Sentado en una vieja Butaca no numerada de terciopelo rojo, el autor se lanza a una reflexión impúdica todos los miércoles sobre cualquier cosa que se atreva a moverse por las pantallas, sean éstas de cine o no. Alberto Haj-Saleh es editor de LdN y autor de la columna Teatro Abandonado.
En un festival como el Atlántida Film Fest una de las características principales es la pequeñez: pequeñez de presupuestos, de metraje (ninguna película llega a las dos horas y muchas duran menos de hora y media), pequeñez de planteamientos y muchas veces pequeñez de la propia historia. Viendo película tras película del festival recuerdo mi primera esperiencia festivalera, en San Sebastián allá por el año 2002. Me arrojé emocionado a ver las películas de Zabaltegi, ansioso por descubrir perlas y maravillas desconocidas y pequeñas. Aprendí dos cosas: una, que la sección oficial siempre es mejor; la otra, que de vez en cuando necesito ver historias más convencionales, o de género, o intrascendentes, para rellenar la mitad no festivalera de mi cinefilia.
En el Atlántida afortunadamente no me estoy encontrando tostón tras tostón como pasó en San Sebastián aquel año, pero si una tendencia a hacer películas demasiado similares. ¿Cuál es exactamente la diferencia entre Amanecidos que comenté la semana pasada y Unmade beds de Alexis Dos Santos? A priori las diferencias existen, formalmente no son demasiado parecidas y Unmade beds tiene un esquema más lineal que Amanecidos, pero mi sensación era la de haber visto ya esta película antes, diez veces, cien. El retrato casi impresionista de un grupo de jóvenes que tenían veinte años y estaban locos y queman la vida, escuchan música, beben, se drogan, viven en casas ocupadas, trabajan en tiendas de discos o libros de Londres o Barcelona o Edimburgo o Berlín, se aman, descubren la homosexualidad, etc. etc. Vi Unmade beds y me dije “es bonita pero ya la he visto” y ¿por qué volver a ver la película una y otra vez? Tal vez por ver aparecer en pantalla a Déborah François, pero ni siquiera.
La pequeñez, virtud casi siempre en una película, es también el problema de Terrados, de Demian Sebini, un intento de hacer una película íntegramente dedicada a la crisis, esta crisis que a los creadores lleva sobre todo a la tristeza y a la melancolía. Dice al final de la película un rótulo que el filme está dedicado a todos aquellos que en algún momento no han sabido quiénes eran, pero la sensación que deja la historia de estos parados que van a pasar sus días de desempleo en las azoteas de Barcelona tomando el sol es más bien la de que ya no tienen nada que decir. Es como si el director hubiese querido dar roles simbólicos, buenos y malos, valientes y cobardes, vendidos al sistemas y rebeldes, y le hubiese salido todo al revés. Al final tenemos al rebelde que en realidad es un egoísta y a la representante del malvado sistema que en realidad solo trata de sobrevivir y acaba ahogada en la depresión de su pareja. Así, la película acaba siendo fallida en sus bases, en su propia concepción.
Y tristemente pequeña es, en fin, Small Town Murder Song, de Ed Gass-Donelly, que apuntaba a ser la mejor película de todo el festival si no fuese porque se acaba mucho antes de comenzar. Durante 70 minutos el director plantea unos mimbres dignos del mejor cine negro polvoriento y sureño de la América profunda (aunque aquí sea la Canadá profunda) con unos personajes fascinantes en primer plano: desde el sheriff protagonista de alma violenta convertido al catolicismo hasta su extraña familia menonita que habla ese idioma mezcla de holandés y alemán, su compañero que sirve de equilibrio en su locura a punto de extallar, o su ex amante que lo rechaza desde que lo vio matar a alguien a golpes. La atmósfera a lo Twin Peaks, el cadáver que conmociona a la pequeña ciudad, los demonios interiores de sus vecinos. Todo eso apuntado, apuntado, apuntado… para terminar de golpe. Como si el director hubiese sentido que estaba haciendo una gran película y el espíritu de la pequeñez le hubiese acogotado.
2012-05-03 00:49
Qué interesante.
A veces, tengo la sensación de que algunos productores, guionistas o directores se sientan a tomar un café y uno de ellos dice: hagamos una película pequeña, y entonces sale un producto que, en su voluntad de pequeñez, acaba por ensalzar lo meramente anecdótico, y cuando uno pregunta al productor, guionista o director por que no escarbó un poco más, por qué no le hizo justicia a ese magnífico Sheriff o a esa impagable familia menonita, éste se justifica diciendo que se trata de una película pequeña y que, como tal, no tendría por qué decir mucho más de lo que dice.
Pero Bartleby, que en la superficie se presenta como un agujerito en el hielo de un lago de menos de 100 páginas, esconde en realidad la profundidad de la fosa de las Marianas.
Triste pequeñez. Gran concepto, amigo.