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el ojo que ve por María José Hernández Lloreda

Se volcarán aquí, cada día 27 de mes, una serie de reflexiones personales —aunque no necesariamente de ideas originales— sobre la mente, la realidad y el conocimiento. La autora es profesora del Departamento de Metodología de las Ciencias del Comportaminento de la Facultad de Psicología de la UCM. En LdN también escribe Una aguja en un pajar.

Veo, veo

Haz la siguiente prueba, cierra los ojos durante dos segundos y cuando los abras mira con detenimiento lo que tienes a tu alrededor. Si te fijas un poco lo que aparecen son objetos completamente definidos, donde unos se diferencian fácilmente de otros. Nada de lo que observas te parece un patrón desestructurado y confuso, sin límites claros entre los objetos; sólo experimentamos esta sensación cuando hay niebla, porque las partículas de agua que la componen se encargan de dispersar la luz y quitarle la estructura al patrón de luz que reflejan los objetos. En condiciones normales, nuestra mente hace que el patrón de energía adquiera esa estructura tan específica, que nos parece una imagen isomórfica de la realidad. Sin embargo, la cosa no es tan clara, lo que hay en la realidad no un mundo de límites precisos sino más bien una mezcla de rayos de luz procedente de los diferentes objetos y superficies. Para un ser humano, es difícil llegar a comprender lo complejo que resulta el proceso de percibir, puesto que realizamos la tarea sin ningún problema, cada vez que abrimos los ojos. Y hasta donde nuestra memoria alcanza, los objetos tiene la forma que tienen y se separan fácilmente del fondo. Pero no siempre fue así, en nuestros primeros meses de vida el cerebro tiene que ir adquiriendo las claves que le permitan luego construir los patrones, sólo a base de ver mucho, el material genético que traemos va adquiriendo las claves que le permiten percibir en su entorno.

Los primeros investigadores de Inteligencia Artificial se toparon de frente con el problema: hacer máquinas con visión artificial que se desenvuelvan en un entorno natural no resultaba nada fácil, ni siquiera la segmentación de un objeto con relación al fondo, y cincuenta años después este asunto sigue resultando bastante complejo.

Pero nuestra mente tiene mucho interés en diferenciar unos objetos de otros; le va en ello la supervivencia, así que no sólo detecta las diferencias sino que las acentúa. Uno de los fenómenos más conocidos en percepción son las bandas de Mach. En la imagen aparecen dos franjas, una más clara y otra más oscura, separadas por un borde gradual que va de más claro a más oscuro. Y en la imagen se perciben dos bandas estrechas que no están presentes en la imagen, una muy clara (a la izquierda) y otra muy oscura (a la derecha), que de alguna forma acentúan el borde que separa un área de otra. A mí siempre me ha parecido muy curiosa la costumbre que tenemos de niños de remarcar de negro el borde de todas las partes del dibujo, para que quede claro que son partes distintas.

En cierto modo puede considerarse al ser humano (y al resto de los animales) como un detector de patrones y formas; en la realidad hay un patrón, una forma, una estructura, y nosotros los detectamos. Y es imprescindible para poder desenvolvernos en el entorno que diferenciemos la figura del fondo, una figuras de otras, las cerezas de las hojas del árbol para poder comérnoslas. Pero muchas veces, cuando esta capacidad se lleva al límite, ¿hasta qué punto no es más bien nuestro sistema perceptivo un generador de patrones? ¿Quién no ve formas en las nubes o en las manchas? Y en algunos casos se ven de forma completamente nítida; sólo el saber que no han sido hechas con esa intención nos hace pensar que es una creación de nuestra mente. Y es esta misma costumbre la que nos lleva a intentar buscar formas en el arte abstracto, parece que nos resistimos a que algo no tenga ninguna estructura que nos permita encajarlo con lo que ya tenemos en nuestra reserva, ¿hay barcos en esta pintura de Cy Twombly sobre la batalla de Lepanto?

¿Y en la famosa foto de la “cara en Marte” obtenida por la sonda espacial Viking Orbiter?

Lo más curioso es que una vez que se percibe el patrón, ya no es nada fácil la vuelta atrás, aparece de forma inmediata una vez que estímulo está ante nuestra vista. Este que tenéis aquí debajo es de los estímulos más difundidos en los libros de percepción visual:

En general, la primera vez que se mira no se ve gran cosa, un patrón de puntos blancos y negros sin mucha estructura. Pero una vez que conseguimos ver el dálmata, ya no podemos recuperar el patrón informe que vimos la primera vez, por mucho que uno se esfuerce. Tampoco recordamos como percibíamos un texto antes de aprender a leer, pero debía ser algo así como un dibujo abstracto. Sin embargo, una vez que aprendemos esos patrones es imposible que no reconozcamos cada una de las letras y palabras que hemos aprendido.

