Prefacios juveniles, reseñas de media tarde, lecturas a tiempo parcial… Un intento meridiano de soñarse columnista, por supuesto. Aquí vienen a leerse libros, a recomendarse unos cuantos y a discutir(los).
Michael Chabon The Yiddish Policemen Union. Harper Perennial, Nueva York, 2007.
A pesar de ser publicitados en España como Next Generation, el único autor al que se parece realmente Michael Chabon es a su contemporáneo Jonathan Lethem y a pesar de ello sus discursos no podían tener una identidad más antagónica. Mientras que el autor de Cuando Alice subió a la mesa es un escritor neoyorquino obsesivamente localizado en su ciudad (Brooklyn, Nueva York), Chabon concede infinita importancia al judaísmo, hasta el punto de convertirlo en el gran tema de la parte última de su obra. Ambos empezaron como escritores de culto y ambos han terminado escribiendo una gran novela americana marcada por el auge de los tebeos de superhéroes (y su impacto mitológico) y una actualización, aunque creo que sería más correcto decir deslocalización, de la novela policíaca modelada tras Raymond Chandler y su fundacional El sueño eterno. Encuentro muy estimulante Huérfanos de Brooklyn, un trabajo estilístico a la altura de uno de los principales referentes de Lethem, Bob Dylan, y una gran mirada a la ciudad de Nueva York que a veces logra evocarla con la fuerza desconcertante de Saul Bellow, pero como relectura del género negro no termina de funcionar. Su trama no podía escapar a ciertos convencionalismos y toda su fuerza residía en el brutal punto de vista del protagonista. Como era el punto de vista del protagonista el que proporcionaba una descontextualización del esquema chandleriano, era hasta cierto punto deseable que Lethem no contara la misma fórmula tras un buen rato demostrando que podía beber del modo menos obvio posible de sus referentes.
Sin embargo, tras terminar esta The Yiddish Policemen’s Union estoy dispuesto a replantear mi posición respecto a Lethem, cuya descripción de unos villanos estaba llena de matice y de furia y su violencia era abrupta y súbita, extraña pero no irreal. En esta novela, los judíos se instalaron en Alaska, creando el distrito de Sitka, y cambiando la historia: Israel no existe y la colonia judía perderá sus derechos pronto. El detective yiddish de aliento hard-boiled Meyer Landsman debe investigar el asesinato de Mendel Shipilman, el hijo de un importante rabino que era considerado el Tzaddik Ha-Dor, el posible “Mesías” de su generación. Chabon acierta al convertir su Alaska judía en una excusa para derrochar el slang yiddish y dotarlo de dobles o triples sentidos y releer en argot callejero las costumbres de los judíos rusos, alemanes y mezclarlas. Descubrimos que un sholem es una pistola y un shtarker un matón.
Aprecio la novela de Chabon, sobre todo por la fuerza imaginativa de su premisa y como esto afecta al escenario (Orson Welles ha rodado su ansiada adaptación de Heart of Darkness, John Fitzgerald Kennedy se ha casado con Marilyn Monroe) y su fuerza narrativa, sobre todo cuando cuenta los pasados de Mendel Shpilman y el aprendizaje de las partidas de ajedrez. También parece el autor estar disfrutando describiendo el cielo, a la manera chandleriana, una Alaska llena de niebla y helada y marcada por una colonia de judíos que está a punto de perder su independencia. Leer a Chabon es leer a un narrador que está preocupado por resultar placentero, inteligente y tierno, a una mirada humanista que tiene como modelo evidente al Gabriel García Márquez de El amor en los tiempos del cólera (tomen como ejemplo la página 27 y su “but of course there were worse ordeals to come” digno de la citada novela), sin embargo descuida toda la premisa metafísica que hacían de la novela del colombiano un hermoso tour de force con pausas otoñales. Se comprende, pues la novela de Chabon solamente bebe del autor de Cien años de soledad cuando describe a los habitantes de Sitka y parece ocupada en reproducir, cuidadosamente, una versión excéntrica de la lengua sobria y elegante de las obras protagonizadas por Philip Marlowe. Aquí tienen tres ejemplos de lo último: the wind carries a sour of tang or purple lumber (pag. 6); The planning housing developments remain lines on blue paper, encumbering some steel drawer; the citty sputters and the water reaches across the land like the arm of a policeman (pag. 179).
