Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
Agliata Bianca: Piglia de le amandole monde molto bene et falle pistare, et quando sonno mezze piste metti dentro quella quantità d’aglio che ti pare, et inseme le farai molto bene pistare buttandogli dentro un pocha d’acqua frescha perché non facciano olio. Poi pigliarai una mollicha di pane biancho et mettirala a mollo nel brodo magro di carne o di pesce secundo i tempi; et questa agliata poterai servire et accomodare a tutte le stagioni grasse et magre como ti piacerà.
Ajada blanca: Coge almendras muy bien peladas y muélelas, y cuando estén medio molidas ponles la cantidad de ajo que te parezca, y asimismo harás muy bien en moler echando un poco de agua fresca porque no hagan aceite. Después cogerás una miga de pan blanco y la pondrás a remojo en caldo magro de carne o de pescado según las temporadas; y esta ajada podrás servir y acomodar a todas las estaciones grasas y magras según te guste.
La receta fue así contada a los romanos del siglo XV por el egregio (sic) maestro Martino, cocinero personal de uno de los prebostes de la lujuriosa iglesia renacentista. En el capitulado del texto figura como salsa; sin embargo, a falta de un único ingrediente –el aceite de oliva– veo en ella el espíritu (¡y el nombre!) de un plato bastante común en otro punto del Mediterráneo: el ajoblanco.
Dicen, y quizás dicen bien, que el ajoblanco es hijo de Málaga. Ciertamente su área de influencia se extiende por toda Andalucía, y alcanza incluso a zonas extremeñas y manchegas. De hecho, entre las primeras apariciones en nuestra literatura de este refrescante gazpacho está la del pícaro Estebanillo González (1646) quien, pasando por Alcalá del Río, camino de Sevilla, refiere que comió “al mediodía un gazpacho que me resfrió las tripas y a la noche un ajoblanco que me encalabrinó las entrañas” (mala prensa, por cierto, daba el anónimo autor de la novela sobre estas joyas de la gastronomía andaluza).
Así que no podría yo jurar que es en Málaga nacido (y paisano mío por tanto), pero las recetas, como las personas, son de donde cursan el bachillerato, y el ajoblanco ha madurado sus formas en la capital andaluza, hasta el punto de que el más digno remate es la baya dorada de la vid moscatel.
Nada tendrá que ver para esta paternidad, natural o adoptiva, que en estas tierras los almendros raleen entre el olivar, pero a mí me gusta imaginar que esta arcaica fusión se inspira en esa convivencia ejemplar de troncos y frutos tan dispares.
Y digo arcaica porque, mientras el común de los autores aceptan de buen grado un origen hispanoárabe de la fórmula, yo discrepo (respetuosamente) y no veo inconveniente en que su tradición se remonte al imperio romano, toda vez que los chicos del Lacio ya manejaban con profusión y buena maña todos los ingredientes que lo componen.
Como también debían saber, se tocaran con casco o turbante, de cómo aliviar las tórridas tardes del estío malacitano, refugiándose del terral entre muros albeados y entregando al estómago un fresco ajoblanco y a la boca el chascar de la pulpa dulce de las moscateles; eso alivia cuerpos y espíritus, y nutre organismos en un momento climático en que, la verdad, no se le apetece a uno otra comida.
Abuelo de los gazpachos, más todavía cuando su color blanco inspira canas, pide cuchara y tazón de natural suyo, aunque, como todo gazpacho, debe ser “bebible”. Como otros platos tradicionales de apariencia simple es realmente fácil de preparar pero complicado para dejar insuperable: poco margen hay salvo una irreprochable elección de los ingredientes:
Procedamos:
Ponga el pan a remojo, con agua y tres o cuatro cucharadas de vinagre.
Escalde las almendras (p.ej. llévelas al microondas en un tazón con agua justo hasta que hierva –ni un segundo más–) y tras escurrirlas y enfriarlas serán fáciles de pelar con la simple presión entre dos dedos. Quiébrelas sobre la encimera y llévelas a un almirez grande, que quepan y pueda machacar sin que salten. No tire para esta faena de electrodomésticos, pues la cuchilla de éstos corta con demasiada limpieza el fruto y no quiebra las vacuolas que contienen el aceite de almendras.
Añada los ajos pelados al almirez, sal al gusto, y machaque todo esto, salpicando esporádicamente con agua fresca para que el calor dinámico no separe el aceite de almendra y quede emulsionado en una mezcla lechosa y brillante que luego verterá en una “gazpachera”, un cuenco de barro vidriado o similar (aunque servirá una ensaladera de cristal).
Saque el pan de su baño, escúrralo un poco, y vaya añadiéndolo a la gazpachera sin dejar de remover la mezcla para que se deshaga. Déjelo pastoso, pero aclárelo con un poco de agua si presentara un aspecto como en puré.
Al final viene el aceite, volcado poco a poco y revolviendo con una cuchara de madera hasta dejar el resultado homogéneo y con un peculiar brillo satinado.
Ya está. Sirva en cuencos (mejor de barro vidriado). Si no lo va a servir inmediatamente, puede conservarlo fresco en la nevera, pero no deje que se seque y empaste. Tampoco ceda a la tentación fácil de agregar los “tropezones” de fruta antes de servir: deje que cada uno se aparte a su gusto y repita, que lo harán, no le quepa duda.