Prefacios juveniles, reseñas de media tarde, lecturas a tiempo parcial… Un intento meridiano de soñarse columnista, por supuesto. Aquí vienen a leerse libros, a recomendarse unos cuantos y a discutir(los).
José Luis Guarner terminaba su crítica de Los blancos no la saben meter celebrando el encuentro de Arte Termita, término acuñado por Manny Farber en su célebre Negative Spaces que Guarner tradujo y admiró a lo largo de su carrera. Leer la crítica de la revista Fotogramas a principios de los noventa es más excitante de lo que podría suponerse. Cierto es que un cast que tiene a Jordi Costa, Antonio Trashorras, Jesús Palacios o Sergi Sánchez como relevo generacional es más excitante, pero los oscuros noventa fueron un lugar interesante para la crítica cinematográfica. Los últimos coletazos de la explotación en VHS, la etapa de más cine en la televisión española en la que se cruzaban Jean-Pierre Mélville con los primeros pases de Re-Animator. En definitiva, no resulta nada casual que la generación que relevaría Fotogramas estuviera siendo fogueada toda en el memorable Fantastic Magazine.
Jesús Palacios fue, en muchos sentidos, el primer crítico de cine que usó algunas opiniones de la posmodernidad teórica , aunque se le lee estimulado más por Camille Paglia que por Jacques Derrida. Su crítica de Un horizonte lejano de Ron Howard la celebra desde la distancia irónica, buscando en un terreno muy similar al de su prologada y admirada Paglia: celebran la obra como vehículo camp y referencial, placentero. El protagonismo recae en el crítico antes que en la obra. Esa revista también tenía a Daniel Monzón, un crítico que ejerció de padre espiritual para todos los defensores de la generación de los años ochenta. La pregunta es qué ha quedado hoy de ese modo de leer el Hollywood neoclásico: ¿tal vez una deriva que malinterpreta a Susan Sontag, que se limita a celebrar desde la ironía de los grandes nombres? Es difícil no posicionarse con Guarner y su búsqueda, nada irónica, de obras pequeñas y minúsculas.
Arte Termita son, por ejemplo, algunas novelas de Gonçalo Tavares, escritor dividido entre la gran novela y la gran broma minúscula. Jerusalén podría ser su gesto más previsible, que aún contiene momentos de diversión, pero como contrapunto, no como proyecto. De esto ya ha hablado Jorge Carrión y nos lleva a sus otras novelas, entre las cuales mi favorita es La máquina de Joseph Walser.
Todas las novelas de Tavares son bromas privadas a costa de la historia literaria, pequeños alumbramientos en rincones de sus autores favoritos, pero ejecutados sin la elegancia juguetona del primer Enrique Vila-Matas, no por casualidad uno de los grandes vindicadores de Tavares. Lo que hace distinta a La máquina de Joseph Walser es que el humor negro e inusual hace toda la novela distinta, la contamina de un modo sugerente y la sobrepone a su juego literario, dando a su proyecto un aura esquiva y diferente, más allá de un pasatiempo para los que han alucinado con la obra de Walser y con el escalofriante testimonio recogido por su amigo Carl Seelig.
Seguramente la obra maestra termita metaliteraria sea la Historia secreta de la literatura portátil, en la que algo que siempre se toma tan en serio como la literatura es apenas un campo de juegos e identidades por los que pasea la secta shandy. Es una pena que Tavares no escoja ese camino en las entregas de su proyecto dedicadas a Paul Valéry y que quiera ser una versión excesivamente seria de Franz Kafka, el escritor de Arte Termita del que nunca podremos librarnos.
Ese es el único (o al menos el principal) error que comete George Steiner en No Passion Spent: considerar a Kafka un fenómeno demasiado ligado a los estudios religiosos y a la larga sombra de la Cábala. Vicente Luis Mora asegura que se olvida de lo humano y lo que queda claro es que Kafka estuvo por encima incluso de la costosa tarea de replantear lo judío, porque nunca hizo un gesto apenas previsible o descifrable. Kafka es el gran escritor del espacio múltiple, podría suponerse, algo más que la consideración, algo propia del Arte Elefante, de ser el gran escritor de la era del caos, como lo considera un bienintencionado Harold Bloom.
Samuel Johnson escribe en una de sus mejores columnas que estamos todos movidos por los mismos motivos, decepcionados por las mismas falacias, animados por la esperanza, obstruidos por el peligro, enredados por el deseo y seducidos por el placer. La labor del Arte (Termita) es la de enseñarnos la multitud de espejos y recovecos que se esconden tras estos principios básicos humanos.