Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
CAPITULO III – DEL TRAPETUM AL TESTACCIO
Estamos en el año 50 antes de Jesucristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? (*Goscinny et Uderzo dixerunt)
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Pues sí: toda, y no únicamente la Galia sino también Hispania, Britania, Germania, Mauritania, Numidia, Cirene, Palestina, Siria, Dalmacia, Dacia, Grecia, Egipto…Las legiones romanas se pasean desde el Tigris hasta el Tajo, desde el Nilo hasta el Rhin, desde el Atlas a los Cárpatos. Y en tan distantes destinos los centuriones demandan a Roma el salario de la tropa y, más aún, aceite de oliva.
El aceite de oliva de aprovisionamiento castrense (annonae olearum) se destinaba no únicamente al rancho de cuartel o campaña (los legionarios lo mezclan con ajo, queso y hierbas dando un jugoso mejunje llamado “moretum”), o a mantener encendidas las lámparas que alumbraban los campamentos, sino también al arte militar: lubricante para carros, mantener las espadas libre de óxido e incendiar los poblados de quienes osaban resistirse a su avance.
Casi toda la orilla del Mare Nostrum y Asia Minor podía proveerse de la producción local, ya que allí donde aún no existía un cultivo racionalizado, los romanos lo llevaron consigo. Pero dos puntos estratégicos presentan carencia o déficit de producción aceitera: uno lo constituyen las provincias del norte, Britania y Germania, el otro la propia Luz del Mundo:
¡ROMA!
En efecto, la capital del imperio no tiene suficiente con el aporte de la Umbría y la Liguria, en manos de patricios terratenientes que malgestionan sus fincas y venden su finísimo aceite de olivas verdes a las empresas perfumeras donde obtienen mejor precio. Así que los prefectos encargados de la cosa se ven obligados a buscar un origen con abundante terreno, clima propicio, ausencia de escaramuzas fronterizas y transporte breve y eficiente al puerto de Ostia. Y lo encuentran al sur de la Hispania Ulterior: la Bética.
Hispalis (Sevilla), Corduba (Córdoba), Catria (Lora del Río), Astigi (Écija) o Canama Fluvium (Alcolea del Río) son durante los tres primeros siglos de nuestra era los abastecedores oficiales de aceite de oliva a la ciudad de las siete colinas. Este cuasi monocultivo se alterna en la economía local con otro directamente relacionado: la producción por centenares de ánforas modeladas con las rojas arcillas andaluzas y destinadas a transportar el zumo a su destino, inicialmente a través del puerto de Carthago Nova (Cartagena), pero no mucho después directamente desde el puerto fluvial de Itálica (Sevilla), desde donde también se expedía a las tropas en Germania.
Y, por supuesto, florece la industria del Trapetum, los molinos romanos de aceite cuya complejidad técnica se nos describe minuciosamente en multitud de documentos, destacando “De Agricultura” del censor Marco Porcio Catón:
Trapetum quo modo concinnare oporteat. Columellam ferream, quae in miliario stat, eam rectam stare oportet in medio ad perpendiculum, cuneis salignis circumfigi oportet bene, eo plumbum effundere, caveat nilabet columella. Si movebitur, eximito; denuo eodem modo facito, ne se moveat. Modiolos in orbis oleagineos ex orcite olea facito, eos circumplumbato, caveto ne laxi sient. In cupam eos indito. Cunicas solidas latas digitum pollicem facito, labeam bifariam faciat habeant, quas figat clavis duplicibus, ne cadant.
En primer lugar, la molienda se realizaba en la Mola Olearia: Sobre una base de piedra (mortarium) se alza una columna de piedra (milliarium) en cuyo centro se fija un ánima de hierro (columella ferream). Los bordes elevados delimitan la cupa donde dos semiesferas de piedra (orbes) giran rodando sobre el mortarium triturando la aceituna. La altura de las muelas puede regularse para evitar la fricción de los huesos y regular la consistencia de la papilla de aceituna.
