Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
Capítulo V – EL RENACIMIENTO DEL OLIVO.
Tras casi un milenio desde que el esplendor romano se diluyera bajo las estructuras medievales, el Renacimiento hace volver los ojos y las mentes europeas sobre las enseñanzas que los antiguos y cultos imperios dejaron escritas. Y no únicamente evocan las artes figurativas y ciencias políticas, sino también, por supuesto, aquella devoción por el fruto pequeño del zumo milagroso.
En estos siglos de luz y pensamiento el aceite de oliva no únicamente es lumbre y alimento, sino imprescindible excipiente para la pléyade de remedios, ungüentos, triacas y atutías que protomédicos y cirujanos recetan a sus pacientes y que se encargan de elaborar los especieros y apotecarios, farmacopea cuasi alquímica que cura y mata casi a partes iguales:
“¿Que provisión o despensa ay buena sin azeyte? […] Quantas medicinas se hazen dello? para quantas y quan diversas maneras de enfermedades. Qual unguento casi no lo lleva? en quantas maneras de guisados entra. Qual triaca es mas provechosa contra las ponçoñas asi comidas como contra las esteriores, que el azeyte es ponçoña contra las ponçoñas, alumbra las yglesias, tornan de la noche dia, alança las tiniebras”.
(Gabriel Alonso de Herrera, Obra Agricultura, 1513).
Solo Martinez Montiño, ya en 1611, ofrece, como alternativa a la fritura en manteca, el hacerlo con “buen azeite” (y en algún caso cita textualmente “buen azeite de Valencia”), así como aliña sin cesar con aceite y vinagre. Incluso, en ocasiones, el cocinero real razona sensatamente los motivos para decidirse por una u otra grasa y no pocas veces directamente recomienda el uso de éste, como en un sencillo pero excepcional cuajado de espinacas “a la portuguesa” que a modo de ejemplo gustosamente transcribo:
Espinacas a la Portuguesa.
Echarás el azeite en una caçuela: y quando esté caliente tendrás las espinacas mondadas y lavadas, y quitadas todos los peçones, y mui esprimidas del agua, iráslas echando en el azeite, meneándolas con un cucharón, y ellas se irán allí hogando de manera, que vendrán a caber muchas en la caçuela, y ellas mismas harán un caldillo, y echarás allí mucho ciliantro verde: y después que estén bien ahogadas, saçónalas de especias y sal, y échales un poco de más agua caliente que se bañen bien, y échales vinagre que estén bien agrias: luego échales allí quatro, o seis hueuos crudos que se escalfen en las mismas espinacas, y cubre la caçuela para que los huevos se pongan duros, y sírvelos en la misma caçuela”
Durante estos siglos el progreso tecnológico no es grande (como no lo ha sido, insisto una vez más, en casi toda la historia del olivar). La enorme e incómoda palanca de viga y quintal sigue siendo el ingenio predilecto para la prensada de los capachos, e incluso aumentan su tamaño hasta los 20 metros, lo que determina el tamaño de la nave que ha de contenerla.
En el molino aparecen las anchas piedras troncocónicas que giran sobre una enorme base y logran mantener el contacto con la sustancia a moler gracias a la introducción de rótulas y elementos suspensorios en la base del eje horizontal. La energía sigue siendo cosa de nobles y resignadas bestias, sobre todo en las sierras andaluzas donde los cursos de agua no son aptos para la noria hidráulica.
Durante las monarquías absolutistas, las corrientes políticas y económicas, incluidas las presiones sobre las personas de orígenes racial-religioso sospechosos, favorecen, sobre todo en Andalucía y Levante, la aparición de grandes terratenientes y las desmesuradas fincas abrazan los monocultivos, instalando las almazaras en el seno de su propiedad con lo que desaparecen los molinos comunitarios. La arquitectura del cortijo olivarero de estos siglos se caracteriza por su forma larga y estrecha precisamente por el adosado de estas dependencias.
