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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

La calidad empieza por uno mismo

“Una de las reglas del régimen de salud es esforzarse por conseguir comida de buena calidad; esto es muy importante. Es necesario el conocimiento de la naturaleza de todos los alimentos, de cada una de las clases”.

Así hablaba el Rabí cordobés Moshé ben Maimon, más conocido como Maimónides, en el siglo XII de nuestra era. Mucho más recientemente, en enero de 2006, Ferrán Adriá, reconocido como mejor cocinero del mundo, afirma en la síntesis que ha dado a conocer: ”Se da por supuesta la utilización de productos de máxima calidad, así como el conocimiento de la técnica para elaborarlos”, en sorprendente coincidencia de términos y mensaje con el sefardí, pese a que dudo de que el jefe de cocina de El Bulli se haya basado en la obra de aquél para enunciar su manifiesto.

Casi un milenio entre ambas frases y el concepto permanece inalterable: calidad inmejorable en la materia prima y el conocimiento profundo de su naturaleza como requisitos indispensables para la satisfacción del comensal y por ende como práctica inexcusable del cocinero.

Perogrullada, pensará usted que ahora me lee. Tal vez sí, pero la obviedad aparente de estas sentencias contrasta con el hecho de que con demasiada frecuencia es defraudada en la práctica. Tanto en la cocina doméstica (a la que refería el médico cordobés) como en la profesional (que lidera el cocinero de Hospitalet) asistimos a una decepcionante escalada del regateo en la idoneidad del ingrediente a la composición culinaria: alimentos congelados (y mal descongelados) donde se esperaba el fresco (y que en ocasiones se cobran como fresco), arroces casi de plástico en platos tradicionales que sólo debieran aceptar las razas nobles de este cereal, pan industrializado que aún huele a microondas, aceites de dudosa cuna (en el país principal productor de aceite de oliva), natas de spray que se desinflan antes de que el postre llegue a la mesa, por citar sólo algunas lindezas que recuerdo a vuelapluma.

En ocasiones se argumenta que tan descarado escamoteo a la calidad proviene de una búsqueda en la economía del género, pero tal justificación no se sostiene cuando lo que realmente sucede no es que se sacrifique el lujo por la hechura (que sería comprensible en aquellas economías no boyantes) sino que hemos disfrazado de falso oropel las joyas que se deben presentar en el plato.

Éste es el auténtico sentido del siguiente mandamiento de Adriá: “Todos los productos tienen el mismo valor gastronómico, independientemente de su precio”, esto es, si el presupuesto no llega para solomillo de buey para un chateaubriand, la solución no es realizar esta confección poniendo en su lugar morcillo de añojo, sino, tal vez con esta última pieza si es de confianza, elaborar un canónico pero sorprendente estofado. Lo contrario es engañifa o esnobismo –según el caso– y desde luego no satisfará ni al cocinero ni a quienes consuman el sucedáneo.

E igualmente que ha de respetarse al máximo la calidad adecuada de la materia prima, ha de cuidarse con esmero la técnica a emplear. Con frecuencia me preguntan quienes han de cocinar para una ocasión especial cómo preparar algún plato complejo y epatante. Mi respuesta es invariable: haz lo que mejor sepas hacer: si bordas el pisto manchego será tan afrodisíaco como las mismas ostras en esa cena “privada”, si tus albóndigas en salsa son buenísimas para tu familia también lo serán para el jefe y su cónyuge, si cuando haces tortilla de patatas te hacen la ola, también el señor obispo se alzará en tu mesa al catarla.

Calidad adecuada y buenos modos, no hay otra vía para el disfrute de la mesa, menos aún si –como recordaba Maimónides– lo que está en juego no es ya el placer del paladar sino la salud del cuerpo que asimilará el preparado.

Como viene a cuento les voy a desvelar –para el que no lo sepa– la anécdota que da título a esta colaboración bitacorera: Lucio Licinio Lúculo fue un general romano en cuya villa se ofrecían los más prestigiosos banquetes de la capital del imperio, el lujo y los ingredientes tan exóticos como selectos se sucedían ante los paladares de las más altas dignidades locales y foráneas, y los arribistas se disputaban el honor y el placer de ser invitado a una cena en la casa de Lúculo. Mas un día el general, por lo que fuera, no daba fiesta y el maestresala le sirvió en su triclinium platos simples sin boato ni fasto. Inmediatamente el patricio reclamó a su mayordomo explicaciones y éste argumentó que ya que no había ninguna personalidad relevante invitada había pensado que…, a lo que su amo le replicó: “Pues sábete tú que esta noche es Lúculo quien cena en casa de Lúculo”.

En conclusión, seamos lúculos en nuestra propia casa y regalémonos con alimentos de excelsa calidad en su género y bien condimentados, porque ¿quién se lo merece más que nosotros?

Miguel A. Román | 12 de junio de 2006

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