Esta pasaba a la prensa (torcula), compuesta por una larga palanca (prelum) lastrada inicialmente solo con contrapesos, y más tarde se introduce la ayuda de un torno (súcula) manejado por dos operarios, esclavos usualmente, que hace descender la lingula sobre la base donde se encuentran los cestos o cofines que contienen la pasta de aceituna.
El aceite, separado del alpechín por decantación, era pasado a las ánforas y almacenadas en la bodega (cella olearia) en espera del expeditum o diffusione, que se hacía cargo de su transporte a destino.
Una vez en los mercados de Roma, el intendente que se acercaba a comprar unas ánforas de buen Oleum Baeticae para su lar, podía elegir entre distintas categorías perfectamente etiquetadas y marcadas con la procedencia y los sellos aduaneros preceptivos:
– “Oleum ex albis ulivis”, de olivas verdes, amargo pero considerado de gran calidad. El mejor era el Oleum Primae pressurae.
– “Viride”, de aceitunas en albero, a medio madurar.
– “Maturum”, de olivas maduras, más dulce.
– “Caducum”, de aceitunas recogidas del suelo, caidas por causas naturales.
– “Cibarium”, de las aceitunas dañadas por los elementos o los parásitos, o bien de prensadas múltiples (iteratio pressurae) que obviamente era el de peor calidad.
Los romanos, en cualquier caso, conocían la necesidad del cuidado extremo sobre la aceituna cosechada para obtener de ella lo mejor de sí misma. Lo que no obsta para que en periodos y explotaciones concretas la dejaran atrojar uno o dos días (in tabulato) para obtener de ella mayor cantidad de aceite, aún sabiendo que éste sería de peor calidad
Los conocimientos sobre el cultivo incluían metodologías hoy todavía en uso, entre ellas el arado de las tierras (que ellos introducen gracias a su innovación de la reja profunda o romana), la poda cada ocho años o la cosecha bienal para descansar los árboles, limpieza de líquenes, preparación del terreno, reproducción por esquejes o troncales, selección de varietales…
En este último aspecto se trabajaban más de diez variedades, discriminando entre aquellas destinadas a la producción de aceite (Licinia, de la que se afirma se obtenía el mejor aceite, y Sergia, la de mayor ratio oleífero) de las que se consumían como aceituna de mesa (Posea, Regia, Orchita, Radius,…).
Pues la aceituna de mesa (condere oleas) entre los romanos alcanzó un refinamiento gastronómico hasta entonces desconocido. Desde la simple salmuera (muria) hasta el complejo Epityrum, mezcla de aceitunas verdes (albae), premadura (variae) y madura (nigrae), deshuesadas y machacadas, adobadas en aceite, vinagre, semillas de cilantro, comino, hinojo y menta (una “tapenade” latina), o bien con condimentaciones “creativas” con pistacho, tragacanto, vino dulce o miel.
De esta forma, durante trescientos años, hasta que la producción del norte de África supuso seria competencia, las ánforas de aceite proveniente del valle del Betis (Guadalquivir) fueron llegando a los ciudadanos de Roma, provocando lo que hoy se entendería como un problema ecológico: el destino de miles de ánforas vacías impregnadas en olor a aceite rancio. Así que las autoridades de la metrópoli designaron un vertedero para ellas y allí se fueron acumulando unas encima de otras, rotas en fragmentos hasta alcanzar una elevación de varias decenas de metros.
El monte Testaccio, en la periferia de la capital italiana, no es sino el gigantesco túmulo de los esqueletos de todos aquellos recipientes de barro andaluz; se calcula que un 90% del material del “monte” es de este origen, un 7% africano y un 3% francés. (Si desea echarle un vistazo en una visita a Roma: Via Nicola Zabaglia 24, Metro Azul: Pirámide, pero no es un sitio muy turístico).
