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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

Todo por la pasta

En 1295, Marco Polo, tras varios años de deambular por el lejano oriente, regresaba cargado de increíbles tesoros y productos para asombro y recelo de sus contemporáneos. Entre tales prodigios, dicen que portaba unas finas hebras de masa de trigo seca que, tras cocerlas, podían ser comidas … la pasta había llegado al fin a Europa…

¡Pues no!

Al menos 1500 años antes de la odisea del veneciano, los etruscos, legítimos habitantes de la península italiana, ya conocían este “secreto”, e igualmente se puede constatar que los árabes y turcos estaban familiarizados a principios del segundo milenio con el uso de la pasta tanto en forma de fideos y macarrones como de láminas equiparables a las de lasaña (palabra, por cierto, que proviene del latín lasana, conocida y apreciada por Ovidio, Cicerón y Apicius). Producto apreciadísimo durante el medievo, cuando los ejércitos encontraron en ella un alimento para la tropa fácil de transportar y preparar así como extraordinariamente nutritivo.

Aunque, viniera de donde viniera, la historia, producción y evolución de la pasta en Europa está desde luego íntimamente ligada a Italia, donde es indudable plato nacional desde hace siglos.

Al margen de que podamos encontrarla en ubicaciones menos conocidas como la pasta alsaciana —nüdles, spätzle, knepfle— o, sin irnos tan lejos, los andrajos que conforman el espectacular plato patrimonio de la cocina jienense; es en la bota itálica donde prolifera de mil formas, además de incluir variedades con ingredientes que aportan a la masa color y, bueno, sabor. Aunque por lo común, la intensidad sápida de la pasta por sí misma es baja, lo que ha generado una culinaria paralela y tangente a esta tradición mediante la adición de un universo de salsas, multiplicando casi hasta el infinito las posibilidades combinatorias de este tipo de platos. Aunque no hay un catálogo cerrado, en Italia existen más de 300 formatos (o, al menos, nombres distintos), y mientras un italiano consume casi 30 kg de pasta al año, un venezolano se queda en los 13 Kg y unos exiguos 5 kg para cada español.

El mecanismo comercial, más acá de los Alpes, nos ha acostumbrado durante años al consumo casi exclusivo de las pastas secas, transportables, conservables, cómodas y baratas, realizadas a partir de una masa de sémola del trigo “durum” con agua, y, en los casos más dignos, huevo. (La pasta, ya saben, se ha de cocer al dente por antonomasia, un grado de textura elástico en plato y turgente en boca, aunque en nuestro país, afirmaba el detective Carvalho, siempre se ha tendido a pasar la pasta de cocción un punto más allá del esa marca.)

Sin embargo hay otra familia de similar aspecto y comportamiento culinario, pero que en la boca del comensal descubren horizontes mucho más vívidos y politonales: la pasta fresca. A fecha de hoy, las tecnologías de producción, envasado y distribución, vienen logrando que esta apetitosa materia prima llegue regularmente a nuestros colmados, pero también existen entre nosotros fábricas artesanas de pasta fresca al detall. Vaya por delante que, recién preparado, este material soporta muy aceptablemente la congelación.

Pero la propuesta de hoy es aún más osada, pues está al alcance del común de los mortales la elaboración casera de diversas especialidades de pasta fresca rellena, aunque también puede optar por las variedades “largas” para lo que recomiendo adquirir una máquina “ad hoc”.

Habré de advertir que esta preparación es una labor engorrosa y, aun habiendo soltura, se dilata en el tiempo hasta hacer pensar que no merece la pena semejante tarea, máxime cuando el ahorro económico no es importante y las primeras intentonas pueden acabar lejos del resultado apetecido. Pero como conozco, en carnes propias y ajenas, que la pasión culinaria acepta continuamente nuevos retos, y que es la satisfacción de superarlos con éxito la motivación del buen cocinero, paso a relatarles algunos principios de esta técnica, reflejada aquí en unos “capelletti”, pero extensibles a todos los formatos de este multiforme material culinario.

Contemos, por comensal, con un huevo por cada 100 gr de buena harina, de trigo duro de ser posible (pero es este producto casi desconocido por los minoristas del ramo, no habrá mayor inconveniente en usar harina “normal”). La proporción así es correcta, pero a mayor cantidad menor riesgo de desviación, así que para una prueba aceptable usemos 300 gr de harina y tres huevos.

