Siguiendo la estela de la sección homónima de Almacén Los Poetas trata de reunir una pequeña colección de buenos poetas, aunque poco conocidos o apartados del parnaso oficial y editorial.
Francisco de la Torre es una incógnita. Sabemos de su obra porque Quevedo la editó con admiración en 1631, pero apenas nada se sabe de su persona. Su obra parece acabada hacia 1572, por lo que es contemporáneo de Hurtado de Mendoza o Gutierre de Cetina, y formaría parte junto con estos y otros muchos de ese periodo de maduración poética que lleva del renacimiento al barroco. Con Garcilaso y Petrarca como fuentes constantes de su poesía, de la Torre tiene sin embargo una sensibilidad muy cercana al romanticismo decimonónico, donde el amor, tema casi exclusivo de su poética, es siempre rechazo, aungustia y una melancolía muy extraña a su época. Conocido como el poeta de la noche, es este escenario nocturno, heredado muy directamente de la lírica provenzal y galaico-portuguesa, el que unifica y ambienta sus versos, versos en los que se aunan los recursos clásicos de la lírica tradicional con un uso elegante de la metáfora y un atrevidísimo “abuso” del encabalgamiento que antecede a las rupturas versales culturalistas.Su importancia y calidad puede apreciarse también en la Canción II que aquí ofrecemos, cuyo delicado misticismo precede y prepara el del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.
Apenas editado, ofrecemos una selección de su poesía tomada de la edición de Cátedra (1993) llevada a cabo por Mª Luisa Cerrón, apenas el único libro disponible para ampliar la lectura de la poesía de Francisco de la Torre.
m.t.
SONETO XIV
¿Cuál elemento, cuál estrella o cielo
sustenta, influye, encubre, tiene, o cría
yerba, piedra, licor, raíz, harpía,
contra la fuerza de un ardiente yelo?
No cría el agua, ni produce el suelo,
la noche esconde, ni descubre el día
encanto duro, ni ponzoña fría
que rompa el lazo de enemigo celo.
Esta Medusa, y esta Circe bella,
tal es la fuerza que en sus ojos tiene,
tales encantos hace con sus ojos,
que yela el alma con su fuego, y de ella
oculta causa justamente viene,
con que sustenta viva sus despojos.
SONETO XXIII
Bella es mi ninfa si los lazos de oro
al apacible viento desordena;
bella, si sus ojos enajena
el altivo desdén que siempre lloro;
bella, si con la luz que sola adoro
la tempestad del viento y mar serena;
bella, si a la dureza de mi pena
vuelve las gracias del celeste coro.
Bella si mansa, bella si terrible,
bella si cruda, bella si esquiva, y bella,
si vuelve grave aquella luz del cielo.
Cuya beldad humana, y apacible,
ni se puede saber lo que es sin vella,
ni vista entenderá lo que es el suelo.
SONETO XVII
Solo, y callado, y triste, y pensativo
huyo la gente con los ojos llenos
de dolor, y de llanto; los serenos
ojos huyendo que me tienen vivo.
Allá queda mi espíritu cautivo
penando su pasión; y ellos ajenos
de su primero amor, los bellos senos
humedecen llorando su hado esquivo.
Yo que aguardé la luz de su belleza,
dentro del alma llevo el golpe fiero,
y allí me sigue, donde voy, su ira.
Gran bien quito a mis ojos, y el primero,
por quien llora mi alma su dureza,
es ver la pena que en su rostro mira.
CANCIÓN II
Doliente sierva, que el herido lado
de ponzoñosa y cruda yerba lleno,
buscas la agua de la fuente pura
con el cansado aliento y con el seno
bello de la corriente sangre hinchado;
débil y descaída tu hermosura.
¡Ay, que la mano dura
que tu nevado pecho
ha puesto en tal estrecho,
gozosa va con tu desdicha cuando,
cierva mortal, viviendo está penando
tu desangrado y dulce compañero,
el regalado y blando
pecho pasado del veloz montero!