Ante esta producción masiva, de escasa calidad y mano de obra barata, los territorios que no pueden competir con esas condiciones económicas van abandonando el cultivo, más aún con el retroceso del secano. Se pierde así el olivar de Castilla-León, norte de Extremadura, la planicie manchega, las huertas orientales,…
La descripción de la dictadura olivarera en la Valencia del siglo XVIII, que nos ha dejado Antonio José Cavanillas, nos suena hoy vergonzosa… (eran otros tiempos y mal hace quien juzga la historia en vez de asimilarla):
“A esta contribucion, que igualmente pagan otros muchos pueblos del reyno, se añade, que el propietario del campo incurre en tres pesos de pena si coge la mas pequeña porcion del fruto de sus campos ántes de verificarse la particion: no puede hacer su aceyte sino en la almazara del Señor, donde debe dexar la mitad: no puede sin licencia cortar ramo alguno principal de los árboles, podarlos, ni arrancar los muertos, cuyo tronco se apropia el Señor territorial: debe tambien traer á sus expensas las cosechas y hacer de ellas tres montones, para que el representante del Señor escoja el que mas le acomode, resultando de las demoras indispensables, perjuicios que causan las lluvias y contratiempos. A pesar de tan duras condiciones los de Ayelo cultivan con esmero su término, que tiene tres quartos de hora de norte á sur entre los de Montesa y Ontiniént, y otro tanto de oriente á poniente entre los de la Ollería y Vallada. Solo quedan incultas las crestas de los montes: vense las lomas de marga blanquecina y en general el secano cubierto de corpulentos algarrobos y olivos, ó plantado de viñedos; resultando anualmente el beneficio de 14000 cántaros de vino, 2000 arrobas de aceyte,…”
Pero el renacimiento trae consigo otra imprevisible revolución cultural, geográfica, social, política y en alto grado gastronómica: el descubrimiento de América, y el aceite de oliva no quedará al margen de esta súbita modificación del mapamundi.
Capítulo VI – OLEA… ¡AMERICANA!
En 1493 Cristóbal Colón regresa henchido de gozo de su controvertida expedición y pone en manos de la recién consolidada monarquía española un territorio cuyas dimensiones el Almirante de la Mar Océana nunca supo calcular. Los Reyes Católicos, probablemente mejor informados que el genovés, nunca concibieron que aquellas tierras fuesen los supuestos Catay y Cipango y se apresuraron a conseguir una carta de exclusividad sobre aquel continente mediante el tratado de Tordesillas.
Cuando los reyes castellanos emprenden la labor de conquistar militar y culturalmente el vasto territorio al otro lado del Atlántico, topan con la misma necesidad que el imperio romano debió cubrir quince siglos atrás: suministrar con aceite de oliva a tropas, colonos y funcionarios. Tal se desprende, entre muchos documentos, de las cartas de Hernán Cortés (“me envió de la dicha villa un criado mío que allí estaba, un navío cargado de bastimentos de carne, pan, vino, aceite , vinagre y otras cosas”) o de las crónicas de Bartolomé de Las Casas (“[La isla de Cuba] de donde llevaban vino y harina de Castilla y aceite y vinagre y ropa de lienzo y de paño y otras cosas que de Castilla venían y ellos habían menester”).
Así pues, la misma flota encargada de traer desde las boyantes colonias los metales preciosos, especias, tabaco y otras exóticas mercaderías, proveían al partir desde la metrópoli de cuanto en el nuevo continente no se encontraba. Una vez más el puerto de Sevilla fue el centro de almacenamiento y flete de millones de litros de aceite andaluz proveniente de los trujales que orillaban el Guadalquivir. El destino primario y centro de distribución de todos estos suministros era el puerto de La Habana.
Por supuesto, hubo intentos de hacer a las colonias autosuficientes en este aspecto, y en el Archivo de Indias, Real Cédula de 1531, se ordena a quienes organicen expediciones: “proveed que, de aquí en adelante, todos los maestres que fueren a nuestras Indias, que lleven cada uno en su navío la cantidad que les pareciera de plantas de viña y olivo de manera que ninguno pase sin llevar alguna cantidad”.
