Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
Un observador no profundamente estudioso de la gastronomía podría deducir que el mundo de las salsas emulsionadas, referidas históricamente en la tumultuosa Europa occidental en torno a los siglos XVII y XVIII, responde de alguna forma al mapa político-religioso de este periodo, al menos en sus denominaciones supuestamente aplicables a su patria de origen.
Así, mientras el católico romano del Mediterráneo plasmaba su adhesión al Papa fraguando el óleo a temperatura ambiente (mahonesa, all-i-oli, rouille,…), los reformistas atlánticos forjaban su cisma a base de templar la mantequilla para la consecución de unas salsas mejor adaptadas a una climatología más cenicienta.
Salsas herejes, que abjuran de Roma y sus olivares, y encuentran en la grasas de origen animal su nuevo becerro de oro en forma de base para el ensalmo culinario.
Hago notar, sin embargo, un factor curiosamente diferenciador más allá de las ambiciones políticas: Estas emulsiones calientes, casi sin excepción, no se sostienen en su propia estructura por mucho tiempo y deben por ello ser elaboradas inmediatamente antes de servirse; elaboración, por otra parte, asaz minuciosa y delicada, con puntos de temperatura exigentes y tempos precisos. Me sugieren estas exigencias una cultura más disciplinada, formal y puntual que la que domina la mesa mediterránea, intuitiva e improvisada, acostumbrada ya de antaño a insufribles demoras entre plato y plato (costumbre cuya vigencia tristemente constato, aun en locales de prestigio de nuestro entorno).
Algo de eso puede latir en el fondo, recordándonos que la gastronomía de un pueblo es parte de su cultura y refleja de algún modo su óptica vital. Tendríamos que concluir que cada país tiene la salsa que se merece.
La salsa Holandesa nació, según se cuenta, en el seno de una Holanda debatida entre calvinistas y arministas. Ligazón noble de yema de huevo sobre un reducido de vinagre y pimienta, engordada con mantequilla y aromatizada con limón, su suavidad y tibieza la hacen reina de esta categoría.
Aunque, siendo precisos, ese trono correspondió inicialmente a la salsa Allemande, pero debió abdicar porque en realidad es un bastardo de Velouté –hermana de Bechamel- y los franceses, ya saben, nunca han dejado claro si son mediterráneos o atlánticos, papistas o protestantes, tan pronto guillotinan a un rey como coronan a un general. En cuestión de salsas, claro.
Pero, por hacerla más suave, la adición de nata batida a aquella salsa flamenca nos lleva a la salsa Muselina, acompañante dignísimo del pescado y que de pura liviandad, a mi gusto (que no al de todos) pide el añadido de aromas algo más excitantes: ajo, trufa, nuez moscada…
La salsa Maltesa es el resultado de aderezar la holandesa con el zumo reducido de una naranja, preferentemente de raza sanguina. Ya sé que Malta es un enclave mediterráneo, pero un enclave británico, no lo olvidemos, y de alguna forma la adición del cítrico revela la fusión cultural que define a la pequeña república.
De la misma familia surge la salsa Bearnesa, en honor —dicen- de Enrique IV de Francia, III de Navarra y Vizconde de Bearne, en el país vasco francés y convencido hugonote. Honrada con el aroma del estragón, compañero entrañable del vinagre, y nacida para la carne; cuenta Michel Roux que gusta incluso de tomarla sencillamente untada sobre pan, ubicación que sólo logran cubrir con éxito las salsas que han trascendido su función de auxiliar y proclaman su protagonismo autosuficiente.
Basada en esta bearnesa, y adicionando un finísimo puré de tomate, ideó Alexander Choron, la salsa que lleva desde entonces su nombre. Bien está que Chorón no se vio envuelto en guerras de religión, que en su época ya no se llevaban, pero sí en el conflicto Franco-Prusiano, y se dice que durante el terrible asedio a la capital francesa de 1870, servía en sus mesas perros, gatos y ratas; pero, eso sí, los más finos escalopines, ancas y lomos que podían seleccionarse de estos mamíferos, cubiertos, claro, por la salsa que lleva su nombre.
Pero junto a todas éstas, aunque con un giro radical en su composición y factura, me apetece situar una emulsión templada que constituye un prodigio entre las salsas y que es prácticamente desconocida fuera de nuestras fronteras. Hablo del pil-pil, la cremosa sustancia inseparable por definición del bacalao que logran alear en inverosímil alquimia los fuertes y tozudos brazos vascos.
Bueno, hasta ahora. El otro día, en uno de mis restaurantes preferidos, observé en la cocina un curioso artefacto: una cazuela sobre soporte giratorio que mecía sin cansancio humano la triada de ingredientes (ajo, bacalao y aceite de oliva) que culminan en el bálsamo intenso y divino. Deux ex machina, y dejo ya de hablar de religión.
Recetas:
Salsa allemande
Salsa holandesa
Otra de holandesa
Salsa Bearnesa
Huevos a la Benedictina