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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

Callos

Pocos días después fui invitado a una soirée gastronómica del viejo Lhardy, y en ella tuve ocasión de saborear los callos más exquisitos que han salido de res vacuna y de cocina internacional. Habían sido lavados con muchas aguas, se habían cocido con veinticuatro horas de anticipación, de forma que al llegar el aderezo para pasar a la fuente, era tan incitante y deslumbrador el tono colorado de la salsa iluminada con pimentón, y tan seductor el aroma que exaltaban las tajaditas comestibles desde la concavidad del totum revolutum, tan risueña, satisfecha y beatífica la faz del eminente cocinero…, que, sin darnos cuenta, nos servimos dos veces y repetimos otra y todo quedó digerido sin dificultad en breve tiempo en el laboratorio recóndito del estómago.

Pasado más de un siglo de aquella tarde gloriosa que nos narra Ángel Muro —uno de los padres indiscutibles de la moderna gastronomía española— constato que los callos del madrileñísimo figón de la Carrera de San Jerónimo siguen siendo objeto de culto y postulables a patrimonio cultural de la humanidad, dispensables tanto en su secular comedor como desde mostrador en paquetitos al vacío, previo encargo, para ser degustados en ubicación remota (que suele ser mi caso).

Cuenta una historia que un irritante parroquiano de esa casa retó a Agustín Lhardy a que oficiara unos callos en competencia con los de la vecina y popular “Taberna del Pozo”1, y en la apuesta iba una caja de champagne (francés, que el cava no había alcanzado por aquellos días su actual magnificencia). El día señalado ocho invitados probaron los callos de la taberna en cazuela de barro y los de Lhardy servidos en sopera de plata, otorgando el “jurado” innegable ventaja a los del Pozo… hasta que Llardy descubrió su jugada: Ambos cocimientos eran el mismo, pues el hispano-suizo, poco proclive a duelos singulares, había adquirido su muestra esa misma mañana en el citado local de la competencia, demostrando con su ardid la torpeza de paladar o la intencionada parcialidad de los degustantes.

Debiera sorprender que esta víscera blanquecina de peculiar textura sea objeto de deseo en tan reputados locales por tan selectos comensales, pero alguna magia poseen que, desde hace ya mucho en la historia, visitan los callos las mesas de los poderosos y subyugan el paladar de los más exigentes. Parte de este hechizo será explicable en el arte del cocinero, pues bien cocidos y sabiamente aderezados son manjar sin discusión ni competencia.

Pues lo cierto es que desde siempre han sido degustadas las “tripas” por aquí, tal vez desde que el águila del estandarte romano se hincaba en nuestro suelo, aunque, en lo documentable, es en 1599 cuando el pícaro Guzmán de Alfarache (por gracia de Mateo Alemán, su padre literario) viene a ser el primero que se come unos callos como Dios manda: “revoltillos hechos de las tripas, con algo de los callos del vientre” (mas matiza a reglón seguido que no fueron de su agrado… y ya desde este principio se entiende que para los callos tiene el cocinero que tener buena mano).

Pero al margen de la anécdota, la primera receta patria bajo esta denominación la vierte en 1607 Domingo Hernández de Maceras en un brinco culinario donde sustituye en el “manjar blanco” (uno de los platos más representativos de la época) la tradicional pechuga de capón por los así llamados Callos:

”De manjar blanco de callos de vaca:
Hanse de echar los callos de un día para otro en agua y, después, se cozerán en agua limpia y no se le eche sal. Y, después de bien cozidos, se han de sacar en un paño limpio, y se han de enxugar, y después se harán pedaços como de dos, y se han de deshilar como la pechuga de la gallina; y luego se hará el manjar blanco con todo el recaudo, como la gallina, y se le ha de echar más agua de azahar, y más almizcle. Y han de ser dos libras de callos de los más gordos, porque de dos libras viene a quedar tanto como de una pechuga. Y este plato se haze a falta de gallina, o en día de sábado.

De aquellos callos a los de hoy poca similitud queda, que ha sido el despojo vacuno ascendido a través de los siglos y regiones a guisos de gran personalidad repartidos por todo el horizonte ibérico y que lo hermanan casi sin excepción con la pata —pezuña— del mismo animal y el embutido del cerdo.

