Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
Un amigo seguidor de esta columna, y responsable de una excelente bitácora sobre historia gastronómica (historia humana en el fondo) me recordaba hace días el siguiente texto que vio la luz hace 11 años en es.charla.gastronomia, un reducto de Usenet. Una receta sencilla y natural en esta primavera que se ha puesto calurosa, que me ha parecido oportuno compartir de nuevo con mis lectores.
Dime, niña traviesa, qué le dijiste a la luna, la luna blanca de Abril, que se ha ido del cielo para sugir como un alhelí de tu mirada. Pero Ángela, que nada sabe de versos como hilachas, no aparta de las joyas escarlata sobre la barra los ojillos orlados de caireles.
- ¿Son calamares?
– No Ángela, son chopitos -incongruencia de padre pasado de rosca cultista: bastante complicado es el mundo interior, incluso el de una niña, como para complicar las cosas en el exterior.
– Y ¿por qué son chopitos?
– Pues… porque son chopitos, se llaman así a esta especie de jibia pequeña y rojiza.
Y la niña sigue con la vista prendida en la docena de especímenes intentando fijar —eso espero- sus características diferenciales y ajustar la nueva entrada en el índice de su aún diminuta enciclopedia mental.
- ¿Y cómo los vamos a comer?
– A la cerveza.
– A mi no me gusta la cerveza.
Y espero que no te guste al menos en los diez próximos años, a partir de ahí sólo mis esfuerzos y los de tu madre por inculcarte la temperancia serán responsables de que disfrutes sin sufrimiento de ese tipo de sustancias.
Ángela ha terminado su tarea culinaria —pelar tres ajos- y asiste ahora a la de la limpieza de los decápodos. El primer sepioncillo, único indicio esquelético del bicho, llega a sus manos como juguete y entre sus deditos le da vueltas y vueltas. Uno por uno los chopitos son descabezados, seccionados sus tentáculos breves y evertidos para limpiar con esmero sus gelatinosas vísceras y la minúscula concha calcárea.
Tus manos, niña, con las que sujetas la vida que te va llegando a goterones y la dejas bailar entre sarcillos curiosos, toman los saquillos resbaladizos y juegas a limpiarlos. No juegues, niña, a ser mayor, que un día esas mismas manos serán flor de ternura y los juegos te haran daño.
Al oro de Jaén van los ajos cortados en dos y luego una cebolla en aros. Luego dos tomates partidos. Luego pimentón, laurel y sal hasta que el calor blando hematiza sus almas en la sartén. La criatura va revolviendo con cuidado y clava en mis ojos el cristal de su sonrisa. No hay pajarillo de más colores que la sonrisa de un niño.
En la cacerola a fuego fuerte caliento casi un dedo de aceite y allí los chopitos cuajan sus carnes y se hacen de nácar primero y de coral después. Vierto entonces un vaso de cerveza limpia, que el resto del envase acaricia la sed del cocinero. Bajo el fuego y tapo el caldero y allá dejo sudar los moluscos mientras recojo desechos y útiles.
Pasados diez minutos tomo el sofrito y vierto sobre un chino, mi hija va haciendo molinillo con el madero y las paredes del cucurucho de metal rezuman lo imprescindible del sabor sobre los chopitos. Y mientras unos minutos más la salsa infiltra el músculo ya rendido, ponemos la mesa.
Al poco la carne tenue bañada en ocre yacía sobre el plato. Ángela los come tal cual, yo escoltados de arroz blanco. La niña come y me sonríe. Ay, niña de plata, que te arropan los luceros por la noche mientras bordas el aire con los abaniquillos de tus ojos.
Un Amigo
Miguel A. Román
(Publicado el 9 de Mayo de 2001)
2012-11-15 12:39
perdonad mi ignorancia en este sentido, pero lo cierto es que nunca había oido sobre los chopitos. Eso sí, sólo de leer el post me ha entrado mucha hambre