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En casa de Lúculo por Miguel A. Román

Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.

La mahonesa, el aceite, los ortodoxos y los herejes.

Citaba George-Auguste Escoffier, uno de los grandes de la historia culinaria, que para hacer una buena mahonesa había que usar buen aceite de oliva de Aix—en—provence. Sin embargo, hoy en día, salvo alguna mahonesa casera y algún empeño comercial aislado, pocas veces se utiliza el zumo natural de aceituna para elaborar una de las salsas más señeras de la cocina internacional.

¿Como se llega a desbravar, con la aquiescencia del stablishment culinario, a esta joya de la gastronomía mediterránea e internacional? Viajemos por unos momentos en el tiempo…

Corría el año de 1716. Inglaterra y Francia se disputaban a dentelladas la supremacía en Europa ante la evidencia de que a España le fallaba el pulso entre estertores dinásticos. Para mantenerse en el trono de Madrid, el Borbón había firmado en Utrech la cesión de Gibraltar y Menorca al dominio británico y el puerto de Mahón se reforzaba hasta ser considerado el más seguro del Mediterráneo.

Ajeno al conflicto, un ingeniero presentaba en la oficina de patentes de Londres la documentación de un proceso que permitía obtener una substancia oleosa de las semillas de una flor ornamental. Había nacido el aceite de girasol. Pero la escasa industria de la época mostró poco interés por el invento —que probablemente fuese presentado como fuente de combustible para candiles— y la técnica cayó en el olvido.

Han pasado cuarenta años. Mahón, 1756. En un golpe de audacia las tropas francesas han conquistado la plaza. La pérdida es tan inesperada y dolorosa para los ingleses que buscan un cabeza de turco entre los militares responsables de la defensa: el almirante Byng es relevado de su cargo, sumariamente juzgado y fusilado.

Mientras tanto, en Menorca, el Duque de Richelieu celebra la victoria con un banquete ofrecido a sus oficiales. En el caluroso mayo balear el cocinero se decide por una salsa local, fría, liviana, suavísima y sabrosa, elaborada tan sólo con unas yemas de huevo y aceite de oliva. Siete años más tarde la enseña del león británico volvería a alzarse en “Port Mahon”, pero ya era tarde: la salsa mahonesa había salido de su reducto insular para conquistar el mundo.

La anécdota es probablemente falsa. Demasiadas veces habían corrido juntos el huevo y el aceite desde los moretums romanos como para que la alquimia culinaria no hubiese topado antes con un truco tan burdo. Más todavía cuanto es innegable el parentesco con otras salsas bien conocidas como el all-i-oli, la rouille o incluso la salsa holandesa (otra envuelta en orígenes bélicos, y es que parece que aquellas gentes eran incapaces de organizar un fregado sin que el cocinero de campaña pariera entre el fragor de la artillería).

Más plausible es la explicación que dice que en la corte de Versalles, alborozada con la victoria, se implantó una moda de eventos “a la mahonesa”. Hubo danzas a la mahonesa, poemillas a la mahonesa e incluso “affaires” de alcoba a la mahonesa, esto es: rápidos pero efectivos y sustanciosos como la salsa que nos ocupa, que hubiese entonces recibido su nombre de tal corriente. La efímera moda se extinguió definitivamente treinta años más tarde cuando en las plazas parisinas empezaron a alzarse las guillotinas, una ejecución “a la mahonesa”.

Fuesen los campesinos menorquinos, el cocinero de Richelieu o los decadentes aristócratas de Versalles, la mahonesa exigía aceite de oliva y la impronta de sabor y aromas rotundos que esta grasa dejaba en la salsa no parecía disgustar a nadie por aquel entonces.

Ni siquiera a la lejana corte zarista, donde un cocinero italiano la usó para embalsamar una lujosa menestra donde la verdura era comparsa frente al caviar osetra, el fiambre de oso o el salmón del Báltico. Servida a la mesa de Catalina II “La Grande” —viuda por propia voluntad— en un almuerzo de Navidad, la ensaladilla con mahonesa se hacía patrimonio del más extenso imperio de la historia y retornaría a la Europa occidental con el patronímico inexcusable de “Ensaladilla Rusa”.

