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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

Un mundo de salsas (II): Salsas "de allá"

Cuando los navegantes del siglo XVI tendieron un puente entre dos continentes, pocos repararon entonces en que, infiltrada entre el trasiego de riquezas aparentes y la sobreescritura cultural de lenguas y religiones, se gestaba una revolución culinaria, solo equiparable a la que protagonizaron los árabes durante su expansión por Europa.

De tal forma que es impensable concebir hoy en día una dieta regional del viejo continente desprovista de patata, tomate o pimiento, o una carta de postres donde no figure el chocolate, frutos de la tierra que, sin embargo, entre unas cosas y otras no tienen a este lado del Atlántico un arraigo en tierras y calderos mucho más longevo que tres o cuatro siglos.

No fue sino hasta 1747 que el español Juan de la Mata lleva al texto impreso dos recetas de una llamada “salsa de tomate”. El tomate, derretido suavemente al calor de los fogones, en un escueto lecho de aceite de oliva y más o menos especiado, aromatizado con hierbas o acompañado de ajo y cebolla, entra así en la historia de las salsas incorporadas a occidente. Quizá tarde, pero con indudable éxito, habiéndose alzado con un puesto sobresaliente entre las salsas clásicas a escala mundial.

Por supuesto, la salsa de tomate permanece como reina en la cocina americana, recibiendo incluso denominaciones propias como el Hogao en Colombia o el Sofrito en Venezuela (adviértase que en este “sofrito” es nombre propio de receta estricta y canónica, y no cualquier mezcla tomatera oficiada sobre sartén).

Pero la personalidad del tomate es tal que ha llegado a condicionar la genética gastronómica de otros países que lo han incorporado como elemento propio.

Desde luego en la cocina italiana ha dejado definitivamente su impronta sobre los platos de pasta, alborozados ante la caricia sápida y la inyección de color. Y no únicamente como unidimensional salsa “di pomodoro”, sino generando a su vez, como si una de las clásicas “salsas madres” se tratara, variantes tan conocidas como la famosísima y sabrosa boloñesa, o la especiada marinara.

Mención aparte merece la salsa ketchup, denostada por su asociación a un tipo de comida clasistamente alejada de los círculos de “la buena mesa”; debo romper –y aquí y ahora lo hago- una lanza a favor de una variante de la salsa de tomate que de hacerse con buena y selecta mano (para empezar, usando un buen vinagre) no tiene por qué desmerecer en platos de alta alcurnia. Cualidades de sabor no le faltan para ello.

Ni posibilidades combinatorias, la más renombrada quizá la salsa de mil islas, salsa mestiza (en la más pura acepción del término) hija de kétchup y mahonesa y que se vuelve gloriosa con una vuelta más de tuerca: la salsa Golf, conjunto que, bien construido e inteligentemente especiado, es capaz de convertir en arte mayor al chabacano langostino e inventada (dicen) en 1920 por el bioquímico argentino Luis Federico Leroil (anecdóticamente, cincuenta años más tarde le fue concedido el premio Nobel, por contribuciones tal vez menos importantes para la felicidad humana).

No puedo dejar de referirme, en este repaso tomatero, a una exquisita salsa española de tomate, tan rotunda e intensa que no desmerece como plato solitario: el pisto manchego, fusión perfecta del tomate, el aceite y el pimiento (otro inmigrante americano) y que se luce napando muchos de nuestros platos y, cuando menos, sirve de perfectísima cuna al humilde huevo frito, que de tal guisa se convierte en una de las mejores ofertas que un cocinero puede servir a sus comensales.

Pero, aunque la salsa de tomate ha colonizado con éxito las cocinas de Europa, muchas otras salsas americanas han quedado unidas a su terruño con menor voluntad viajera.

Comencemos por el chimichurri y la salsa criolla, mojos indispensables en el aderezo de los asados de las llanuras ganaderas. Y constato que allí donde se vanaglorian de comer la mejor carne del mundo, no le ponen cualquier cosa.

Las salsas de ají, picantes, como la salsa cruda mexicana, mostraría al observador inocente un cierto parentesco con nuestro “gazpacho”… salvo que ningún humano en su sano juicio la emprendería conscientemente a cucharadas con ese explosivo preparado donde los pimientos serranos u otros de similar agresividad dejan sentir su excitante poder sobre las papilas del comensal. Tomate, cebolla, cilantro, ajo, sal, limón… y unos ajíes picantes son centro de mesa habitual en todo el huso centroamericano y una buena porción del cono sur, como en la peruana salsa Huancaína, donde la base es el ají amarillo (Capsicum baccatum, en realidad es de color anaranjado).

Similares a las anterior, el guacamole y la guasacaca son dos variedades hermanas de salsas separadas tan solo por las aguas tibias del mar Caribe –de Mexico la una, Venezolana la otra- donde el exótico aguacate matiza el picante.

De Ecuador podemos seleccionar la salsa de maní, traduzcamos “cacahuete”, esa oleaginosa que en Celtiberia se toma sin más imaginación que los consabidos “panchitos”.

Pero la auténtica sorpresa de las salsas latinoamericanas es el Mole Poblano, casi completamente desconocida en Europa, incluso en España. Según cuenta la tradición, esta complejísima salsa nace a cuenta de una visita que en 1610 el obispo de la ciudad mexicana de Puebla giró al convento de Santa Rosa. El cocinero, hombre acostumbrado a la sobriedad monástica, pensó que a tal señor debiera ofrecer lo mejor de su parca despensa, mas sin tener muy claro de qué ingredientes debiera prescindir; ante la duda añadió a la salsa en gestación un poco de todo cuanto encontró digno: ciruelas pasas, cacahuetes, sésamo, cebolla, ajo, chocolate, tomate, almendras, canela, anís, varias variedades de pimientos picantes, tortilla (tortita de maíz)… y hasta más de 20 ingredientes para constituir el acompañamiento del triste único pollo del corral conventual.

Ni que decir tiene que el reverendísimo señor obispo quedó extasiado ante esta intensa y dulcipicante salsa oscura que tienen hoy los mexicanos a gala como una de las mejores bazas de su mesa de fiesta (que no es poco decir en una nación de tan exuberante despensa).

Concluyo así –sé cuán corto me quedo- una muestra de las salsas que tienen su pie de origen en un continente cuya enorme riqueza culinaria está por descubrir entre los europeos, pero valga este botón para incitar a la curiosidad y descubrir de entre lo de allá algo más que la patata, el pimiento y el tomate, que estos son ya de los “de acá”.

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Algunas recetas:
Salsa de Maní
Salsa cruda
Papas a la huancaína
Guacamole
Mole poblano
Chimichurri y salsa criolla

Miguel A. Román | 12 de enero de 2011

Comentarios

  1. Mario Aiscurri
    2012-10-02 00:16

    Desde este lado de la mar océano, emociona leerte, Miguel.


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