Y al fin y al cabo, los demás no dejan de ser “objetos/sujetos” de nuestra realidad, de alguna manera también detectamos patrones en ellos. Somos seres sociales y el conocimiento de los otros es fundamental, tanto o más que distinguir las frutas de las hojas. Igual que nuestro sistema visual aprende a ver, y va poco a poco adquiriendo las herramientas que le permiten detectar un objeto, nuestro conocimiento de los demás ha de construirse de forma muy parecida. No sé por qué es tan denostado el cotilleo (que, por otra parte, todo el mundo practica): el hombre necesita hacerse una idea de los demás y lo hace con todo lo que tiene a su disposición, con información que nos dan los otros junto a la propia experiencia. De alguna manera también construimos la información a partir de ciertos indicios que nos permiten atribuir una personalidad o un patrón de conducta en el otro. Es imposible obtener una información completa de cada uno de nuestros congéneres con los que necesariamente hay que interactuar, pero es imprescindible hacerse una idea del otro. El peligro es el de siempre, generar en lugar de detectar el patrón. Por eso una vez que se difama a alguien es muy difícil que uno restablezca su imagen, una vez que uno ve el dálmata ya no puede dejar de verlo. Y como siempre, una herramienta que es de gran utilidad para el ser humano, se puede utilizar para el bien o el mal, pero eso forma parte de la naturaleza humana y nos llevaría a rechazar cualquier actividad, así que la renuncia no debe ser la solución.

Por lo tanto, hacerse una idea adecuada de los demás no es una tarea fácil, ¿puede dejar su mente completamente libre de “prejuicios/patrones” y procesar sin más la información que llega? ¿Puede quedarse con una visión difuminada del otro hasta que un conocimiento profundo le permita hacerse una idea adecuada? Yo creo que es imposible, lo nuevo no cae sobre vacío sino que se acomoda en nuestra visión de las cosas. Pero el conocimiento siempre está sometido a revisión, así que nuestra esperanza es que los demás nos den una oportunidad de remodelar un poco ese patrón, de que vean lo que tenemos de particular que no es tan fácil de encajar en un patrón o forma conocida.

María José Hernández Lloreda | 27 de febrero de 2009

Comentarios

  1. Francisco
    2009-03-01 02:00

    Sumamente interesante.

    Saludos.

  2. Trinidad
    2009-03-03 18:38

    Con respecto a la primera parte del artículo, nada que objetar; con respecto a la segunda, tengo mis reservas sobre la idea de que el cotilleo es un procedimiento válido para detectar patrones en el ámbito social (léase, como forma válida de conocer a las personas que nos rodean). Creo, como bien dices, que es fundamental que el hombre se haga una idea de los demás y que ésta no debe ser una idea distorsionada sino lo más fiel posible a la realidad. La cuestión es ¿cumple el cotilleo esta función? Desde mi punto de vista, la respuesta es tajante: NO.
    He buscado en el diccionario de la RAE y en el de María Moliner la definición de cotilleo. Según la RAE, cotillear es chismorrear o, lo que es igual, contar chismes, es decir, contar una “Noticia verdadera o falsa, o comentario con que generalmente se pretende indisponer a unas personas con otras o se murmura de alguna.”; según el diccionario de María Moliner, cotillear es “Charlar por gusto sobre pequeñas faltas de alguien o contar cosas que afectan a otros”. De ambas definiciones, y de mi propia experiencia, se desprende que cotillear de alguien implica, en la mayoría de los casos, dar sólo información sobre aspectos negativos de esa persona, información que ni siquiera es siempre fidedigna, que suele comentarse fruición, y que proporciona una imagen distorsionada de las personas objeto de “atención” (en la actualidad, el ejemplo extremo son los llamados “programas de cotilleo”). Aunque tengo mis hipótesis, no me atrevo a aventurar aquí cuál es la función del cotilleo pero, en ningún caso, creo que sirva para adquirir un conocimiento fidedigno de los que nos rodean.

  3. María José
    2009-03-03 23:21

    En primer lugar, el “conocimiento fidedigno” lo tenemos de pocas cosas, ni de las personas, ni de los lugares que no conocemos, ni de las costumbres de otras culturas, ni de los descubrimientos científicos… Y “los demás” es uno más de los ámbitos en los que dependemos de información que nos proporcionan nuestros congéneres.

    La imagen distorsionada se puede dar igual cuando se habla de cosas positivas (en cuyo caso nadie pondría una pega) o negativas del otro, por lo tanto, si se trata de ser fidedigno, no podríamos hablar de casi nadie. Y es lógico que se dé más peso a los aspectos negativos, son más importantes para la supervivencia. En las dos definiciones que has puesto se dice noticia “verdadera o falsa” y “pequeñas faltas de alguien o cosas que afecten a otros”, los dos polos, como siempre, pero es que contar faltas o cosas negativas no sólo no es malo, sino muy útil. Por ejemplo, saber que alguien es un maltratador o prevenir a otro sobre qué puede pasarte en determinadas interacciones, con qué cosas se debe tener cuidado con alguien… Otra cosa es la mentira pero, como he dicho en el artículo, la solución no es renunciar a esa herramienta. Y no implica necesariamente mala intención cuando se hace, ni siquiera tener animadversión hacia la persona de la que se habla.

    Y como siempre, me encantan los matices de María Moliner: “charlar con gusto”, porque, aunque no lo he puesto en el artículo, no se puede negar que el cotilleo produce placer, por eso lo practicamos.


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