Libro de notas

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el ojo que ve por María José Hernández Lloreda

Se volcarán aquí, cada día 27 de mes, una serie de reflexiones personales —aunque no necesariamente de ideas originales— sobre la mente, la realidad y el conocimiento. La autora es profesora del Departamento de Metodología de las Ciencias del Comportaminento de la Facultad de Psicología de la UCM. En LdN también escribe Una aguja en un pajar.

La contradicción de occidente

He repetido ya varias veces que me gusta la cultura de occidente, sin ningún desprecio a ninguna otra; me siento más cómoda con el modo de acercarse a la realidad de este lado de acá, no puedo renunciar a mi historia personal de estímulos y refuerzos. Y siendo la racionalidad una de nuestras señas de identidad, no deja de ser curioso que, en el fondo, en nuestra vida ésta no tenga tanto peso. Al final el ser humano es el ser humano en cualquier parte del planeta y, aunque el contenido de la razón sea muy diferente, son las emociones y los sentimientos los que tiran.

Si uno aplicara un análisis racional a muchos de nuestros planteamientos, no lo soportarían. Y aunque nos pasamos la vida dando explicaciones de todo lo que hacemos y de por qué lo hacemos, la mayoría de las veces uno tiene la impresión de que todo eso no es más que una especie de epifenómeno que rodea a la acción, pero que no es ni el motor ni el núcleo esencial de la misma. Por algo nuestro cerebro está mucho más preparado para aprender por observación que por instrucción y de poco sirve eso de “haz lo que digo, no lo que hago”, incluso aunque se diga con la mejor intención del mundo. Una de las principales características de los seres humanos es la capacidad para formular hipótesis y contrastarlas, así que, aunque no deja de ser cierto que nadie escarmienta en cabeza ajena, no cabe duda de que lo que el otro hace se ha puesto en práctica (y en ocasiones, sólo vemos la parte agradable y no los problemas que le llevan a darnos consejos contra su propia praxis), y la teoría no deja de ser teoría y quizá no queramos ser los primeros en contrastarla.

En occidente, haciendo gala de esta racionalidad, hemos desarrollado una especie de cultura de la crítica y la culpa, no de la auténtica, esa que de verdad genera un sentimiento que debería llevar a la acción y a una acción radical, sino de la crítica y la culpa como ejercicio de descargo, una especie de metacrítica y metaculpa.

Hemos decidido que somos los culpables de todos los males pasados y presentes que atañen a la humanidad. Pedimos perdón por casi cualquier acontecimiento de la historia del que ahora nos avergonzamos. No está mal, pero no deja de ser un ejercicio retórico. No pedimos perdón por nada que hayamos hecho, en realidad estamos señalando con el dedo a nuestros predecesores, como nuestros sucesores lo harán con nosotros. Y estas enseñanzas del pasado deberían servirnos, no para arrepentirnos de algo que ya poco tiene que ver con nosotros, sino para estar alerta con lo que será motivo de arrepentimiento en el futuro. Pero esto es muy difícil, yo diría que casi imposible, porque independientemente de los análisis que podamos hacer de la maldad humana, a mí me cuesta mucho pensar que los demás no tienen una estructura racional/emocional que les lleva a actuar conforme a su “moral” y que, por tanto, es poco penetrable mediante un sencillo análisis racional. Y es bueno que uno no cambie de opinión ante lo primero que le digan, porque estaríamos, como se dice vulgarmente, vendidos. Los cambios siempre requieren tiempo, comprobaciones y experiencias.

Así que este afán por pedir disculpas por nuestros errores colectivos no supone de verdad un gran cambio con respecto a la responsabilidad de uno mismo. Mientras pedimos perdón a Galileo (por cierto, siempre me ha sorprendido que dejemos de lado a Giordano Bruno que fue al que sí quemamos), estamos ahora “quemando” a otros. Parece que el castigo aplicado a quien no piensa como uno, no genera la misma empatía.

También hemos decidido que somos responsables del sufrimiento de todos los otros seres humanos del planeta, de los que no están en el “primer mundo”. No pretendo hacer un análisis de lo que hay de cierto en esto, sino de cómo uno puede levantarse y hacer su vida tan tranquilamente, si de verdad se tiene ese sentimiento. Una culpa que hacemos compatible con todo tipo de lujos que son el máximo exponente del modo de vida occidental y, por tanto, los responsables en última instancia del sufrimiento ajeno. De nuevo, “haz lo que digo y no lo que hago”.

A veces tengo la impresión de que en el fondo esta culpa social, donde el núcleo de la culpa está en los miembros de la sociedad a la que pertenezco pero entre los que no estoy incluido, ha sustituido a la confesión diaria, a esa costumbre de pecar y confesar, volver a pecar y volver a confesar… esa caricatura de lo que de verdad debe suponer tener sentimiento de culpa y arrepentirte. En ambos casos, deberíamos considerar que ni hay culpa ni arrepentimiento, sino más bien una puesta en escena para seguir haciendo lo que hago pero que no pueda echárseme en cara.

Hay una segunda contradicción, quizá menos explicitada que la que acabo de exponer, pero que a mí me interesa mucho. Tiene que ver con el valor que se da a lo que de verdad es la esencia del ser humano. No es infrecuente oír que estamos en una sociedad deshumanizada, donde el verdadero valor es el poder y el dinero… De nuevo no voy a entrar en qué hay de cierto, pero si realmente uno piensa esto ¿por qué uno de los principales motivos de autocrítica es considerar que somos inhumanos porque nosotros tenemos lo que otros no tienen?, ¿si tener no es bueno, por qué no considerar que realmente los que estamos mal somos nosotros y que lo mejor es convencer al resto de que no vengan a nuestra sociedad ni se parezcan a ella para no convertirse en seres inhumanos como nosotros?, ¿por qué no vivir en el sacrificio para que así nuestros hijos adquieran los valores que de verdad nos hacen humanos?