Pero, sin saberlo, la mahonesa había recalado en la cuna de su enemigo. El girasol había llegado a las estepas casi un siglo antes desde Holanda. Curioso asiento para una planta cuyo origen natural fueron los tórridos desiertos mexicanos. Mas frente al uso decorativo que se le asignaba a esta orilla del Dnieper, los hambrientos campesinos rusos centraron su interés en las alimenticias pipas de la Hellianthus anuus. Inicialmente comidas tal cual, pero no pasó desapercibido el contenido oleoso de éstas, aunque los métodos para extraer su aceite eran rudimentarios, haciéndose necesario encontrar mejor procedimiento.

En ello, y en seleccionar la cepa más productiva, trabajó duramente el botánico Vladimir Pustovoit en la región de Krasnodar, y en 1830 llegan a los mercados de Moscú y San Petersburgo las primeras producciones industriales de aceite de girasol para el consumo humano.

El espaldarazo final viene del báculo de los patriarcas ortodoxos, que publican una relación de alimentos prohibidos durante la Cuaresma y donde se incluyen casi todas las grasas de freir, pues en esa época y clima eran de origen animal. El de girasol no está en la lista. La demanda se dispara y la producción se decuplica. A más de 3.000 kms del olivo más próximo, el girasol se convierte en la fuente del aceite de todas las Rusias.

Pero la historia, tozuda como humana, no detiene su conflictivo carro. En 1917 Vladimir Illich Ulyanov, conocido por “Lenin”, reclama “todo el poder para los soviets”. La casa real es ejecutada en pleno y los nobles y poderosos que pueden hacerlo huyen a París, una ciudad que traumatizada por “la Gran Guerra” se entrega divertida a los locos años veinte.

Los restaurantes parisinos ya colocaban a la capital francesa a la cabeza de la gastronomía mundial, y los rusos, con un abultado patrimonio puesto a salvo en Suiza, estaban dispuestos a gastárselo en cuanto les recordara su añorada patria: caviar, salmón, blinis, vodka y… aceite de girasol. Los dictadores de la culinaria no dudan en incorporar estos “exóticos y exquisitos” elementos a su recetario.

La debacle era previsible. En aras de un “sabor más suave” y ensoberbecidos de su propia autoridad, los cheffs adulteran su propia tradición y mutilan no tan sólo a la mahonesa sino también a la tártara, remolada, gribiche, Vincent, bagnarotte… salsas con un fuerte contenido sápido donde sólo el de oliva parecía sobrar.

¿En virtud de qué autoridad se modifica en una receta el 50% de sus ingredientes sin cambiarle siquiera el nombre? Nadie tiene el sentido común de denominar a la nueva emulsión “Salsa Rusa” o algo así, y “mahonesa” pierde su significado de origen y su sabor agrimeloso para pasar a ser un simple elemento decorativo y textural. En el summum de la irreflexión, cocineros de la talla de Michel Roux denominan mahonesa “dietética” a una salsa de queso batido donde ni el aceite tiene cabida, o mahonesa “sin huevo” a una emulsión de leche y aceite… de girasol.

La auténtica, única, salsa mahonesa tiene, en efecto, un suave tono de oliva (preferentemente de varietales agradables al gusto, como hojiblanca o arbequina), y ese matiz, lejos de ser un estorbo, debiera ser apreciado por aquellos que por gourmet se tengan. Sin duda que el mismo proceso elaborado con aceite de girasol, soja o colza —bien refinados— ofrece un sabor más tenue… como también sería más suave el pil-pil, el pisto o la esgarrat si se usasen estas grasas o igualmente lo fuese la salsa “tabasco” si se sustituyesen las cayenas frescas por altramuces.