Cuán injustamente han sido alguna vez los callos plantados en el más bajo peldaño de la casquería, y ésta a su vez en grado inferior al músculo noble de la res. Un tal Ventura de Peña los situaba en 1832 al mismo ras que el bazo y por debajo del hígado, corazón y pulmón. Ignorante o insensible, tanto da, él se lo perdía.

Taxonomía condicionada quizá por la demora en la disponibilidad del ingrediente, pues bien es cierto que la preparación de esta víscera es harto tediosa, contando con lavados, limpieza del nervio que la recorre, adobo en vinagre o limón, aclarado, nuevo lavado, raspado… hasta eliminar por completo babas y materias innobles antes de proceder a seccionar la sábana muscular en los trozos en que han de ser cocidos. Daremos loas aquí al mercado moderno que nos los facilita ya limpios y dispuestos para la tijera y olla.

Y cocidos además en compañía de saborizantes de grueso calibre, pues es alimento fanfarrón y franco que se encuentra a gusto entre camaradas de igual estirpe como la pezuña, el jamón (o el hueso que éste contuvo), el ajo, el pimentón, el chorizo, la morcilla, el laurel, la nuez moscada… Hatajo de ingredientes desmesurados, insolentes, confianzudos y divertidos que, con esa generosidad propia de los humildes, entregan al paladar que los acepta sus texturas, fragancias y sabores en un juego de intensidades inteligentes pero bravías.

Resultando normalmente plato único, primero y segundo a la vez, rotundo y maximalista, sin más compañía que el pan —obligatorio— y un vaso de vino noble en su cuna y llano en las formas, y que viniendo de humilde mesa puede hoy encontrarse fácilmente en casas de señores como en cocinas de gorro alto y chaquetilla de veinte botones… pero que no olvida sus orígenes villanos y se aviene a hacerse cuartos y ser despachado sobre la barra de mármol, excelente tapa de las de cucharada y paso atrás, sin perder por ello ni un ápice de su dignidad.

Todo esto sin salir de esta piel de toro de gustos mozárabes, donde al vacuno base le lleva en volandas el porcino circundante y los especiados, picantes y cromáticos desmedidos en que astures, madrileños, andaluces y gallegos —entre otros— pergeñamos la víscera bien en magro bien con garbanzada.

Sin embargo, allende Pirineos las “tripes” (que dicen los franceses) son mucho más suaves como el clásico “al modo de Caen” con apio, tuétano y su celebrado “calvados”, los platos italianos de “trippa”, como el que en las fondas del Trastevere sirven ligeramente picante y acompañado del intenso pecorino rallado (no, no están locos estos romanos, doy fe de la idoneidad del acompañamiento), la contundente sopa de callos turca denominada “iskembe corbasi” donde únicamente el pimentón y el ajo se aceptan como donantes de sabor, o el flaczki polaco, entre muchas otras muestras de que la afición a la casquería no es patrimonio exclusivo de los ibéricos (ni de los europeos, que tienen los americanos en su mondongo o menudo, según el paralelo terrestre al que acudamos, dignísimos representantes de los callos).

Yo, por mi parte, me confieso rendido admirador de esta humilde —y barata— joya en prácticamente todas sus versiones (aunque, por aquello de lo que he mamado, soy más proclive a las fórmulas hispánicas), y mi único pesar en este asunto es que la contundencia del plato no me lo haga tan apetecible en los rigores veraniegos.

1 No la “Antigua Pastelería”, sino una tasca ubicada en la esquina con la calle Victoria y hoy desaparecida.

Miguel A. Román | 12 de noviembre de 2008

Comentarios

  1. Cayetano
    2008-11-14 15:12

    Tengo que confesar que los callos, junto a los caracoles y las ostras, es uno de los “manjares” que me producen naúseas. Pero entiendo que a otra gente pueda gustarles.

    Saludos

  2. Francisco
    2008-11-18 00:38

    Confieso lo mismo que Cayetano respecto de los callos; pero tengo pecaminosa adiccion por los caracoles y las ostras.

    Y las angulas; pero su precio ya es prohibitivo. Jolines!!!

    Saludos.

  3. C.Martín
    2008-11-27 12:57

    Mi madre, como todas las madres, cocina los mejores callos del mundo-mundial con una pizca de cominos y pata que les da un puntito de gelatinosidad, si existe la palabra, muy gustoso.
    De esta navidad no pasa que los aprenda a hacer yo, que las buenas recetas son patrimonio que no tributa.


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