Dispuesta la harina, tamizada y suave, en un bol de dimensiones apropiadas, formemos un “volcán” con ella y en su “crater” vertamos los huevos y media cucharadita de sal. Comenzamos con un tenedor a batir y mezclar suavemente, dejando caer a la mezcla la harina de los bordes progresivamente y, cuando llegue un punto en que no distingamos huevo líquido en la mezcla podemos continuar con una batidora de varillas, trabajando bien la mezcla durante algunos minutos hasta que quede homogénea.

Continuamos un poco más amasando a mano. Al tacto la masa ha de ser compacta y no pegajosa, de tal forma que si la notamos blanda añadamos algo más de harina, y si fuera “terrosa” humedeciendo con agua. Dejamos reposar esta masa durante unos 20 minutos o más, cubierta con un paño para que no se nos seque en superficie, antes de proceder a su estiramiento.

Periodo que podemos dedicar a elaborar el relleno adecuado. Sin complicarse mucho podemos dorar una cebolla muy picada en dos cucharadas de aceite de oliva virgen extra y añadir 150 gr de carne picada, removiendo unos instantes y aderezando con pimentón, algo de sal y una nubecilla de orégano. Pero si hay espíritu vegetariano (estamos en cuaresma) optemos por una alboronía de berenjena, pimientos verde y rojo y tomate triturado.

Sobre una superficie lisa y suavemente enharinada, con un buen rodillo extendemos la masa hasta dejarla de un grosor de aproximadamente 1 mm, comprobando siempre que podemos despegarla de la mesa de trabajo.

Dispongamos cabe nos el relleno elegido, ya frío y escurrido de aceites sobrantes. De la lámina de masa cortamos redondeles con ayuda de una tacita de café, y depositamos con mimo una cucharadita de relleno en el centro. Cerramos doblando por la mitad —como haríamos con una empanadilla— y doblamos la media luna con cuidado, cerrando los bordes con presión de las yemas de nuestros dedos y retirando los extremos hacia “atrás” hasta unirlos.

Dejar nuestros paquetitos secar durante una hora sobre un lecho de harina (para evitar que se pegue) antes de cocer en abundante agua hirviendo unos seis minutos y aderezar tras escurrir con una salsa adecuada, que pudiera ser una simple fritura de tomate, como también tres quesos desleidos con nata 18%MG en sartén a fuego suave o una simple y sabrosa bechamel con setas. Al servir no olvidemos el queso rallado, Parmesano, Pecorino o Grana Paddano, recubriendo la superficie de la pitanza.

Elaborado, sin duda, pero digno de usted y sus invitados. Todo sea por la pasta

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Más sobre lo mismo:
La pasta alsaciana
Andrajos de Jaén
La pasta vista desde Italia
Pasta casera

Miguel A. Román | 12 de marzo de 2009

Comentarios

  1. Mario Aiscurri
    2012-03-26 14:49

    Estimado Miguel:
    Apicius publicó un capo laboro tuyo (dicho así para seguir con el clima itálico que proponés) en http://historiasdelagastronomia.blogspot.com.ar/2012/02/antologia-de-escharlagastronomia.html.
    Fue un verdadero placer dedicar varias jornadas a su lectura.
    Tu artículos me trajeron a esa Andalucía tan formadora de nuestra argentinidad (un “Cocido de los malditos” que remite a Gustavo Adolfo y una receta de chopitos que parece haber salido de la pluma misma de Federico).
    Me pareció notable el intercambio entre Xosé Ramos y Evarist Pitaluga.
    El primero me permitió evocar el uso medicinal que le daba mi abuela Agustina (nacida en la Villa de Igea, en Rioja) al unto sin sal (ella se aquerenció en el campo, en el corazón de la Pampa, a 300 kilómetros de Buenos Aires).
    Evarist, a su vez, me dio tranquilidad con su comentario sobre la inclusión de huevo en el allioli, malversación que creí obra de las transformaciones culinarias que son la base de la cocina argentina.
    El final, fue sorprendente. Un asado en la Pampa argentina, hecho con un método de cocción que yo desconocía y que imagino originario de las zonas petroleras de la costa patagónica, donde le viento molesta sobremanera e impide el cuidado de una cocción pareja de los alimentos cuando nos disponemos a cocinarlos al aire libre.
    Con relación a la pasta italiana, yo prefiero poner las manos en la masa y nos usar artefactos para darle consistencia… me da un gran placer el procedimiento, es decir, lo hago per che mi piace.


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