Irónicamente, el aceite de oliva puede refinarse y desodorizarse (y de hecho se hace, sometiéndolo a la misma tortura química que sufren las oleaginosas) hasta conseguir un sabor completamente neutro; pero esto, que en el girasol se presenta como virtud, es en el oliva una deficiencia que se subsana añadiendo aceite virgen para devolverle parte de su apreciada organolepsia.

Alguno de los que me lean pensarán que mis argumentos son los de un chauvinista del olivo patrio. Mal haría entonces ignorando que España es la quinta productora del mundo y primera de la UE en aceite de girasol, del cual la mitad proviene de la misma Andalucía que se enorgullece de ser la mayor productora mundial de aceite de oliva.

No hay tal. Me mueve tan sólo el interés por la verdad gastronómica y el respeto debido a la salsa mahonesa, una receta que se aproxima a sus tres siglos de andadura plena de… ¡sabor!

(N. del A.: Los hechos históricos relatados, siendo reales y contrastados, han sido expuestos no exentos de una interpretación romántica acompasada al hilo conductor. Discúlpenme los puristas de la historia si en algún tramo he pecado de ligereza o imprecisión.)

Miguel A. Román | 12 de enero de 2008

Comentarios

  1. Francisco
    2008-01-12 19:52

    Que excelente articulo.

    Y si los puristas le ponen algun pero … que beban aceite puro de girasol. Jolines!

  2. Merche
    2008-01-12 23:21

    Pues mire usted, yo la he hecho siempre con aceite de oliva, y así seguiré :)

    Gracias por contarnos la preciosa historia de la exquisita salsa mahonesa. ¡Todo un placer!

  3. Rosie
    2008-01-14 13:52

    A mi la única que me gusta es la hecha con aceite de oliva, yema de huevo (sin clara) y sal únicamente, y hecha a mano (sin turmix) como me enseñó mi madre. Utilizo aceite de oliva suave, pero aún así las reacciones de mis invitados se pueden dividir en grandes grupos:
    a) no habían probado cosa mas rica y/o les recuerda sabores de infancia. Lo intentan en casa pero pocos perseveran, si no estas acostumbrado te queda el brazo dolorido.
    b) no les gusta, simplemente les parece demasiado fuerte, demasiado “aceitosa”, etc. Algunos incluso me dicen que no parece mahonesa…
    Hay pocos terminos medios…

  4. Miguel A. Román
    2008-01-14 22:15

    Gracias, Rosie y Merche, me devolvéis la fe en el género humano.

    Confieso que hace más de dos décadas que el único brazo con el que hago mahonesa no es el que cuelga de mi hombro sino el que tiene cuchillas intercambiables. Cuando era estudiante y la cocina era más una cuestión de supervivencia que de lujuria aprendí a hacerla batiendo con doble tenedor en plato hondo y un hilillo de aceite cayendo desde la alcuza.

    Recuerdo que se le ponían unas gotitas de limón, decían que por higiene, y también que las chicas que tenían la regla tenían terminantemente prohibido acercarse al altar so pena de arruinar la transustanciación. Por supuesto que sabíamos que era una superstición, pero bastante delicado era el proceso de por sí para añadir riesgos innecesarios.

    Creo que un día de estos me animo y vuelvo a intentar una mahonesa a muñeca.

  5. Rosie
    2008-01-14 22:50

    Miguel, quizás será pura superstición, pero te paso mi truquillo. Un vaso o bol de tamaño medio, y el mango de una cuchara de madera. El vaso tiene que quedar fijo, y a menos que tengas un voluntario que te lo sostenga, el truco es tenerlo quieto con uno de los cajones de la cocina (y un trapo, no sea que te cargues el vaso). Se empieza con la yema y muy poco aceite, practicamente gotas, para que se trabe. Poco a poco le vas tirando un hilillo mas continuo de aceite. Y paciencia… no hay mas. A veces tengo que echar unas gotitas de agua porque queda muy ligada. La sal al final porque acaba de espesar. Si se corta, dejarlo y empezar de nuevo con otra yema, y una vez ligada, se puede echar poco a poco la mahonesa cortada como si fuera aceite y rezar… Suerte.


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