Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
Cuando Unamuno parió una de sus más características obras narrativas, Niebla, la dotó de una arquitectura literaria tan distinta a la entonces en uso que alguno de los que leyera su manuscrito no pudo por menos que indicarle: “Hombre, Don Miguel, pero esto no es una novela” a lo que el genial vasco respondió sin inmutarse: “No, eso es una nivola”.
Frecuento yo la compañía de un grupo de entrañables amigos —y cordiales enemigos— unidos todos nosotros por el interés en la temática culinaria. Allá se plantean recurrentemente reyertas menores en torno a la pureza recetaria de joyas gastronómicas con nombre propio.
¿Contienen tomates las patatas a la riojana o la salsa vizcaína? ¿Es aceptable la cebolla en el gazpacho andaluz o el calabacín en el pisto manchego? ¿La salsa mahonesa se ha de hacer con girasol o con oliva? ¿El alioli con o sin yema de huevo? ¿Lleva perejil la urta a la roteña?
Tales cuestiones planteadas en el seno de nuestro foro encienden pasiones enfrentadas y desatan argumentos tan irrefutables como refutados; se aportan referencias históricas, se invocan recetas maternas y se apela a patrias de origen levantadas como santuarios inviolables en aras de demostrar que tal o cual ingrediente es aquí inconcebible o allá imprescindible para el correcto ensalmo de la “auténtica” receta.
¿Banalidades? Sí, tal vez; en parte no es más que un relajante divertimento entre aficionados, no muy distinto en las formas a un debate futbolero. Pero algo bastante más serio subyace en estas polémicas: la necesidad de mantener a salvo un patrimonio.
Las recetas genéricas definen en general modos y conjuntos de ingredientes más o menos abiertos a la creatividad del cocinero. Pero cuando una receta se ha consagrado con nombre propio —las más veces un orgulloso patronímico— suele ser porque contiene en su esencia un compendio histórico-cultural del costumbrismo que la vio nacer, la educó a sus gustos y necesidades y la nutrió de los ingredientes sencillos de su entorno.
El pulpo a la gallega, el besugo donostiarra, el mole poblano, la paella valenciana, el chupe arequipeño, el cocidito madrileño o el pabellón criollo son un reflejo de lo que fueron y son sus comensales nativos, y su análisis, elemento a elemento, nos cuenta las vidas de los pescadores, campesinos o burgueses que los crearon a su mayor satisfacción. Hablan de los frutos de las huertas próximas o de las rutas comerciales que lo atravesaron, reflejan las peculiaridades del clima reinante o las condiciones de trabajo de quienes lo parieron o adoptaron (que nunca es clara la génesis).
Es cierto que no existe la receta “auténtica, única e inequívoca”. En todos los casos existe un margen aceptable de inclusión y exclusión, balance cuantititativo y modus operandi. Pero con frecuencia, los muy respetables “trucos” creativos del bienintencionado cocinero no respetan estos mínimos, y pese a ello toman carta de naturaleza y se distribuyen bajo la denominación original como si siempre hubiese sido así. Pero esa no es la receta, es si acaso como la “nivola” unamuniana: una “rizota”, puede que genial, no se lo voy a negar y menos sin catarlo, pero que no otorga derecho a usurpar el nombre que la glorificó. Llámelo usted arroz pepe-mari, potaje julián-que-tiés-madre o tortilla de la abuela versión 2.0, pero no intente acoger bajo una denominación consagrada un engendro pergeñado bajo su propio criterio, y menos todavía si impreso en menú de acceso público. Eso, si en vez de hacerlo con un cochifrito extremeño lo hace con un reloj de Cartier, se llama estafa, pero en este caso vamos a dejarlo en “tomadura de pelo”.
Aceptar sin criterio la adición de componentes foráneos —o, peor aún, sucedáneos— es en ocasiones tal dislate como adosar una escultura modernista en la fachada de una catedral románica, e incluso más peligroso cuanto en el lapso de muy pocos años muchos no lograrían distinguir qué es original y qué añadido bastardo.
No es esto una postura inmovilista o una cortapisa a la imaginación de quien cocina un plato con un secreto y magistral añadido de cosecha propia o ajena, sino una invitación a conocer y divulgar qué es lo que realmente vamos a zamparnos y asumir si es una fórmula primordial o tal vez una “nivola” que se separa del auténtico legado.