Vuelve, cuitada, vuelve al valle donde
queda muerto tu amor, en vano dando
términos desdichados a tu suerte.
Morirás en su seno reclinando
la beldad que la cruda mano esconde
delante de la nube de la muerte;
que el paso duro y fuerte,
ya forzoso, y terrible,
no puede ser posible
que le escusen los cielos, permitiendo
crudos astros que mueras padeciendo
las acechanzas de un montero crudo,
que te vino siguiendo
por los desiertos de este campo mudo.
Mas, ay, que no dilatas la inclemente
muerte que en tu sangriento pecho llevas
del crudo amor vencido, y maltratado.
Tú, con el fatigado aliento, pruebas
a rendir el espíritu doliente
en la corriente de este valle amado;
que el ciervo desangrado,
que contigo la vida
tuvo por bien perdida,
no fue tan poco de tu amor querido,
que habiendo tan cruelmente padecido,
quieras vivir sin él, cuando pudieras
librar el pecho herido
de crudas llagas y memorias fieras.
Cuando por la espesura de este prado,
como tórtolas solas y queridas,
solos y acompañados anduvistes;
cuando de verde mirto y de floridas
violetas, tierno acanto y lauro amado
vuestras frentes bellísimas ceñistes;
cuando las horas tristes
que ausentes y queridos,
con mil mustios bramidos
ensordecistes la ribera umbrosa
del claro Tajo, rica y venturosa,
con vuestro bien, con vuestro mal sentida;
cuya muerte penosa
no deja rastro de contenta vida.
Agora el uno cuerpo muerto lleno
de desdén y de espanto, quien solía
ser ornamento de la selva umbrosa,
tú, quebrantada y mustia, al agonía
de la muerte rendida, el bello seno
agonizando, el alma congojosa.
Cuya muerte, gloriosa
en los ojos de aquellos
cuyos despojos bellos
son victorias del crudo Amor furioso,
martirio fue de Amor, triunfo glorioso
con que corona y premia dos amantes
que del siempre rabioso
trance mortal salieron muy triunfantes.
Canción, fábula un tiempo y caso agora
de una cierva doliente que la dura
flecha del cazador dejó sin vida:
errad por la espesura
del monte, que de gloria tan perdida,
no hay sino lamentar su desventura.
SONETO XXXII
Bellas lumbres del alto firmamento,
que puestas en su cumbre soberana
dais vuestra luz a la región humana,
y al trono eterno del empíreo asiento.
¿Vistes jamás amante tan contento
en perdición tan conocida y llana?
¿Ninfa tan dura? ¿Fe tan inhumana?
¿Tan mal pagado amor? ¿Tan gran tormento?
¿Vistes en cuanto la sagrada lumbre
del claro padre de Faetón alcanza
ídolo más divino y adorado?
Si de su luz es vuestra luz vislumbre,
y es de más perfección su semejanza,
¿qué puede ser mi simulacro amado?
SONETO XXIII
La blanca nieve y la purpúrea rosa,
que no acaba su ser calor ni invierno;
el sol de aquellos ojos puro, eterno,
donde el Amor como en su ser reposa;
la belleza, y la gracia milagrosa,
que descubren del alma el bien interno;
la hermosura donde yo dicierno,
que está escondida más divina cosa;
los lazos de oro donde estoy atado;
el cielo puro donde tengo el mío;
la luz divina que me tiene ciego;
el sosiego que loco me ha tornado;
el fuego ardiente que me tiene frío,
yesca me han hecho de invisible fuego.
SONETO XV
Noche, que en tu amoroso y dulce olvido
escondes y entretienes los cuidados
del eenmigo día; y los pasados
trabajos recompensas al sentido.
Tú, que de mi dolor me has conducido
a contemplarte, y contemplar mis hados,
enemigos agora conjurados
contra un hombre del cielo perseguido:
así las claras lámparas del cielo
siempre te alumbren, y tu amiga frente
de beleño y ciprés tengas ceñida.
Que no vierta su luz en este suelo
el claro Sol mientras me quejo, ausente,
de mi pasión. Bien sabes tú mi vida.