Miguel A. Román entiende la cocina como el arte de convertir a la naturaleza en algo aún mejor. Desde comienzos del milenio viene difundiendo en Inernet las claves de ese lenguaje universal. Ahora abre aquí, los días 12 de cada mes, su nuevo refectorio virtual.
En el mundo civilizado, en este occidente ominoso, industrial, contaminador y tercimilenista, aún quedan rincones, si no por descubrir, al menos sorprendentes de explorar. La isla de La Gomera, unos minutos en barco al sudoeste de Tenerife, continúa siendo en buena parte un microuniverso al socaire de los temporales mal-turísticos, esos que erosionan con desatino el relieve autóctono de tantos otros puntos de destino.
Y eso, sin tener que renunciar a las ventajas del alojamiento multiestrellado, la VISA omnipotente, la familiaridad de la divisa europea, y el añadido –no banal- de la privilegiada climatología del Archipiélago Canario… y por supuesto, una mesa cuidada y plagada de secretos para los novicios y revelaciones a los iniciados.
La gastronomía de La Gomera es fruto de la imaginación al servicio de la subsistencia; limitados al territorio comprendido en un notable peñasco basáltico de 25 kilómetros de diámetro, donde la orografía reduce a un porcentaje ínfimo el suelo cultivable y la doble insularidad dificulta la intendencia de mercancías foráneas, los gomeros han sabido escribir, a través de su propia historia, un completísimo recetario donde están bien representados todos los grupos básicos de alimentos, en composiciones que elevan a los humildes ingredientes hasta la alta nobleza culinaria.
Por dibujar un esbozo a vuelateclado, pero significativo de este orgulloso bagaje, me centraré en los tres elementos que tengo por más peculiares de la identidad gastronómica gomera.
El primero que he de nombrar es el potaje de berros. El berro es una verdura menor, una hierba semisalvaje de sabor pungente cuyo mejor aprovechamiento culinario fuera del territorio insular no pasa de la ensalada.
Mas el gomero, hábil cocinero que saca mejor partido del más inesperado ingrediente, acertó a cocinarlo en olla sentenciada al fuego lento, sustanciando con alguna intrusión del cochino y acrecentado en aromas antiguos gracias a la oportuna cucharada del gofio; caldo denso que se agradece caliente al final de la travesía cumbrera por entre las sombras y misterios entrelazados de la ubérrima laurisilva.
El almogrote, segundo espada de nuestro cartel de hoy, es una salsa milenaria, sacada de la más remota memoria del género humano, heredera directa del moretum que aliñaba el populacho romano, y pariente consanguíneo del pesto genovés (qué extraño viaje). Su nombre –y la base de su elaboración- proviene con escasa duda del almodrote hebraico –berenjenas con queso–, que degustaran a solaz los cristianos viejos contemporáneos de Lázaro de Tormes. Ni se me ocurre cómo vino esta receta a refugiarse en tan recóndito confín, ni sé si vino de manos del conquistador castellano o fue algún bereber protoinmigrante quien lo trajo entre sus escasa pertenencias.
El queso gomero, dejado curar hasta su práctica petrificación, es reducido casi a polvo en el fondo de la mortera, y resucitado en este mismo crisol al amor del aceite de oliva, enardecido con el ajo y sazonado con el tono amigable del tomate. El rito primario unta la pasta resultante sobre pan recio en compañía de un vino blanco bien fresco que preste a nuestras papilas inestimable auxilio, pues es material de alto voltaje; pero hoy, del empeño de nuevas generaciones de profesionales ante los fogones, vienen surgiendo fórmulas novedosas que lo incorporan como salsa o aderezo en pasta, ensaladas e incluso flanqueando carnes y pescados.
Por último, en este breve recorrido, no podemos abandonar nuestro periplo por la isla dejando de probar la miel de palma. El misterio de la idea de recolectar el guarapo, la dulce salvia que la palmera esconde, haciendo sangrar a ésta por su zona apical, es patrimonio de culturas muy anteriores a la escritura e inexcusablemente debo pensar en los pueblos norafricanos como artífices originales de la complicada técnica extractiva.
Este jugo sacaroso es reducido al fuego pacientemente, en forma similar a la que en el oriente peninsular se elabora el arrope. El resultado de esta alquimia es un sirope del color del azabache; un aroma sensual, a caballo entre el chocolate y el caramelo; y un persistente dulzor de ligeros tonos metalicos –en absoluto empalagoso– con el que redondear tanto la tradicionalísima leche asada o el arroz con leche, como unas lonchas de queso ahumado a la plancha y hasta codearse con un foie (no por foráneo menos excelente).
Hasta aquí las tentaciones; el resto –porque hay más– deberá descubrirlo el viajero in situ, junto a un lujuriante paisaje y un hospitalario paisanaje que justifican, sobradamente, la visita a esta serena estancia del desquiciado mundo civilizado.
2007-01-12 09:40
Simplemente, delicioso. La cocina canaria es de las más desconocidas. Y dentro de la canaria, la Palmera y la Gomera son las más creativas.
Aunque debería considerarme juez y parte teniendo en cuenta que suscribo aquello de:
gofio de mis entretelas / sustento de mi barriga / el día que no te como / no hay alegría en mi vida.
Que es, muy a mi pesar, uno de los poemas que más me han traspasado. All the way through.