Pasada esta primera época de gloria del oliva andaluz la producción fue decayendo y cuando las tribus del norte avanzaron sobre las ruinas del que había sido el mayor imperio de la edad antigua, el olivo era tan solo un producto familiar de consumo rural al igual que en toda la ribera del Mediterráneo. La Edad Media hubiera supuesto un largo paréntesis en la historia de este oro líquido, pero su esencia parece tener una afinidad por los imperios en expansión, y tal como se adhirió a la cultura babilónica, egipcia, griega y romana, nos vendría después renovado por el siguiente imperio mediterráneo: los árabes.
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Tipos de prensas y molinos de aceitunas
Historia del olivo, trapiches romanos
Prensas olearias rupestres en Extremadura
Excavaciones españolas en Monte Testaccio
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CAPITULO IV -¡POR LA HIGUERA Y EL ACEITUNO!
¡En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso!
¡Por la higuera y el aceituno! ¡Por el monte Sinaí! ¡Por esta segura ciudad [de la Meca]!
(El Corán, sura 95, versos 1-3)
Se os ha bajado agua del cielo en la cantidad debida y hecho que cale la tierra. Como igualmente se podría haberla hecho desaparecer.
Por medio de ella se os han creado palmerales y viñedos en los que hay frutos abundantes, de los que coméis.
Y un árbol que crece en el monte Sinaí y que produce aceite y condimento para la comida.
(El Corán, sura 23, versos 18-20)
Alá es la Luz de los cielos y de la tierra. Su Luz es comparable a una hornacina en la que hay un pabilo encendido. El pabilo está en un recipiente de vidrio, que es como si fuera una estrella fulgurante .Se enciende de un árbol bendito, un olivo, que no es del Oriente ni del Occidente, y cuyo aceite casi alumbra aun sin haber sido tocado por el fuego. ¡Luz sobre Luz!
(El Corán, sura 24, verso 35)
Más allá de un simple simbolismo, la higuera y el olivo eran para los árabes un nexo a la tierra que pisaban. Es significativo que la meteórica e irrefrenable expansión del imperio musulmán, se detuviera precisamente en los límites biológicos de estos cultivos. Más sorprendente aún si recordamos que entre las nuevas tecnologías que trajeron consigo destacaba sobre todas el arte del regadío: revolucionarias venas de agua, las acequias o m’ayrit (que dan su nombre a la que es hoy capital de España) capaces de transformar un erial en un vergel, un sistema impuesto por la necesidad en los desiertos en que se forjó su raza y cultura.
Y sin embargo son los árboles del secano: higuera, olivo, almendro, palmera, viña, etcétera, los que ensalza el Corán, tal vez porque no necesitan de la transformación de la tierra por el trabajo y el regadío, sino que crecen y dan su fruto generosamente como muestra de la magnificencia de Alá.
Tras mil años transcurridos desde el trapetum romano, poco añadieron los musulmanes a la tecnología de la extracción del aceite. Los árabes, que realizaron grandes avances en ciencias como la medicina o las matemáticas, se limitaron en este campo a recopilar y conglomerar el saber de los pueblos que les habían precedido en la supremacía occidental. De los babilonios, persas, griegos, egipcios, cartagineses y romanos, cuyo legado escrito conservaron y tradujeron con respeto y aprovechamiento, tomaron técnicas de cultivo, cosecha y producción oleícola.
Así el molino de aceite árabe nos recuerda al ya conocido, cambiando los nombres: la dura base la constituye el “alfarje” y sobre ella circula una única piedra “de corredera” que ha devenido en una rueda numular, casi perfectamente cilíndrica o ligeramente cónica. La columella romana es ahora un “peón” de dura madera de olivo. Si acaso una significativa modificación de importancia social: la fuerza de giro no la proporciona ya un esclavo humano sino una bestia: camello o asno, que cuando no está uncido al eje (mayal) reposa en un establo anexo a la al-m’sara, almazara.
Y es que ya podemos hablar propiamente de almazara, el vocablo que en castellano inequívocamente designará desde entonces al trapiche de aceite, junto a otros términos que nos dejaron en sus ocho centurias de ciudadanía hispana. Desde luego el vocablo “aceite”, derivado de al-zayt (y éste de aquel ziit del parsí primitivo), que para los árabes no necesita apostillar el origen “de oliva”, ya que el resto de las grasas son du’n.