Con tal exhorto llegaría pronto el olivo al nuevo continente, atribuyéndose a un tal Antonio Ribero que llevara unos plantones en 1560, aunque unos autores lo ponen en Nueva España (México) y otros, como Garcilaso “el Inca”, sitúan en Perú a este sujeto y sus estacas de olivo, mientras que en Chile y Argentina se señala al conquistador Francisco de Aguirre como portador de los primeros olivos americanos.
En cualquier caso, por primera vez desde que en la Sumeria prehistórica el hombre cultivase el “Olea europea”, este se aleja de las orillas del suave Mediterráneo y salta a un continente hasta entonces desconocido para las culturas que lo forjaron.
Mas, mientras que otros cultivos como la caña o el café arraigaron con facilidad en aquellos suelos, no hubo tanta suerte con el olivar ni la viña. En 1590, José de Acosta nos revela sorprendentemente que “olivas y olivares también se han dado en Indias, digo en México y Pirú, pero hasta hoy no hay molino de aceite ni se hace, porque para comer las quieren más y las sazonan bien. Para aceite hallan que es más la costa que el provecho, así que todo el aceite va de España”.
Debemos deducir que no dieron los conquistadores con la tríade de varietal, terreno y clima adecuados para una producción oleícola rentable. Pueril resulta, vista desde la historia, la sugerencia del insigne Garcilaso “El Inca” de que podrían también los agricultores (si no lo han hecho ya) injertar olivos en los árboles que los indios llaman quishuar, cuya madera y hoja es muy semejante al olivo, que yo me acuerdo que en mis niñeces me decían los españoles (viendo un quishuar): El aceite y aceitunas que traen de España se cogen de unos árboles como éstos. Verdad es que aquel árbol no es fructuoso; llega a echar la flor como la del olivo, y luego se le cae” (1609). Ciertamente el aspecto del arbusto andino (Buddleja incana) recuerda sobremanera al olivo, pero me temo que las leyes de la botánica no respaldarían la idea del autor americano.
Tímidamente, sin embargo, el olivo aceitero se aclimató y arraigó en la dorsal americana, primero en Perú, luego en las laderas de Chile y en la provincia Argentina de Mendoza, y por último en California, adonde lo llevó Fray Junípero Serra en 1797. Brasil, Uruguay y otros territorios se incorporaron a los países americanos productores cuando ya estaban desgajados de sus lazos coloniales.
En cualquier caso, fuese por causa biológica, cultural o política, el olivar nunca prendió en los campos y corazones americanos con la fuerza que ha venido manteniendo en el Mediterráneo, manteniéndose ínfima tanto la producción como la demanda, pues no fue sino hasta la emigración italiana del siglo XIX cuando se retomó el interés por este producto. Aún hoy, solo Argentina destaca entre los productores mundiales con cifras inferiores al 1% global (pero mucho mejores en aceituna de mesa) y su uso y consumo en el resto del continente depende básicamente de las exportaciones españolas e italianas.
————
La madurez americana y su progresiva independencia, económica primero y política después, son un signo evidente de lo que se avecina. Los siglos del Mediterráneo se agotan. Durante la XVIII centuria la historia occidental vuelca su eje sobre otro mar: el Atlántico. Irónicamente de allí vendrán dos revoluciones sucesivas que habrán de incidir en la tecnología y difusión de nuestro zumo milenario.
En 1769, sentenciado ya el relevo geopolítico del mundo, un oscuro ingeniero en Birmingham, Inglaterra, consigue encerrar en una caldera las fuerzas que la naturaleza hasta entonces ofrecía caprichosa y difusamente “en abierto”. James Watt dota al mundo del primer ingenio movido con energía artificial: la máquina de vapor, y con ella, sin él preverlo del todo, inicia una revolución tecnológica que a la postre será la fuerza que mueva otras revoluciones más sangrientas.
Y la hasta entonces rudimentaria tecnología del aceite de oliva no será completamente impermeable a estos cambios.
(Continuará)