Chabon parece reevaluar algunas posiciones (o misreadings) de Las asombrosas aventuras Kavalier y Clay, pero su corrección sufre de algunos de mis problemas con La solución final, su versión de Sherlock Holmes. En La solución final, un anciano (y nunca nombrado, aunque siempre evidente) Sherlock Holmes se encontraba a un niño judío llamado Linus Steinmann que venía con un par de misterios (un loro desaparecido que pronuncia unos números y un hombre que aparece muerto a la mañana siguiente). La aventura nos enseñaba a Holmes, el héroe del racionalismo, ante algo que no podía resolver: el Holocausto. Es decir, la Historia, el cambio. Imposible no pensar en el viejo aforismo de la poesía tras Auschwitz. Chabon tiene una idea brillante: al detective, en su retiro, le sobreviene la Historia y demuestra sus incapacidades. La fuerza de la realidad. Pero su idea termina en un punto abrupto, no permite la vida interior del detective, está ocupada trazando una perfecta imitación, en clave algo más dulce, del relato modélico de Conan Doyle. Sigo pensando que estuvo muy inspirado, pese a tener algún que otro reparo perdonable, en Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, cuya temática judía venía condicionada por el tema del que se ocupaba, los grandes de los tebeos de la edad de oro de los superhéroes (y por ende de los cómics) eran judíos (Siegel & Schuster, pero también Jack Kirby, Will Eisner, etcétera). Su protagonista emigrado, Joe Kavalier, era un escapista (como el dibujante Jim Steranko), pero Chabon lo amplificaba como metáfora: su creación junto a Sammy Claynmann será justamente el Escapista, un superhéroe que encarnará su biografía, su identidad portátil y su hogar a cuestas. Al final de la novela, Chabon descubrirá la naturaleza del hogar a Kavalier y deslocalizará, precisamente, a Claynmann, el judío norteamericano de Brooklyn, estrategia absolutamente brillante y parcialmente heredada de los relatos de John Cheever. Aquí corrige cualquier atisbo de fantasía mesiánica, mostrando los peligros y lo siniestro de cualquier salvador, de cualquier “mal menor“ que se excusa en la retórica del “bien”, pero, irónicamente, desaloja a los protagonistas de estos matices.
En esta novela policíaca, el detective resuelve el misterio, pero de algún modo todo depende de lo inconcreto: la parte más interesante es cuando lo sentimental puede verse unido a lo político. Una vez fundada una Historia (secreta) y alternativa, no queda nada. Hay unos villanos identificados y un héroe que los delatará, pese a su incertidumbre.
El final, que implica la secreta y auspiciada destrucción de la Cúpula de la Roca, no podía resultarme más extraño. No solamente por su deuda evidente hacia el planteamiento de Watchmen, sino por su la ambigüedad con la que los personajes terminan. El atentado planeado es confesado por el protagonista y él y su mujer se reencuentran dispuestos al futuro, a la siguiente diáspora. Es conmovedor, pero limita el turbador poder de su alegoría y traiciona el pesar que había tras Chandler, más escéptico que Chandler.: solos ante la diáspora, los judíos de Chabon tienen una oportunidad en el descrédito y en la lejanía del odiar. Pero el peso de la barbarie (secreta) difumina el mundo de Chabon y ofrece un suspenso antes que grandes preguntas.
Es la eterna paradoja. Es noble (e ingenua) la posición de Chabon, la de un mundo en el que existan las suficientes contradicciones como para albergar una cierta esperanza, pero su alegoría depende de grandes conspiraciones y grandes secretos y de una soledad, extraña y asumida como tragicómica, del judío respecto a su futuro.