La disposición de la almazara árabe añade otro establecimiento: el algorín, depósito previo de las aceitunas recogidas y depositadas para atrojar antes de la tortura que les ha de extraer su zumo glorioso.
La prensa árabe común sigue siendo la de palanca o viga, aunque también se usa en explotaciones menores la de tornillo vertical o capilla. Para esta los cestos, llamados capachos o cofines, de trenzado muy fino que contienen la pasta de aceituna, toman ya su forma circular definitiva (pero aún les falta el orificio central para la prensa de eje), son capachos ciegos que todavía hoy se denominan “cofines moros”.
Tras la extracción y decantación el aceite se introduce en tinajas de barro vidriado. Esta novedad de la alfarería árabe (que aprendieron, todo hay que decirlo, de los egipcios) no es banal aquí, pues aísla al aceite del barro y hace al recipiente lavable y reutilizable –evitándose un nuevo monte Testaccio–. Las tinajas u orzas, a diferencia de las ánforas que habían cruzado el Mediterráneo desde hacía siglos, tienen base plana y algunas son mucho más voluminosas (al menos lo suficiente para contener a un hombre, según se desprende de la tradición de Ali-babá, el mercader de aceite que recibe en su patio 40 tinajas conteniendo sendos bandoleros porque un día… ¿y si os leéis el cuento?).
Los árabes diferenciaban también varias calidades de aceite:
– Zayt al-unfaq (del griego onfakion, agraz) de aceitunas verdes, amargo.
– Zayt al-zaytun (literalmente: aceite de oliva), el más popular, de aceitunas maduras.
– Zayt rikabbi, un aceite “refinado” a base de batirlo/lavarlo con agua que arrastraba las impurezas y quedaba así muy claro y desodorizado y era el predilecto de la industria perfumista (aunque hablo en pasado, estas técnicas y denominaciones pueden encontrarse aún hoy en el área de oriente medio).
Retomando los conocimientos médicos que instauraron griegos y egipcios, el aceite de oliva encuentra entre los sabios de Bagdad infinitas aplicaciones terapéuticas. Ibn Sina (Avicena), el más reputado médico de la edad media, reitera su uso en sus recetas y tratamientos tanto externos como internos.
Esto, y más, fueron conocimientos comunes a todo el imperio que en pocos años se extendió desde la frontera india hasta el límite atlántico del Sahara… pero parco quedaría si no añadiera cuanto del olivo trajeron los árabes a Europa, y concretamente al territorio español.
En el año 90 de la Hégira –711 d.C. para el concilio de Nicea– poco queda en Vandalusia (la Bética romana) de aquellos campos olivareros que nutrieron a los romanos capitalinos. La fragmentación feudal de la tierra bajo los visigodos y su fiscalización arcaica que penaliza las grandes explotaciones ha terminado por aislar pequeñas plantaciones, cuyos frutos se llevan a algún molino superviviente de los tiempos de Trajano. El resto es bosque.
Esta degradación del olivar es casi una parábola del estado de una monarquía que agoniza entre sus propias traiciones, complots y venganzas políticas. La última –que devino en definitiva– la del Conde Don Julián, gobernador de un territorio olvidado del centralismo y que busca en la costa vecina un mejor señor al que servir que el debilitado Rodrigo, sucesor de Witiza.
Así las cosas, el 28 de abril de 711, el general Tarik, al mando de 12.000 hombres, cruza el estrecho que quedaría con su nombre. En solo tres años de incontenible avance, las tropas de Muza toman Mérida y decapitan la dinastía visigoda, confinando a sus despavoridos súbditos a la cornisa cantábrica. Al sur de una línea imaginaria que va desde Nimes hasta Oporto, Iberia-Hispania cambia otra vez de nombre: Al-Andalus.
