ese límite a lo estético trazado por la Crítica kantiana, irrumpen en toda su espléndida promiscuidad de oralidad y de excremento.»

Hace unos días me quedé maravillado al escuchar una anécdota que traía al mundo real lo que Trías, y yo con él, utilizábamos para la ficción. Cuenta Ricardo Herman, periodista testigo de la caída del muro de Berlín, cómo los días posteriores era común ver colas inmensas de alemanes del este en los sexshops de la zona occidental de la ciudad, pues el régimen socialista tenía vedada la pornografía. Él se acercó a una jovencísima muchacha que salía del local y le preguntó qué le había parecido. Ella le contestó, los ojos brillantes tomados por el pasmo y la satisfacción: «he visto cosas terribles».

Esa frase marca la diferencia entre la curiosidad y el miedo, entre el impulso de conocimiento que afronta el dolor para exprimirlo y utilizar su jugo y la parálisis que atenaza y cubre con una costra de yeso. Quizás, en definitiva, la misma que haya entre escribir ante el abismo o en el hueco.