Está claro que algo falla. Parece que sólo en la pobreza y en el sufrimiento el ser humano es digno de tal nombre. En el fondo lo que ocurre es que la empatía es mucho más fácil que surja en estas circunstancias y, sin embargo, en la interacción con otros seres humanos que tienen sus ideas y sus vidas con las que no siempre coincidimos, que incluso a veces nos molestan, esa empatía es más complicada y surge con mucha más facilidad un sentimiento de rechazo y crítica. Ya se sabe eso de que nadie es profeta en su tierra.

María José Hernández Lloreda | 27 de noviembre de 2010

Comentarios

  1. Francisco
    2010-11-28 12:33

    Vivimos en una sociedad en que el valor principal es el tener, en el cual toda actividad humana se ha reducido a imitar modelos estereotipados con fines puramente económicos impulsado por un consumismo brutal, en este sistema no hay tiempo para la introspección, para el compartir, si no para lucrar. La persona no se da cuenta, si no se da cuenta no puede entender su estado, por la tanto no puede movilizarse para modificarse. ¿A caso tienes para ver una atardecer o amanecer?, ¿vivenciar el insondable y misterioso silencio?. El ser humano a perdido la capacidad de sorprenderse como la belleza de una flor que brilla con un collar de perlas por el rocío de la mañana, por ejemplo. Creo que el punto de inflexión parte del ser particular, del uno, no esperar que otros lo hagan, alguien debe empezar y aunar voluntades para construir una sociedad mejor. Me gusto tu reflexión.

  2. Ana Lorenzo
    2010-11-29 10:58

    En lo que respecta a sentirnos culpables de hechos acaecidos hace quinientos años, o cien, nunca he entendido que haya que pedir perdón: me suena tan ridículo que la Iglesia pida perdón a Galileo (y encima, tienes razón, uno se mete en más líos, porque entonces queda Giordano Bruno, pero quedan muchos más) como que los españoles andemos pidiendo perdón a América Latina como que los italianos anduvieran pidiendo perdón a las antiguas provincias del ya inexistente Imperio Romano.
    En la segunda contradicción, la menos obvia, pero la que más interesante te parece, y a mí también, creo que hay varios aspectos bajo los que considerarla: uno, que no elegimos dónde nacemos ni cuándo, y que nacer en el s. xx o xxi en occidente conlleva vivir en una sociedad con unas ventajas —unos mínimos de bienestar social, unas leyes que defienden los derechos fundamentales, al menos en teoría, un acceso a la propiedad privada, a la prosperidad y a la permeabilidad de la sociedad, etcétera—, pero esas ventajas conllevan unas presiones y unas imposiciones: la sociedad de consumo es un elemento muy fuerte y que se cuela por todas partes; si uno no recibe una educación con unos valores en los que poder apoyarse para formar su propio criterio, corre el riesgo de caer en juzgar a los demás y a sí mismo por el tópico de tener es ser: cuanto más tengas, más vales, con lo que perseguirá el dinero y el alarde, se sentirá frustrado si la sociedad recompensa económicamente a un futbolista y no a él, que se lo ha currado, o querrá ser comentarista de TV en vez de científico, por ejemplo. A la vez, pensará que tiene derecho pleno a dos teles de LED (iba a poner plasma, pero eso se acabó, casi :-), dos coches, ropa nueva cada temporada, un móvil chulo, un tablet, un portátil, una casa, vacaciones felices en un país exótico, una máquina de café como la de George Clooney… en fin, tiene derecho a todo lo que la sociedad de consumo le está presentando como normal y corriente para el ciudadano normal y corriente.
    Dos, si en occidente tenemos productos que se venden a precios a los que la gente en general puede acceder (o podía, antes de esta crisis) sin mayor problema que endeudarse para el coche y la casa, o tal vez solo la casa, o quizá la casa, el coche y el colchón, es porque en otros países, del tercer mundo, hay mano de obra explotada, materias primas saqueadas (con más diplomacia que antes, pero no deja de ser un saqueo); en el tercer mundo viven mal y eso es un sine que non para que en el primero podamos tener los precios que tenemos: si todo fuera comercio justo, aquí no tendríamos ni la mitad de las cosas de las que disfrutamos.
    Así que, sí, tener no es malo; supeditarse a tener y a cambiar de coche, moda, móvil, etcétera por la presión sí es malo, tanto para el individuo del primer mundo como para el individuo del tercer mundo. No tener nada, ni los servicios públicos mínimos (sanidad, educación, transportes, etcétera) es malo, y eso lo sufre sobre todo el tercer mundo. Como yo sí veo que estamos en deuda con ellos, por cómo está establecido el sistema, lo primero que hago es no seguir la presión de comprar lo que no necesito; lo segundo, dar dinero periódicamente a través de un organismo en el que confío, y no lo considero caridad, sino resarcimiento de una deuda que vale, yo no he firmado, pero he contraído por el hecho de nacer donde he nacido. Y lo tercero que no he hecho pero que sí ha hecho alguna gente, es salir de esta sociedad de locos e irse allá a luchar por los derechos de esos humanos que aplasta el sistema.
    Siento el rollo y, además, creo que me he liado un poco :-)
    Muy bueno el artículo, María José. Invita a reflexionar sobre muchas cosas.


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