Y por toda esta nueva región, que con sus ríos y bosques era para los recién llegados una imagen del paraíso prometido por el profeta Mahoma –alabado sea–, los moros* desparramaron el olivo.
*(Mal hablaríamos de “árabes” en un conglomerado donde junto a escasos miembros de esa raza había una mayoría bereber y la compañía de judíos, gitanos y otras etnias norteafricanas. Me refugio en la riquísima tradición del romance fronterizo para usar –con respeto, e incluso con admiración– el término “moro”, cuyo uso peyorativo es un lamentable invento del siglo XX).
Mientras que los romanos descartaron la Tarraconensis (el litoral levantino) y la Lusitania (Portugal) como sede de sus variedades de olivo, muy sensibles a la climatología adversa, los moros trajeron consigo aceitunas mucho más resistentes y adecuadas a cada porción de tierra. Por primera vez el olivo se aleja de la costa y los valles y trepa a las sierras donde el terreno es más improductivo para otros cultivos. Al menos de la arbequina, la picuda, el empeltre y la morisca tenemos referencias que permiten suponer este origen.
Los musulmanes llenan de olivar toda la ribera del Mediterráneo, el interior de Castilla (Toledo, Zamora,…) e incluso Aragón, Rioja, Extremadura y Portugal. A Cataluña el olivo no llega hasta mediados del siglo X, pero en sólo un siglo la zona de Lérida llega a recibir el nombre de Al-iklim al-zaytun, “la región aceitunera”.
Además, los invasores reorganizan el reparto de tierras según el terreno y la disponibilidad de agua, y diseñan la disposición geométrica de los árboles “al tresbolillo”, optimizando el aprovechamiento de la superficie manteniendo la distancia entre los árboles. Idean la intercalación de otros árboles de secano , higuera y almendro, consiguiendo que las tierras sean productivas todo el año y todos los años, pues habitualmente la cosecha de aceituna se realizaba bienalmente.
Reconstruyen los molinos romanos o los construyen nuevos, y, allí donde pueden, aplican una nueva fuente de energía, ni humana ni animal sino hidráulica: la noria de agua. Intensifican el comercio y el consumo.
El auge que alcanza la olivicultura bajo la España musulmana es patente. Quinientos años después de su llegada, en 1248, cuando Fernando III recupera Sevilla para la cristiandad, se estima que en Al-Sharaf (el Aljarafe) se cultivaban 2.500.000 olivos que producían 5.000.000 de kilos de aceitunas cada año, exportándose al Magreb e incluso al puerto de Alejandría donde era muy solicitado.
Aunque, por obvia cercanía, los principales importadores de aceite de oliva andalusí eran los reinos cristianos del norte de la península, existiendo documentos que nos muestran que los leoneses del año 1000 adquirían a buen precio el aceite que se producía en tierras zamoranas, a la sazón bajo el pendón de la media luna. (*Citado por Sánchez-Albornoz y otros).
Pero tal vez la mayor aportación del Islam a la cultura del aceite lo constituya lo que hoy nos es más evidente: sus vertientes gastronómica y dietética. Imbuidos del concepto de la salud a través de la dieta, que prácticamente equipara alimento a medicamento, los sabios árabes de los califatos inciden repetidamente en los beneficios y placeres del aceite como ingrediente y alimento.
Según Abulcasis, médico cordobés del milenio, el aceite era una medicina y determinaba su calidad con estas palabras: “Los mejores aceites son aquellos que tienen un aroma, un perfume y un gusto agradable y están exentos de amargor y acidez”. Para el nazarí Al-Arbuli (Abu Bakr Abd al-Aziz Muhammad Ibn Abd al-Aziz Ahmad al-Arbuli al-Ansari), “el aceite es caliente, y el más caliente de todos el más rancio. Es la más conveniente de las grasas para el cuerpo humano, por su gran afinidad con él. Constituye un alimento muy bueno y no tiene la pesadez del resto de la grasas”.
Pero el testimonio de mayor peso lo da en el siglo XII Abu-al-Walid Muhammad Ibn Ahmad Ibn Rushd al-Hafid, más conocido por Averroes, en su obra “Tratado de Generalidades Médicas” (Kitab al-kulliyat fi al-tibb): Cuando procede de aceitunas maduras y sanas, y sus propiedades no han sido alteradas artificialmente, puede ser asimilado perfectamente por la constitución humana […] Los alimentos condimentados con aceite son nutritivos, con tal que el aceite sea fresco y poco ácido […] Por lo general es adecuada para el hombre toda la sustancia del aceite, por lo cual en nuestra tierra sólo se condimenta la carne con él, ya que éste es el mejor modo de atemperarla, al que llamamos “rehogo”. He aquí como se hace: se toma el aceite y se vierte en cazuela, colocándose enseguida la carne y añadiéndole agua caliente poco a poco, pero sin que llegue a hervir”.
Y por primera vez en la historia, el filósofo de Medina-Azahara nos deja constancia escrita de un plato genial, emblemático, nutritivo, sabroso y revolucionario: Los huevos fritos: “[Los huevos] Cuando se fríen en aceite de oliva son muy buenos, ya que las cosas que se condimentan con aceite son muy nutritivas; pero el aceite debe ser nuevo, con poca acidez y de aceitunas. Por lo general, es un alimento muy adecuado para el hombre”.
Adicionalmente, las velas de cera, más seguras que las lámparas de aceite, van tomando la tarea de iluminar las noches árabes y el aceite de oliva empieza a dejar de ser un simple combustible de iluminación y pasa a formar parte fundamental de la “dieta mediterránea” (casi mil años antes de que ese concepto naciera). La gastronomía arábiga de entonces y ahora rezuma este aceite por doquier: integra masas, aliña ensaladas, compone gazpachos, engorda salsas, fríe, rehoga y saltea tanto carnes como vegetales, dora asados, sustancia tajines, aromatiza legumbres, conserva alimentos,…
En los cuatro o cinco libros de cocina que nos llegan de la época, al menos siete de cada diez recetas incluye al-zayt en su formulación. Como ejemplo valga esta receta andalusí, una especie de “zarajos” o tripas de cordero, del siglo XIII: “Jimliyya: Trocea finamente carne de las vísceras o de otro lugar. Ponlas en una cazuela y añade sal, cebolla picada, un poco de vinagre y buen “murri” (una mezcla de especias), pimienta, lavanda, canela, almendras y aceite dulce dulce (repite), y cocínalo hasta que esté hecho. Casca unos huevos y cúbrelos, y espolvorea con pimienta y canela, y sírvelo”.
Vestigio de los últimos mozárabes en suelo hispano permanece en Nigüelas, en las Alpujarras granadinas, la almazara de “Las Laerillas” que data del siglo XIV. Se supone que sea la misma a la que se refiere un “Libro de Apeo y Repartimiento de suertes de Nigüelas” fechado en 1572: “Hay unos mil olivos que recogen unas 200 arrobas de aceite. Producen un año sí y el otro no. Hay 2 molinos de aceite de antiguos moriscos. Los dos dentro del pueblo. Uno de ellos está bien y tiene todos los aderezos. El otro molino está perdido y quemado”.
Hoy convertido en museo, los “aderezos” (molino, prensa, lagar, útiles y herramientas….) se encuentran bien conservados y visitables por el público que acierte a desplazarse a la localidad (ver enlace al pie).
En 1492, Granada, último reducto de soberanía musulmana en suelo ibérico, se rinde a los Reyes de Castilla y Aragón y sucesivos decretos de indiscriminadas expulsiones eliminarán de suelo europeo a los últimos representantes de una cultura que iluminó la baja edad media, pero que a la fecha ya estaba anquilosada.
Pero durante estos ocho siglos, el olivar y su dorado zumo, como si de un astuto personaje se tratara, se ha infiltrado en la sangre de quienes van a protagonizar el próximo imperio occidental: España.
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Almazara de Las Laerillas, Nigüelas, Granada
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(Continuará)